13-01-2011.
Habían pasado dos o tres cursos. Era primavera en el campo andaluz y en nuestro corazón de doce o trece años. A las tres de la tarde ‑¡vaya hora!‑, daba comienzo la clase de Francés. Después de rezar el Ave María, Je vous salue Marie… naturelment en français, nos poníamos en corro o en fila. Los primeros ‑Serrano, Ruiz Roa, Valenzuela, Antonio Montes, Del Río, Valcárcel‑ muy próximos, encima casi de la mesa del profesor. Los demás, de espaldas a la fila de ventanas que daba al patio de los pequeños. Uno tras otro, en rigurosa procesión, adaptándonos al ángulo recto de la pared, como el agua al recipiente, descansábamos en ella nuestra pereza de adolescentes. De forma premonitoria, el farolillo rojo venía a caer junto a la puerta de la clase.
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