Las albercas

25-01-2011.
Breve relato infantil, con casual desenlace e instructiva moraleja
Cada mañana, Emilio, “El Colilla”, Paquito Herreros y Jaime, el de don Santiago, venían a esperarme a la puerta de mi casa. Decía mi madre que era muy peligroso bañarse en las albercas y que al hijo de don Santiago, el de la fábrica de aceite, debíamos llamarle “señorito Jaime”. Nosotros la escuchábamos sin replicar, pero le seguíamos llamando Jaimito porque era el más pequeño y porque no sabía nadar.
Bajábamos hasta la plaza y, rodeando el cuartel de la Guardia Civil, cogíamos un camino de higueras y ciruelos hasta la huerta de Higinio, el carpintero. Nos descalzábamos con cuidado, para no pincharnos con los zarzales, y escondíamos la ropa entre unas junqueras, al pie de un nogal. Luego, nos zambullíamos en el agua que estaba buenísima de tanto darle el sol y allí pasábamos las horas jugando y chapoteando.

—Yo sé “hacer el muerto” —decía Paquito, conteniendo la respiración—.
—Y yo sé nadar “patrás” —presumía “El Colilla”—.
—Pero, ¿a que no sabes hacer la “bomba”? —y se tiraba al agua hecho un ovillo—.
Tras varias horas de incesante “bombardeo”, el nivel del agua bajaba ostensiblemente y alrededor de la alberca se formaba un barrizal en el que quedaban impresas las marcas de nuestros menudos pies. Al atardecer, cuando Higinio descubría la merma de ciruelas y nuestras huellas delatoras, buscaba a Ramón “Farfolla”, el Guarda Forestal, y le ponía al corriente de la catástrofe. En aquel preciso instante, se decretaba orden de busca y captura contra nosotros. Una mañana, nos sorprendió “Farfolla” en plena actividad. Cuando lo vimos, nos dio un vuelco el corazón. Tenía nuestra ropa bajo el brazo y vociferaba muy enfadado:
—¡Hala! ¡Al cuartel!
Nosotros le pedíamos, llorando, que nos perdonara y jurábamos no volver a bañarnos nunca más; pero él, sin hacer el menor caso, insistía muy serio:
—¡He dicho que “palante”! —y echó a andar hacia el cuartel de la Guardia Civil—.
Lo seguíamos, descalzos y casi desnudos, llorando cada vez con más fuerza y haciendo todas las promesas que nos venían a la imaginación. Él, con su escopeta al hombro, no volvía la cabeza ni nos prestaba la menor atención. Así llegamos hasta la carretera. El chófer de un camión que se acercaba, indignado al oír nuestras quejas, sacó la cabeza por la ventanilla:
—¿Pero no ves que les va a dar algo a las criaturas? ¡Devuélveles la ropa… “so animal”!
Entonces, “El Colilla”, viendo que estaba de nuestra parte, le gritó:
—¡Dígale a don Santiago que se llevan a su hijo al calabozo!
“Farfolla”, a la vista de que la situación se complicaba, optó por apelar a la prudencia:
—¿Quién es el hijo de don Santiago?
—Éste —contestamos, señalando a Jaimito—.
Allí mismo nos devolvió la ropa y, muy agradecidos, todos le estrechamos la mano. Bueno, todos menos Jaimito que, como era el más pequeño, se la besó como si fuera el cura.
Moraleja: Cuando las cosas se complican, queridos niños, se vive mejor y más seguro apelando a la sensatez y la prudencia.

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