23-07-2010.
Mi estancia en la iglesia de El Salvador de Úbeda fue de varios años. Primero entré de seise. El cometido era muy corto: por la mañana, de ocho a ocho y media, cantábamos durante la misa, que a diario se celebraba, los seis niños que componíamos el grupo.
Vestíamos nuestra sotana negra y la sobrepelliz blanca, y varias veces salíamos al centro del coro para cantar en grupo. Después de la misa, subíamos a la Sala Capitular y el sochantre, que era Antonio Dueñas, nos daba lecciones de solfeo durante una hora. Los sábados y los días anteriores a fiestas teníamos vísperas e igualmente cantábamos de dos y media a tres de la tarde. A mí esto me agradaba. Lo que no me gustaba era tener que subir todos los días a la Sala Capitular, con el método Eslava, a dar solfeo. Eso lo veía muy difícil y complicado. ¡Cuántas veces me he lamentado y sigo lamentándome de no haber aprendido música, que tan a la mano tuve y desaproveché por ignorancia e inercia!
Llevaría varias semanas en el coro, cuando hubo una plaza de monaguillo y enseguida me cambié. La remuneración económica del monaguillo era parecida a la del seise. Sólo que no tenía que cantar ni solfear después de la misa; pero, a cambio, tenía que madrugar más, subir a la torre a tocar a misa, encender las velas del altar, abrir las puertas y, los sábados, después de vísperas, ayudar a bendecir el agua para las cuatro pilas de mármol que había a la entrada y que teníamos que fregar con piedra pómez antes de depositarla ya bendita. El casi a diario, muy de mañana, tener que subir al primer piso de la torre a tocar a misa no me agradaba mucho, pero había sido una decisión mía y tenía que aguantarme y resignarme. Encendía un cabo de vela y procedía a subir la escalera hasta el primer piso donde, del techo, pendían tantas cuerdas como campanas había en la torre.
A veces, la vela se apagaba por el aire encañonado que circulaba y, a tientas, subía o bajaba por la escalera espiral. La puerta de la torre estaba junto al altar de la Magdalena, en su capilla. Yo no entiendo de arte, ni de estilos; lo que sé es que era un altar giratorio precioso. En Semana Santa, se le daba la vuelta y el cuadro de la Magdalena se ocultaba y aparecía otro altar diferente, cuyas tallas en oro eran una filigrana, según escuchaba decir a turistas y entendidos en esta materia.
En ese altar, por el lateral izquierdo, había una puerta muy bien disimulada. En su interior, por detrás, pendía una escalera de cuerdas de cáñamo con travesaños de palo, que servía para subir y bajar cuando había que limpiar de polvo y ponerle velas al altar en Semana Santa, pues allí se ponía el monumento al Santísimo. Todo lo que en esa majestuosa iglesia había de mérito, en ese bello recinto, un mal día, la incultura y el odio se encargaron de hacerlo desaparecer. Todo lo que en su interior olía a arte y cultura, el hacha y el fuego lo destruyeron.
Era domingo. Yo, como todos los domingos, desde que trabajaba en Casa de Biedma, acudía en unión de los demás aprendices, hacíamos sábado en el taller y mandados a la señora. «¡Vamos a por agua a la Alameda!», y esperábamos a que el jefe se levantase y, cuando bajaba, a todos nos daba un real, que cogíamos con mucha alegría, pues nos aseguraba el cine y las chucherías.
Cuando bajábamos por el Real, vimos subir a una legión de incontrolados vociferando y muchos, con mofa, se ponían estolas de bufanda, casullas y dalmáticas arrastrándolas, capas luciéndolas con guasa. Y la chiquillería, tocando pitos que yo conocí enseguida, porque eran del recién arreglado órgano de El Salvador. Las turbas que venían del Paseo Bajo se dirigían a la Plaza de San Pedro. Nosotros los seguimos y vimos en el centro de la Plaza una gigantesca hoguera, alimentada con santos reclinatorios, paños de altares y todo lo que esa descontrolada horda encontraba a su paso. Nos bajamos al Paseo Bajo o Plaza de Santa María. Allí, las escenas se repetían. Por la puerta principal de El Salvador, abierta de par en par, salían y entraban con premura. Unos, cargados con bancos del coro; otros, con santos y vírgenes; y todos dando voces y órdenes en una confusión total, pero con el mismo objetivo: destruir, sin pensar en las consecuencias que eso traería. Hoy, que el turismo tiene tanto auge, si en Úbeda pudiéramos enseñar ese patrimonio que nuestros mayores nos legaron y lo tuviéramos intacto, sería una fuente de ingresos para nuestra ciudad y generaría muchos puestos de trabajo, pues no enseñaríamos sólo una ciudad muy artística, muy bonita, pero con el interior y el exterior de sus templos mutilados.
El órgano de El Salvador, de los varios que había en las parroquias de Úbeda, era el mejor y más moderno que existía en nuestra ciudad. En aquel entonces, para que el organista tocara, tenía que tener otra persona que accionara el fuelle y entonces eso marchaba. A El Salvador, cuando yo estaba, vino un señor alemán, joven, alto, rubio que se encargó de poner a punto ese magnífico instrumento musical. Lo electrificó, puso un interruptor por encima del teclado, a su derecha, muy bien preparado para que Román, el Ciego, que era el organista entonces, no corriera ningún riesgo al proceder a su uso. El gigantesco fuelle que había por detrás del órgano, ubicado en una de las habitaciones que dan cara a la Redonda de Miradores, ya no necesitaba fuerza humana para inflarlo. La electricidad se encargaría de hacer esa función.
En esas fechas, se daba la paradoja que el campanero era también ciego como su mujer. Ese hombre invidente, Francisquito, andaba todo el recinto como si vista tuviera. Para subir a la torre, entraba por la puerta principal de la iglesia y a su derecha había, y hay, otra puerta, cuyas escaleras dan directamente al coro. Subía otras cuantas escaleras y atravesaba varias dependencias. En una de ellas estaba el fuelle del órgano. Seguía hasta llegar al primer piso de la torre. Allí cogía las cuerdas que pendían de los agujeros del techo, que venían atravesando los pisos desde el campanario, las ataba unas a otras y él se situaba en el centro. En cada mano cogía dos cuerdas de las cuatro campanas que usaba para doblar y hacer otros toques: el esquilón y la pesada campana del reloj se usaba para tocar a misa. Con qué maestría la campana emitía unos sonidos armoniosos y tristones que parecían anunciar que un alma dejaba de existir y, por lo menos a mí, me inundaba de tristeza y melancolía. Las cuatro campanas y el esquilón, en esos días de revolución y desorden, como todas las de los campanarios de Úbeda, fueron arrancadas de las torres y espadañas y lanzadas al vacío para hacer material de guerra. La única que se salvó de ese expolio fue la campana del reloj de la iglesia que aún hoy sigue dando la hora. Yo tuve el placer de repicarla muchas veces.
Un día después de la misa, los albañiles levantaron la losa de mármol que hay en el centro de la capilla, a la entrada de la verja que divide ese sagrado recinto en dos (esa verja durante la guerra estuvo fraccionada y casi abandonada en los viejos). Mi hermano Juan era el monaguillo mayor y yo el segundo. Decidimos no ir al colegio ese día para ver lo que había en su interior. Los albañiles, el sacristán y varios de los que componíamos la plantilla bajamos por unas escaleras de húmedas piedras que conducían a una amplia sala circular, donde se respiraba un aire húmedo, con un olor a moho insoportable. En el centro de esa sala o sepulcro, había dos arquetas de piedra labrada, donde reposaban los restos de los fundadores de todo ese complejo sagrado. Las piedras de las arquetas se veían más claras, denotando que fueron hechas posteriormente, bastante después de sus muertes. En cada una de ellas había una inscripción con el nombre: una de don Diego de los Cobos, otra de doña María de Mendoza. Alrededor de ese recinto sepulcral había un poyo de la misma piedra, de unos cincuenta centímetros de ancho. En él, yacían varios esqueletos de familiares de los fundadores. Los huesos o los esqueletos estaban todos intactos. El transcurso del tiempo no los había descompuesto. Sí se veía que habían sido personas muy altas. Yo, esa experiencia la viví gracias a que éramos varias personas y casi todas adultas. Esa noche apenas dormí, pues no se me iban de la imaginación tan macabras visiones. De esa iglesia a mí siempre me ha encantado todo, y sufrí mucho viendo su expolio. Parece que es algo mío y me encuentro muy a gusto, sabiendo que es el mejor monumento que tenemos en este, mi querido, pueblo. Desde niño, pensaba y soñaba que, si esta iglesia tuviera otra torre simétrica, sería lo más bello que existiría para mí.
Un día del pasado año, estaba afeitándome en la peluquería que hay en el Rastro cuando, al mirar al espejo, vi en él un almanaque con una fotografía de El Salvador y, cuál no sería mi sorpresa, al ver que la torre la tenía en su lado izquierdo. Me quedé un poco confuso y desconcertado. «¡Si esto no puede ser!», me dije interiormente. Entré de nuevo en razón, volví la cabeza y ya vi la torre en su sitio. Mi gozo duró sólo unos segundos.