11-11-2010.
Pensando en una persona que se me va para siempre
Algunos dicen en público: «Yo no creo».
Bueno, asunto tuyo. Pero, ¿tú quién eres?
¿Qué eres tú ante los miles de millones de galaxias y de los miles de millones de estrellas de nuestra sola Vía Láctea? ¿Eres consciente del factor de escala?
Bueno, tú eres tu cerebro. El resto del cuerpo, ni cuenta. Es como un trípode para tu cabeza.
¿Y qué es tu cabeza? Un agregado de neuronas, tan numerosas como los granos de arena de la costa mediterránea española. Haz la cuenta y te saldrá. Pero tienes una increíble arquitectura neuronal que te hace posible el gran salto, la fantástica audacia de pensar en más allá de los orígenes del universo.
Producto todo de combinaciones de estructuras bioquímicas gobernadas por la evolución creadora. Estupendo. La respuesta nos deja tranquilos. Más bien, nos tapa la boca y nos intercepta el camino de la interrogación.
Pero, tan atascados estamos como ante la maravilla del crecimiento del embrión.
¿Leyes biofísicoquímicas que ignoramos? ¿Leyes, producto último de azares combinatorios?
Dejémoslo así. Hagamos tablas.
Sea el Azar. ¿Y qué es el Azar? No lo sabemos. Tampoco sabemos qué es Dios. En algo se parecen. ¿A ver si el Azar va a ser otro nombre de Dios? ¿Un descriptor más, producto de nuestra astronómica ignorancia y nuestra ultramicroscópica insignificancia?
Quedemos en hacer tablas. De Dios no sabemos si existe por la vía estrictamente racional. Pero, mala suerte, tampoco podemos demostrar ‑absolutamente no‑ que no exista.
Es, ahora, cuestión de decisión personal. Definitivamente. Una apuesta como la de Blaise Pascal.
Ante esta ambigüedad, a mí me conviene que haya Dios. Tú haz lo que quieras. Y quizás peor para ti.
A mí se me está muriendo estos días un ser muy querido. Mejor que haya Dios y que esa persona vaya a sumergirse en el “Océano Desconocido del Ser”. Ella, esta persona, lo ha querido querer toda su vida: a su Dios. ¿Cómo la va a recibir sino con ojos de bondad?
Mi libre elección de admitir que Dios existe, de algún modo, me tranquiliza.
Dios, a mí, me resuelve muchas papeletas para tirar viviendo. Por ejemplo, me da razones para comportarme lo mejor que puedo con los demás. Unos fundamentos de la moralidad que no encuentro tan fácilmente en las pamplinas que los humanos nos hemos fabricado, como el imperativo categórico kantiano o las explicaciones socio‑psicológicas actuales. (Y perdón por estas alusiones “cultas”).
La idea de Dios me apacigüa ‑que no me extingue‑ muchas preguntas que me queman, como la desesperante injusticia en el mundo, el hambre, el dolor innecesario, la muerte de los seres que quiero.
Allá él, todo el que dice en público que no cree en Dios. Yo he escogido.
Pero mi Dios no es un anciano Señor que tiene barbas. Y sobre todo, léeme con atención, está libre de todas las opresivas y sucias adherencias histórico‑culturales que se le han ido colgando a lo largo del tiempo.