A León le pareció curiosa la frase. Era, más o menos, la misma que Amalia le había dicho unas noches antes.
—¿Quedarme contigo esta noche? —repitió extrañado—.
—No me mires así. No pienses mal. Tú sabes que he sido un crápula, un vividor, que me han gustado los placeres fuertes, raros y exóticos, pero aún no me ha dado por catar carne de varón, si es lo que temes. Además, tú tienes ya los huesos viejos y la carne magra —dijo, poniendo algo de ironía a su petición, y añadió suplicante—: ¡por favor, León!
León intuyó la gravedad que encerraban las palabras de su amigo e intentando seguir el juego irónico le dijo:
—No tengo pijama —igual que le respondió a Amalia—.
—Pues duermes en pelota, qué cojones; yo te dejo uno mío. Mira, vamos a hacer una cosa. Puedes quedarte en la habitación de invitados o en cualquiera de las otras más pequeñas, como quieras. Y ahora, mientras subo y me doy una ducha y deshago la maleta, llama y pide una pizza, la que prefieras, y unos refrescos. Y pon a enfriar en la nevera una botella de champán. Debe haber alguna en el botellero de la despensa. Tengo que hablar contigo, necesito hablar contigo, ¿me comprendes? —dijo en tono íntimo—.
León vio desaparecer a Alfonso por la escalera que llevaba a las habitaciones en el piso superior. Había subido lentamente, dejando caer el cuerpo a cada paso.
Media hora más tarde estaban los dos amigos sentados en el saloncito de la televisión, comiendo sin ganas unos trozos de pizza margarita. Alfonso vestía un pijama vinotinto estampado con pequeñas figuras geométricas. Por la ventana, que daba al jardín delantero, entraba el suave olor de los jazmines.
Sobre la mesa, los restos de pizza estaban en la misma caja de cartón en que la habían servido. León había comido solo un trozo. Alfonso mordisqueó sin hambre un par de ellos. Bebía sin parar. El champán no estaba muy frío. Cuando acabó la botella, fue a la vitrina de los licores y puso sobre la mesa una de Chivas Regal y se sirvió un vaso mediado.
—¿Qué pretendes, agarrar un buena pea? —dijo, al fin, León—.
—¿Para esto es para lo que querías que me quedara contigo? —preguntó León con cierta dureza—.
Con la lengua pesada por el alcohol, Alfonso trataba de expresarse lo más pausadamente.
—Una mierda, León. Estoy hecho una mierda. ¿Davos? No ha servido para nada. ¿El viaje…?
—¿Por qué no te acuestas? Mañana, más sereno hablamos.
—¡Mentira!, yo no suelo decir esas cosas a nadie.
—A los putos mafiosos me los paso por el arco del triunfo…
—¿Nunca has estado en París? Podríamos ir los dos solos, antes de que se acabe mi tiempo.
León miraba a su amigo, cada vez más borracho, las bolsas de los ojos más descolgadas, más intensas las ojeras a pesar de la morenez de su rostro y la mirada vidriosa por el alcohol; hasta parecía que el pijama era un par de tallas más grande.
—Todo se acaba. ¿Qué tengo? ¿Qué dejo? Te voy a dar el dinero de Amalia. ¿Cuándo era? ¿Doscientos, trescientos?
Alfonso cada vez bebía más y su lengua se hacía más pastosa y torpe. Hasta que echó la cabeza hacia un lado y cayó sobre el lateral del sofá que ocupaban los dos. Dormido.
A León le costó la misma vida levantar el cuerpo de Alfonso. La borrachera lo hacía más pesado. Casi a rastras subió las escaleras y alcanzó el dormitorio principal. Como pudo dejó caer el cuerpo de su amigo sobre la cama inmensa, la misma en la que había pasado aquella inolvidable noche con Amalia. Tomó aire. Con menos esfuerzo ya, descalzó a Alfonso, le colocó bien la blusa del pijama, le subió los pantalones que, con el trajín y el manejo, lo tenía por las rodillas. León cubrió con la sábana aquel cuerpo desmadejado y viejo. En su pecho se levantó una nube de misericordia. Y pensó: «¡Qué hijaputa es la vejez!».