28-09-2012.
Ya no se podía salir a la calle. Y yo no tenía más remedio que hacerlo: era confesor de tres Comunidades religiosas, tuve que dar unos ejercicios espirituales y la Comunidad atendía a dos capellanías.
En cuanto lo hacía, los groseros insultos y las terribles amenazas de la chusma no cesaban. Si veían a un sacerdote o religioso, comenzaban a proferir cantares y dichos ateos y asquerosos, detestando a Dios, a su santa Religión y a todos sus ministros. Aquello era insoportable: oír cómo mozalbetes, personas mayores y niños pequeños pedían nuestra muerte y nuestras carnes “para comerlas con arroz”; incluso se nos apedreaba impunemente, ya que se adiestró magistralmente a los infantes para hacerlo, pues sabían tener las espaldas bien cubiertas.
Nosotros nunca contestamos a esas provocaciones. A mí, en más de una ocasión, me apedrearon; pero tuve la precaución de no contestarles, aunque en otras circunstancias lo habría hecho. Ahora no era prudente.
Las peores intimidaciones provenían de las mujeres ‑como diría Unamuno: tiorras desgreñadas y destentadas‑, pues lo hacían no sólo en la calle, sino hasta en la misma iglesia, profiriendo amenazas contra los mismos ministros que rogaban en los altares por las almas de sus difuntos.
Así llegó el mes de julio en el que se desencadenaría la más furiosa y terrible tempestad. Saltó la chispa con el asesinato del señor Calvo Sotelo, ensombreciéndose nuestro cielo patrio con negros crespones de luto.
En aquellos días, yo estaba predicando la novena de la Virgen del Carmen y una tarde, antes de salir al púlpito, me comunicaron la noticia. Me quedé sumamente impresionado. En aquellos días, en los que se precipitaba sobre nosotros la terrible tempestad, siempre aconsejaba paciencia, resignación y esperanza en el Señor.
Úbeda, 23 de septiembre de 2012.