Un puñado de nubes, 89

02-11-2011.
León se sentía como un adolescente triunfador. Sin embargo, mantenía su templanza. Sabía perfectamente que el episodio de la noche anterior, siendo importante para él, era eso: un episodio. Por esa razón, su alegría no la reflejaba externamente. Se la guardó para adentro. En su cabeza mantenía vivo cada momento. No, no había sido un sueño. «Una cosa tan simple como acostarse con una mujer», pensaba, «y cuánta tranquilidad y deleite le había dejado como recuerdo». Cualquiera, a quien se lo contase, se reiría de su ingenuidad. Amalia no era una mujer cualquiera. Pese a sus muchas carencias, tenía una sensibilidad especial.

La había dejado ir a media mañana para La Luna. Antes de que Amalia abandonara el palacete, se abrazaron. Se dieron un largo beso en la boca. Se olfatearon como si quisieran llevarse, por última vez, el perfume maduro que exhalaban sus cuerpos.
—Ha sido un placer, señora —le dijo León mientras le ordenaba un mechón descuidado que caía por la frente de ella—.
—El placer ha sido mío.
—Bueno, nos hemos “placereado” los dos, ¿no crees?
—¿Sabes, León? Gracias —dijo Amalia, con algunas lágrimas en los ojos—.
—No hay gracias que darnos. Tú me has dado vida.
—Te mereces más vida que la que yo pueda darte. Pero no olvidaré esta noche nunca.
—Tampoco yo.
—Bien. Pues como ya nos hemos tocado, olido, magreado y todo lo demás, cada uno a su casa y Dios en la de tós.
Amalia se alejó por el senderillo del jardín de la entrada. Los últimos jazmines de la tarde anterior aún lucían tersos en la enramada de la verja. León intuía que, a partir de entonces, Amalia sería la que habría de tomar las decisiones definitivas.
Antes de cruzar la verja, Amalia se volvió y le dijo a León:
—¿Qué, todavía no me has visto bien las nalgas? —e hizo una señal de despedida con la mano izquierda, porque en la derecha llevaba la bolsa con la ropa de tarea y algunos trapos sucios para echarlo en el contenedor de basuras—.
León estaba pendiente de la llamada de su hija por el asunto de la recogida del niño. Pensó que no era conveniente aparecer tan temprano por La Luna; que, a lo mejor, su hija lo llamaba para concretar si recogía al niño o no del colegio y que, cuando cerrara puertas y ventanas del palacete, lo mejor sería darse un paseíto hasta la Buhaira, sentarse cerca de la fuente de la taza de mármol y leer el periódico tranquilamente.
El quiosquero le dijo nada más verlo llegar:
—Don León, qué buen semblante tiene usted hoy. Como se nota que le van las cosas bien.
León se limitó a sonreír y le respondió brevemente:
—No te fíes de las apariencias…
Había atravesado la Gran Plaza, y por la acera de la derecha iba ya bajando por Eduardo Dato camino del jardín, cuando recibió una llamada.
—¿Tere?
—Soy yo, papá.
—Ah, ¿eres tú, hijo? Creía que era tu hermana. Había quedado en llamar si… Es que ha llevado a la niña a vacunar y… Bueno, di, dime…
—¿Cómo estás?
—Como una rosa.
—¿Y eso? Me alegro. Te noto en la voz algo como… yo qué sé, serán cosas mías, pero pareces más joven.
—Sí, de un día para otro, me han hecho un tratamiento para rejuvenecer.
—¿No ves? Hasta esa ironía…
—Anda, anda, ¿para qué me llamas? Porque seguro que a estas horas tu llamada tiene que tener escondida alguna adivinanza.
—Nada de adivinanza. Es cosa de la empresa.
—¿Problemas? —preguntó León, preocupándose y cambiando el gesto de su cara—. No me vas a decir que…
—En parte sí y en parte no: la empresa me manda seis meses a Sevilla para intentar salvar la delegación de Andalucía. Están las cosas muy malas. Pero al menos a mí me van a mantener en mi puesto; eso sí, tendré que estar viajando de un lado para otro.
—Bueno, me tranquilizas un poco. Así que vas a venir… ¿cuándo?
—En una semana tengo que estar ahí. Yo querría saber si…
—Por supuesto —cortó la frase de su hijo sabiendo cuál sería su petición—. Tu habitación, como la de tu hermana, está intacta, como la dejaste. No te vas a ir a una pensión. Estaría bueno… Eso sí, me tendrás que aguantar.
Juan, al otro lado del teléfono, dejaba hablar a su padre. Le había mentido. La cosa era más seria: si no conseguía reflotar la delegación, también él se vería despedido.

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