Las décadas, 26

24-07-2010.
60/70, V
La ubicación del bar restaurante El Plaza era óptima, porque allí confluían las cuatro arterias principales de Friburgo y porque, orientado hacia el sur, los clientes podían disfrutar todo el día de una envidiable luminosidad bajo las carpas de la amplísima terraza.

Además, el interior tenía una disposición muy original con respecto a los demás establecimientos de Friburgo: al salón, con barra al fondo, se accedía por una gran puerta‑cristalera, de la que arrancaban, a la izquierda, unas escaleras laterales que conducían a la galería del primer piso, la cual, como una gran balconada abierta, parecía estar suspendida sobre el salón; así, nada más acceder por la entrada, el cliente tenía la impresión de encontrarse en una sala de teatro en la que todos eran a un tiempo personajes y espectadores.
Los Lasa, Mikel y Lourdes, y Antonio Pacheco estaban sentados en una de las mesas de la galería. Mientras esperaban la llegada de Concepción y de Raimon, hablaban de cómo Javier Tobajas y otro de los seminaristas mejicanos se habían quedado al cuidado del niño. La mujer de Mikel, Lourdes, parecía distraída, observando a los comensales de la planta baja cuando, de pronto, golpeando la mesa con los nudillos y señalando a alguien de la planta baja, preguntó:
—¿Pero no es aquél Chimo? Sí, sí: aquel de la camisa blanca que lleva un ramo de rosas en la mano y un foulard en torno al cuello.
Volvieron la mirada hacia donde señalaba Lourdes y, efectivamente, vestido con una ancha camisa blanca de algodón, suelta como el roquete de un prelado, y con un largo foulard de seda color caña en torno al cuello, el llamado Chimo iba de mesa en mesa repartiendo flores con ostentoso gesto, al tiempo que sonreía y pronunciaba algo ininteligible. Unos clientes lo miraban sorprendidos; otros le devolvían una sonrisa desganada y, con un rápido movimiento de la mano, le hacían comprender que se alejara de la mesa; sólo algunas mujeres recibían con agrado la rosa blanca que les ofrecía Chimo. Al tiempo que un camarero se dirigía hacia él con determinación y mala cara, Chimo alzó su mirada, vio a sus amigos que con gestos de la mano lo invitaban a subir y, saludándolos con el ramo de rosas en alto, ascendió por la escalinata hasta la mesa. El camarero los miró y se dio entonces media vuelta.
Joaquim Roca de Vallbona, Chimo, era el hijo mayor de una acaudalada familia valenciana y muy amigo de Concepción Rull, Conchi, como él la llamaba. Había llegado a la Universidad de Friburgo hacía tres años. Con el cheque que mensualmente recibía de su familia, Chimo se pagaba la matrícula universitaria y el pequeño apartamento en donde vivía. En cambio, todo lo que se refería a vestuario y comida se lo costeaba él mismo, trabajando de camarero por las noches en diferentes establecimientos de la ciudad. Estudiaba en la Facultad de Letras y preparaba una tesis de doctorado sobre el teatro de Buero Vallejo.
—Ya tengo el título —jubilaba gozosamente—. La tesis se llamará La luz y la oscuridad en el teatro de Buero Vallejo. Cuando se tiene el título, el resto no consiste más que en desarrollar lo que en él está ya de manera concentrada y simbólica.
Alto, enjuto, con la piel muy pálida e incipiente calvicie, Chimo era conocido en los medios estudiantiles por su gran locuacidad, entrecortada a menudo por fuertes risotadas que hacían volver la cabeza.
Chimo llegó a la mesa donde estaban sus amigos; los saludó ceremoniosamente y se sentó al lado de Lourdes, no sin antes haberle besado la mano con delicadeza y ofrecido una rosa blanca, diciéndole:
—Cultivo una rosa blanca…
—Gracias, Chimo. ¿Era ese poema de Martí lo que le decías a la gente? —preguntó Lourdes—.
—No: les decía Faites l’amour et pas la guerre; es una frase que me han enseñado mis amigos hippies de París.
Y enseguida les contó con su habitual torrentera de palabras que había estado en Madrid unos días para asistir a la representación de El tragaluz de Buero Vallejo.
—¡Extraordinario!, ¡magnífico!: sin duda, hasta ahora, la mejor pieza de Buero junto con El concierto de san Ovidio y En la ardiente oscuridad.
Sin dejar lugar a réplica, Chimo continuó diciendo que a la vuelta de Madrid estuvo en París y participó en la manifestación de los estudiantes de la Universidad de Nanterre.
—No os podéis imaginar lo bien que habla Cohn-Bendit y cómo dejó sin palabra a Missoffe, el ministro francés de la juventud. Este chico va a meter a De Gaulle en un atolladero. Si no, al tiempo; que este mayo ha sido muy caliente —comentaba mientras colocaba su blanquísimo foulard de seda sobre el respaldo de la silla—.
A la mirada cargada de curiosidad de Lourdes, Chimo respondió:
—¿Te gusta? Es muy tendence entre la gente chic de París. Me lo he comprado en la tienda que tiene Coco Chanel cerca de Notre-Dame. Y a mi amiga Conchi (sólo Chimo llamaba así a Concepción Rull) le he traído una minifalda beige y un perfume que me encargó.
—Pues precisamente la estamos esperando a ella y a su amigo Raimon para cenar juntos.
—¡No me digas, no me digas, Lourdes! ¿A Raimon el cantautor? —preguntó Chimo, abriendo grandes los ojos y dándose una palmadita en el muslo—.
—El mismo —confirmo Lourdes—. Ya estarán al llegar, porque llevan casi media hora de retraso.
— ¡Ah! Pues entonces quiero que me vean con mi foulard puesto. Sobre todo Raimon.
Y Chimo giró rápidamente la cintura, asió su foulard con los índices y pulgar de cada mano, se lo colocó de manera equidistante en el cogote y finalmente se lo anudó con parsimonia en torno al cuello.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Lourdes con los ojos entornados—.
—Te va de maravilla, Chimo: de maravilla.
Chimo era consciente de que su llamativa manera de vestir, su andar a pasitos cortos e ingrávidos, así como sus aparatosos modales y risotadas eran manifestaciones categóricas de su evidente afeminamiento. Quizás esta fuera una de las razones, si no la razón principal, por la que «huyera» ‑como él decía‑ de España.
—Allá —contaba—, me hacían la vida imposible. Es que no podía ni salir a la calle —agregaba, dándose una palmadita en el muslo—.
En Suiza, en cambio, se encontraba cómodo con sus amigos universitarios. No así con los emigrantes españoles. Cuando tres años atrás llegó a Friburgo, evitaba pasar por delante de las terrazas en donde emigrantes españoles estaban sentados, porque le silbaban y le gritaban:
—Zape, sarasa: ten cuidado, que con esos andares vas a perder aceite.
—Eres más mariquita que un palomo cojo.
Esas burlas mordaces habían conducido a Chimo a una enorme depresión, que le obligó a darse de baja de la Facultad durante un semestre para poder seguir un tratamiento en el hospital psiquiátrico Bonne Fontaine de Friburgo. A la salida de Bonne Fontaine, Chimo parecía otro. Ya no escondía su homosexualidad: antes bien, la reivindicaba con valentía y, a veces, incluso con descaro. Ya no evitaba las terrazas en donde sabía que estaban los emigrantes españoles tomando cerveza. Y, si alguna vez pasaba al lado de una de ellas y empezaban a abuchearlo, se plantaba delante de ellos con una sonrisa desafiante y las manos en la cintura, hasta que se callaban quizás porque, a la postre, comprendían que estaban haciendo el ridículo ante la clientela suiza. Entonces Chimo, saludaba inclinando levemente la cabeza, se daba media vuelta y seguía su camino. «Además de groseros… ignorantes ‑se decía‑. Si alguna vez leen El hombre unidimensional de Marcuse, comprenderán que la verdadera revolución sexual está ya de camino».
—Te va de maravilla, Chimo, de maravilla.
—Y a vosotros, los hombres, ¿qué os parece?
—Excelente —dijo Mikel Lasa—.
—Cojonudo —añadió Antonio Pacheco—.
Apenas Chimo reprochó «¡No seas grosero, por Dios, Antonio, no seas grosero!», cuando Lourdes señalaba hacia la puerta diciendo: «Ahí llegan por fin nuestros valencianos».
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