Mientras llegaba la camilla de la Cruz Roja, mis dos conductores me indican, amablemente, si quiero sentarme para descansar. Yo acepto y lo hago en la escalinata de la primera puerta de la calle de San Fernando (hoy, conocida vulgarmente por La Corredera). Tenía los vestidos empapados de sangre ‑aunque ya había cesado de salirme- y sed, pues tenía la boca seca; pero no quería pedir un vaso de agua, porque seguía oyendo pedir mi muerte a mi alrededor… Gracias, ¡oh Providencia del Señor!, que no quisiste que me faltase este pequeño refrigerio. ¡Dios mío!, nunca me podré quejar de tus bondades, ni seré capaz de darte las gracias por todos los beneficios que me proporcionaste. ¡Jamás olvidaré las mercedes que me concediste en este tiempo de necesidad!