Las décadas, 30

13-08-2010.
60/70, IX
Lo mismo que no le duró mucho el trabajo a Antonio Pacheco en la Maison du Peuple «limpiando asquerosidades», tampoco le duraría el de repartidor de periódicos por el barrio Les Daillettes. Y no fue porque le asustaran los rudos inviernos friburgueses ni porque se sonrojara a veces cuando, subiendo por la Route de la Fondérie, se cruzara con algunas compañeras de la Facultad; sino que los 275 francos suizos mensuales apenas si le bastaban para pagar la parte que le correspondía del alquiler del apartamento amueblado que compartía con Javier Tobajas, José Lauro y Gonzalo Maroto.

Había, además, que ingresar en el fondo común los francos necesarios para el sustento mensual y, sobre todo, había que ahorrar algo para poder pagar la matrícula de estudios universitarios y el obligatorio permiso de estancia que exigía la policía a los estudiantes extranjeros. La compra de vestimenta interior (calcetines, bufanda o zapatos) no era de primera urgencia. El resto (algún paquete de cigarrillos, el café o la cerveza del fin de semana) sólo era secundario. Y siempre, al acecho de encontrar un pequeño empleo compatible con los estudios ‑por ejemplo, de lavaplatos los domingos en un restaurante o de suministrador de bizcochitos, en un tee-room, a señoras entradas en edad‑, que les proporcionara los francos necesarios para cubrir los gastos de cada mes. Durante años, vivieron en la precariedad, la urgencia y lo provisional. Pero era esta una situación que nunca les amedrentó; antes al contrario: comprobar, un mes tras otro, que lograban superar cualquier tipo de vicisitudes, les estimulaba y enorgullecía. Algunos decían, de ellos, que vivían en una eufórica inopia. Tal vez.
Sentados los cuatro a la mesa del pequeño salón, saboreaban la excelente paella ‑arroz con pollo más una pequeña porción de calamares y de gambas‑ que Javier Tobajas había preparado. Él no tenía las mañanas ocupadas en repartir periódicos ni que pasar las noches en blanco, trabajando de vigilante nocturno. Desde que colgó la sotana, Javier era el único que no necesitó trabajar para pagarse los estudios. Sus padres, que aceptaron ‑aunque a regañadientes‑ su abandono del seminario, le enviaban cada mes desde Calahorra un pequeño giro que le servía para solventar lo que él llamaba los «Gastos generales de estudios y mantenimiento»; el resto, que no era poco, procedía del fichaje que le había ofrecido el FC Friburgo, cuyo equipo militaba en la Segunda División nacional. Javier vivía desahogadamente e incluso se había comprado un Volkswagen de segunda mano. La paella que estaban saboreando era, de hecho, un regalo de Javier. Ahora salía con Helene, una preciosa enfermera inglesa a la que conoció en el hospital, cuando fue a curarse de un pequeño esguince de tobillo. Cuando alguna noche no volvía a casa y le preguntábamos dónde la había pasado, nos respondía punteando las sílabas y con su aniñada sonrisa: «¡Joder, qué tetas tiene la inglesita!».
El destino de Javier Tobajas sería como el de un Ícaro: dejó el seminario ‑argumentando con la ingenua sinceridad que le caracterizaba‑ «Porque he perdido la vocación, porque me gustan las chicas y porque estoy harto de autosatisfacerme». Pero, en nuestra amistosa intimidad, argüía que nunca supo exactamente qué era eso de tener vocación religiosa; que si llevaba de seminarista tantos años fue porque, cuando acababa de cumplir los doce, sus padres lo ingresaron en el Seminario de Calahorra donde, sumido en el ritmo cotidiano de deberes religiosos y tareas estudiantiles, no tenía ni la edad ni la posibilidad de interrogarse sobre un futuro que parecía estar ya trazado. A él sólo le incumbía dejarse llevar, es decir, hacer bien lo que le mandaban hacer y no hacer lo que estaba prohibido. Pronto, el espíritu gregario se iba imponiendo. Él se sentía ser y pertenecer a esa comunidad religiosa y, como un barquito más, se dejaba arrastrar por aquella poderosa y secreta corriente. Las primeras dudas, que pronto se convirtieron en insospechados interrogantes, surgieron en Roma, durante aquel semestre de cursillos previo a los estudios de Teología en la Universidad de Friburgo. En un solo paseo por la Piazza di Spagna o la Fontana di Trevi, Javier descubría una explosión de dinamismo, de vitalidad, que eran impensables en su cerrada Calahorra. La confirmación de que quería conocer esa cara de la vida, que parecía estarle vedada, la tuvo en Friburgo, en la Universidad: hablando con compañeras y compañeros, tomando café o cerveza con ellas y ellos en el campus universitario o en cualquier bar de la ciudad; y resistiendo e intentando interpretar aquellas miradas insinuantes de las chicas, a las que hasta entonces había vuelto la cara.
No fue fácil convencer a sus padres. En cambio, con su superior en Friburgo fue una charla de puro trámite, aunque le echó en cara los años que había estado beneficiándose de la Orden. «Yo se los agradezco, pero me voy».
Javier cambió inmediatamente los estudios de Teología por los de Ciencias Económicas y a estos, el semestre siguiente, los sustituyó por los de Medicina, porque descubrió en él el deseo de ayudar a combatir le enfermedad y el dolor: «Cuando termine los estudios de Medicina, volveré a mi tierra y seré médico rural en la Sierra de Comeros». Como jugaba al fútbol, de manera excelente, en el equipo de la Universidad, destacó tanto en los campeonatos interuniversitarios suizos que los dirigentes del FC Friburgo le ofrecieron un fichaje que satisfizo con creces las expectativas de Javier. Ahora, en pleno invierno, su quehacer se limitaba a seguir los cursos en la Facultad de Medicina y salir con Helene, la enfermera que trabajaba en el hospital. Alguna vez nos dijo, tímidamente, que Helene le había propuesto que se fuera a vivir con ella a su piso. Lo estaba pensando. Como también lo estaba pensando José Lauro que, desde hacía un tiempo, se había encariñao con Concepción Rull, Conchi, la valenciana amiga de Chimo. Era, sin embargo, algo impensable para Gonzalo Maroto y para Antonio Pacheco, porque sus respectivas amigas eran suizas y vivían con sus familias en Friburgo.
Cuántas cosas habían cambiado en sus vidas desde que llegaron a Friburgo. Pero ellos, constantemente se proyectaban al futuro. Recordaban el pasado como un rosario de anécdotas sin ninguna nostalgia. El tiempo vivido en Suiza era para ellos como una suma de algaradas, sin demasiada importancia; incluso para José Lauro y Gonzalo Maroto, que estaban considerados prófugos, por no haber tramitado a tiempo la solicitud de prórroga, por estudios, del servicio militar; ante tal situación, que algunos consideraban de graves consecuencias, ellos decían estar dispuestos a renunciar a su nacionalidad y se sentían orgullosos de no haber hecho el servicio militar bajo una dictadura. «Franco no es eterno y la situación cambiará en España antes de lo que pensamos. Entonces regularizaremos nuestra situación».
Para todos ellos, mucho de lo que ocurría en Suiza, mucho de lo que les estaba sucediendo en Suiza, aunque no desprovisto de interés, parecía tener algo de provisional, de sumamente pasajero, de constante encrucijada en la que, de vez en cuando, había que elegir antes de zambullirnos en el laberinto de la vida adulta.
Poco a poco, sin embargo, se iba abriendo camino en ellos la conciencia de que ese futuro estaba a dos pasos. El hecho de que muchas cosas hubieran cambiado en sus vidas, desde que llegaron a Suiza, era significativo de que lo que entonces percibían como un horizonte lejano, ahora se les estaba echando encima. Todo tenía un límite y los plazos se iban consumiendo. Y los plazos los determinaban los exámenes. Ahora bien: terminar los estudios universitarios con un diploma de licencia o de doctorado en el bolsillo, los conducía a una encrucijada que nunca habían previsto. Si volver a España, diplomados, era la meta que correspondía al proyecto inicial que los lanzó a la aventura, ahora, a algo más de un par de semestres de esa meta se interrogaban individualmente qué camino elegir. Y recordaban el poemita de Antonio Machado, cuando aquel día de diciembre se sentaron los cuatro por última vez a la mesa del saloncito para decirse que «Se hace camino al andar», pero no necesariamente juntos.
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