Las décadas, 21

28-05-2010.
Mágina, 21
Aquel día de agosto, a media mañana, se oyó tocar suavemente con los nudillos de la mano en la siempre entreabierta puerta de atrás y luego preguntar: «¿Se puede?», y enseguida la tía Angelita fue hacia la puerta, secándose las manos con el mandil, y gritó:
—¡Que están aquí las de Francia! ¡Que ha llegado la prima María Gracia con sus niñas!

Luego se oyó un alboroto de besos, lágrimas y abrazos, entrecortados por algún suspiro: «¡Ay, por Dios, qué alegría, cuánto tiempo!»; «¡Pero si parece mentira!»; «¡Hay que ver lo bien que estás; pero si no ha pasado el tiempo por ti!»; «Pues vosotras estáis también muy bien»; «¿Y estas son las niñas? ¡Pero qué bonitas están!»; «Anda, María, dale un beso a las titas; y tú también, Antonia»; «Claro, Pepe se ha tenido que quedar… A ver si otra vez…»; «Iros al patio, niñas, que allí está el primo».
Las primas francesas tenían una piel muy fina y clara, y el pelo casi rubio. Vestían unas rosadas falditas de organdí y llevaban calcetines blancos de media pierna. Tenían menos de doce años. Entre ellas se expresaban en francés, por lo que el primo pudo comprobar, al respecto, los límites de sus conocimientos obtenidos en el internado. Es por lo que, cuando los tres primos intentaron entablar un diálogo, se impuso la necesidad de expresarse en español. Ellas hablaron del largo y penoso viaje, de las familias que habían visitado en Madrid y en Montoro, de que allí les gustó mucho el Guadalquivir y los olivos. Recorrieron la casa, volvieron al patio, observaron los arriates, la parra y el pozo, al que se asomaron con curiosidad y sorpresa; cuando el primo les preguntó por su padre, se ponían tristes, bajaban la cabeza y entonces respondían mayormente en francés: «Il était républicain, il est comuniste, “rojo”; Franco ne le laisse pas passer la frontière…». «Naturalmente ‑exclamaron‑, a la vuelta, todo se lo contaremos a papa, spécialement le séjour à Montoro». Y María, la mayor, te enseñaba a ti, su primo, un pequeño bloc en donde, en francés, describía paisajes y refería anécdotas.
A ti te sorprendió, por encima de todo, la delicadeza y mesura en el trato, la voz suave con la que hablaban, preguntaban o respondían, en total contraste con el chaparrón de palabras, gestos y gritos con que se comunicaba la gente de Villajara.
En la comida, se saborearon morcillas, chorizos y salchichones del pueblo, el arroz con pollo, la sandía, melón o gazpacho, mezclados con risas y tristezas, en función de los recuerdos que emergían al filo de la conversación. La visita se hizo corta. Cuando doblaban la esquina de la calle Concejo con una canastilla repleta de embutidos, la tía María Gracia y sus dos hijas, Marie y Antoinette, sabían que ya no volverían a Villajara.
Este era el texto que, a modo de cuento corto, pensabas mostrarle al padre Nieto, cuando volvieras en septiembre al internado, para la recuperación del examen de Literatura. Sabías que al jesuita ex legionario le interesaba cualquier historia relativa a la Guerra Civil. Tu sorpresa fue, sin embargo, mayúscula cuando, al llegar al Colegio, te dijeron en la Información que sería don J. María Burgos, tu antiguo profesor de Literatura, quien se haría cargo del examen «Porque el padre Nieto ya no está», le dijo el vigilante de la portería, y añadió: «Don J. María Burgos te espera a las seis en su cuarto».
Cuando a las seis empujabas la puerta del cuarto de don J. María, este te propuso dar un paseo por la ciudad, porque te dijo:
—El examen no tendrá lugar, que yo sé lo que tú sabes de Literatura. Hablaremos de un proyecto que estoy preparando y ya me dirás lo que piensas de ello. Luego, si te parece, te invito a cenar en La Cultural y mañana vuelves a tu casa.
Durante el paseo te habló de que cada vez se entendía peor con el Rector, el Prefecto y el Padre Espiritual del internado.
—Esto no va a durar mucho —te decía, mientras bajabais por el Real—. Probablemente este sea mi último año en el Colegio, porque no estoy dispuesto a tolerar que hagan de vosotros un rebaño de corderos y porque ya estoy harto de la hostilidad y las pueriles putadas que me hacen Diego y el Prefecto. Voy a sentir mucho tener que abandonar la Segunda División: han sido para mí seis años de convivencia cálida y entusiasta que no serán fáciles de olvidar. Pero me voy. Esta vez no hay marcha atrás.
Te quedaste como enmudecido. No estabas acostumbrado a las confidencias de tu profesor. Para ti, don J. María Burgos era una especie de hermano mayor, de persona en quien podías confiar y a quien podías confiarte. Pero no que él te mostrara sus, por así decir, debilidades. Porque don J. María era el hombre fuerte sobre quien gravitaba toda la Segunda División, a saber, más de un centenar de muchachos que lo admiraban y que estaban dispuestos a hacer lo que él les pidiera, conscientes de que nunca la libertad de criterio de cada uno de ellos sería menoscabada.
Mientras os acercabais a La Cultural, te pareció ensimismado y triste. De vez en cuando, levantaba la cabeza y se quedaba pensativo, contemplando una calle, una fachada, una torre, una esquina, unas ventanas…; como si, calladamente, se fuera despidiendo de cada una de ellas.
Cuando os disponíais a cenar, te repitió aquello de:
—Te escribiré desde Valladolid; traigo entre manos un proyecto educativo ambicioso, cuya primera etapa se realizará en el extranjero; en ese proyecto ya está implicado un grupo de muchachos de la Segunda División. Ya te daré los nombres. Con ellos me he reunido, de modo casi clandestino, durante los dos últimos veranos, en sendos viajes en auto-stop. Te invitaremos al próximo.
Notaste que te invadía un sentimiento de orgullo, al verte pertenecer a un grupo de “elegidos” para participar en un proyecto pedagógico que, además, se estaba organizando de espaldas al control de las autoridades del internado.
—Pero hablemos ahora de otra cosa. ¿Cómo está tu familia? ¿Qué tal tu hermano Federico. Sigue siendo un chico tan brillante?
Le respondiste que todos en tu familia estaban bien y que tu hermano había obtenido una beca para la prolongación de estudios en el extranjero: en Alemania o en Suiza.
—Interesante —me respondió—. Y, ¿sabes en qué universidad?
—Pues, no. Pero se lo preguntaré a mis padres.
—Salúdalos de mi parte. Ah, ¿no me dijiste que habías inivitado al Coíno a pasar contigo la feria de tu pueblo? Pues mira, cuando el padre Nieto me pidió que me encargara de los exámenes de Literatura, porque él abandonaba el internado y, probablemente, también la Compañía, me entregó este cuadernillo que el Coíno había olvidado en el cajón de su dormitorio. ¿Se lo quieres devolver?
—Efectivamente —le respondiste—. Mi buen amigo Antonio Lanzat Muñoz vendrá a mi casa para disfrutar de la Feria de San Miguel. Lo he invitado, porque tengo una deuda de amistad con él y porque sé que él tampoco volverá al internado de la Safa… después de cinco años de estudios.
El cuadernillo era una especie de “Diario”, sin datación alguna. En él, Antonio Lanzat le contaba a su padre, propietario de un bar en Coín, diversas peripecias del Colegio. Lo leíste durante el viaje de vuelta a Villajara. Curiosa te pareció la última página escrita y titulada “Los menús de la Safa”. En un perfecto desorden, se relataba, de la manera siguiente, lo que comían los internos de la Sagrada Familia.
Desayuno, hacia las 9 h: Tazón con leche caliente y un pedazo de pan con un pegote de mantequilla, la mayor de las veces rancia. A partir de la Segunda División, la leche tiene un gusto raro. Se dice que es debido al bromuro.
Comida, hacia las 14 h: Muy a menudo, papas con bacalao, o mejor dicho, con raspas de bacalao. También ponen judías o garbanzos (que nosotros llamamos trompitos) o lentejas; los dos suelen tener “habitantes”. Al que le toca en las judías un trozo de chorizo es todo un acontecimiento. Y no veas cuando ponen huevos fritos con patatas. Nos volvemos locos por ese plato. O cuando nos ponen pollo, debido a alguna epidemia en la granja del colegio. A veces, ponen arroz caldoso. Cualquier comida está acompañada con pan en barras troceadas, raras veces tierno, porque casi siempre es de un día para otro, para que no nos lo comamos tan rápido. El pan lo hacen en el mismo colegio.
Postre: A veces ponen cacahuetes, una naranja, un trozo de pan de higo o una jícara de chocolate gordo. En grandes fiestas, había melocotón en almíbar al mediodía. Eran grandes latas de conserva. También había manzanas pequeñas.
Merienda: La merienda suele hacerse en el largo recreo de la tarde, entre cinco y seis. El “brigadier” y “subrigadier” suben de las cocinas con un saco, delante del cual desfilamos con resputuosa impaciencia y recibimos la merienda, que se compone invariablemente de pan (a veces unas inventivas variantes de tortas) con chocolate gordo o pan de higos. En un tiempo, hubo queso americano. Y, a veces, surge una versión jesuítica del milagro del pan y los peces: de unas cajas de zapatos mal atadas aperecen chorizos, chocolatinas, morcillas, queso manchego, conservas… procedentes de los paquetes enviados por las familias y que habían sido confiscados, para repartirlos en fraternal caridad involuntaria.
Cena, hacia las 21 h: Generalmente, una agüilla marroncete con cebolla, gotas de aceite flotando y algunas rodajillas de pan en el caldo. Esta cena suele alternar con algunos menús (lentejas, trompitos) sobrantes de la comida.
P. S.: Siempre comemos en silencio, salvo algún día especial, que creo era sábado, domingo o festivo. Nos leen, desde el púlpito, Corazón de cristal del padre Sobrino. También Oliver Twist y cosas por el estilo.
Cuando, a la caída de la tarde y reunidos en una caseta de la Feria de San Miguel, los dos amigos leyeron estos menús, se miraron fijamente un momento y una sonrisa amarga brotó de sus labios. El suave chocar de dos cañas de cerveza selló la historia de dos amigos que no se volverían a ver.
FIN DE LA SEGUNDA DECADA

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