Ardor guerrero, 02

24-09-2012.

Si tenemos en cuenta la compleja elaboración de las novelas anteriores ‑especialmente la de El jinete polaco‑, la estructura de Ardor guerrero sorprende por su transparencia, su nitidez, su “clasicismo” incluso, entendiendo por ello que parece como si, al escribir esta autobiografía, Muñoz Molina hubiera tenido presente aquella nuestra primera narración picaresca, en donde el inicio ‑es decir, el ‘prólogo’‑ y el ‘tractado’ último parecen destinados, entre otras cosas, a establecer las coordenadas de espacio y de tiempo, del aquí y del ahora, a partir de los cuales arranca la evocación de un pasado que, sin desviaciones temporales, volverá a ese mismo presente.

De igual manera, también en Ardor guerrero, el primero y el último de los veintitrés capítulos que lo integran están destinados a fijar esas coordenadas espacio‑temporales que enmarcan el cuerpo central de la rememoración, a saber, del servicio militar vivido por el yo-autor y evocado por el yo-narrador.

Traducido lo dicho en términos «genettianos» (1), diría que esos dos capítulos de enmarque ‑el primero y el último‑ corresponden al concepto de alcance, es decir, a la distancia temporal que media entre el período de la vida rememorada y el momento de la escritura; mientras que los veintiún capítulos centrales corresponden al concepto de amplitud, es decir, a la dimensión temporal de la historia personal recuperada.

Precisando lo dicho mediante datos temporales tomados de Ardor guerrero, tenemos que a la idea de amplitud corresponde el año y pico de mili, mientras que al alcance corresponden los trece años que median entre finales de 1980, término de la mili, y principios de 1993, año en que Muñoz Molina, ya prestigioso escritor, vivió como profesor invitado en la universidad estadounidense de Virginia. Allí fue donde empezó la escritura de Ardor guerrero, partiendo de la asociación entre el aspecto de su cuarto universitario y aquel en donde trabajó como oficinista durante la mili en San Sebastián:

«La soledad y el silencio de mi habitación monacal de Virginia se parecían a los de aquella oficina en las mañanas invernales de domingo cuando el cuartel estaba casi vacío y yo aprovechaba aquella quietud para ponerme a escribir en una hermosa Olympia […]. En vez de una hoja de papel yo tenía ahora frente a mí la pantalla luminosa del ordenador, pero el espacio en blanco era el mismo. […] La oficina militar, como la habitación de Virginia, era un lugar ajeno al mundo y a las normas cotidianas del tiempo». (Cap. I, pgs. 20-21, edición citada).

Y allá en Virginia fue donde tuvo la idea de contar su mili, partiendo de las conversaciones que sobre relatos militares mantuvo con un exiliado húngaro, el viejo profesor y ex teniente del Ejército Rojo, Tibor Wlassisc. Y como Muñoz Molina lo confirmó en declaraciones posteriores, «allí surgió la idea de contar la mili desde la perspectiva de un universitario de izquierdas»:

«Un día hablamos ‑Wlassisc y yo‑ de nuestra experiencia militar, y de la propensión a la barbarie que parece latir en cualquier grupo grande y encerrado de varones». (Cap.I, pág. 21, edición citada).

Un año más tarde, en enero de 1994 y ya en Madrid, tendrá lugar el encuentro de Muñoz Molina con un antiguo compañero de mili, apellidado Martínez; encuentro que será utilizado como cierre de esta autobiografía militar.

De esta manera, la asociación, por un lado, de “la oficina militar” de San Sebastián con “la habitación” de la universidad de Virginia; y, por el otro, del encuentro con el ex militar Wassisc con el de Martínez, antiguo compañero de la mili, son utilizados respectivamente como apertura y cierre de la novela.

Muñoz Molina ‘explica’, por así decir, cómo se produjo la conexión asociativa entre estos cuatro elementos que están en el origen de Ardor guerrero:

«Nada más raro que los itinerarios casuales de una rememoración. En la universidad de Virginia, durante el invierno y la primavera de 1993, la lejanía absoluta de mi país y de mi vida me hizo volver a acordarme de cosas que suponía olvidadas, de los sueños de regreso al ejército que por entonces ya no me asaltaban casi nunca. Un año después, una noche de enero, el encuentro con el soldado Martínez en una esquina de la Gran Vía se vinculó, sin motivo preciso, a una conversación que mantuve en Virginia con mi amigo el profesor y ex teniente del Ejército Rojo Tibor Wassics […]. Tibor Wassics y Martínez no es probable que se encuentren nunca, y yo, que no escribo una novela, no tengo que inventar un pretexto para vincularlos entre sí, una secuencia de causas y efectos que lleve de una conversación en un comedor de la universidad de Virginia a un encuentro casual en una calle de Madrid». (Cap. XXIII, págs. 377 y 380, edición citada).

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(1) Gérard Genette, Figures III, Paris, Seuil, 1972; y Nouveau discours du récit, Paris, Seuil, 1983.

Antonio.LaraPozuelo@unil.ch

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