Tradición

23-11-2010.
Estamos a un mes de la Navidad y ya empezamos a vivir los prolegómenos de la tradición más popularmente arraigada de nuestra cultura cristiana. Toda tradición está íntimamente imbricada en las raíces de un pueblo, es la esencia de su cultura y la seña de identidad de una comunidad humana, de tal modo que, si llega a perderse, desaparece gran parte de su característica social.

Ignoro cuántas generaciones deben sucederse en la conmemoración de algo para que pueda considerarse tradición, ese rito casi sacramental que se luce con marchamo de prestigio y es objeto de mimo y respeto. Ninguno de nosotros podría certificar que cualquier ente o evento contemporáneo nuestro vaya a trascender al futuro y formar parte de la tradición de nuestro pueblo; para eso hace falta tiempo…
Quizás en este mundo, de creciente globalización, con una inmediatez de vértigo en el intercambio de comunicaciones y conocimientos, la tendencia sea el corrimiento o “importación-exportación” de las tradiciones más ancestrales entre pueblos. Puede dar la impresión de que estamos abocados a la homogeneización de culturas y tradiciones. Un supuesto que se confirma si examinamos las conmemoraciones festivas en las que ya estamos inmersos, que se inician con Todos los Santos y terminan bien pasados los Reyes. Así, se nos ha colado “Hallowwen”, una tradición anglosajona en la que se evoca a los muertos con disfraces terroríficos y que siembra el pánico entre los niños, y no tan niños. Mientras, aquí, hemos presenciado la desaparición de los puestos callejeros de castañas asadas y no se le augura mejor porvenir a las deliciosas gachas con tostones, hechas al calor de las ascuas de leña de oliva, dignas de figurar en la carta de postre de los más afamados restaurantes de nuestra querida Ciudad de los Cerros. Y qué hablar de la inmigración a estos lares de Papá Noel, un vejete intruso y regordete, con cara de molondro y bastante cursi, calificativos de los que no se le puede eximir ni por su pretendido arrojo de querer trepar por las ventanas. El abeto de Navidad es otro advenedizo, de origen escandinavo, que ya ha adquirido carta de nacionalidad después de sesenta años de su incursión en estos cerros. Pidamos a Dios que no desaparezcan los belenes, ni que los Reyes Magos sean transmutados en Reinas Magas, ni el buey en vaca, ni la mula en mulo, por aquello de la “paridad de sexo”, y así podríamos continuar hasta el colmo de los disparates.
Pero como «Hasta san Antón, Pascuas son», dice nuestro refranero, al paseo Mercao nos vamos a la hoguera, que todavía goza de buena salud (por muchos años, sea) para rematar las fiestas al amor de la lumbre, con una buena rosca de buñuelos. Sí, buñuelos; los mismos que en otras partes se les llamaba «tallos, tejeringos, porras, calentitos»… Se ha generalizado el nombre y ya no hay buñolerías; hay churrerías y churros. Se ha perdido la identidad. Siempre hemos llamado “churros” a esos incansables peones que trabajaban en los desaparecidos y tradicionales molinos de aceite, cuyas vestimentas llenas de churretes (quizá de ahí derive el apelativo) acusaban la brega que mantenían a lo largo de todo el proceso de transformación de las aceitunas en el preciado “oro líquido”.
Finalizo con una petición a sus majestades, los Reyes Magos: por favor, vuelvan a poner el letrero de “Feliz Año Nuevo”, seguido de los guarismos del año entrante, en el campanario de la Torre del Reloj de la Plaza Vieja, adonde acudí por primera vez a comer las uvas con mis padres en el año 1952.

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