Las ermitas, 4

06-04-2010.
Habrán comprobado los de Tumbas sin nombre que en Andújar no se nos puede tomar el pelo como a “piyayos” con nuestra historia, aunque tengamos santos extraños, tan extraños y mágicos como nuestro santo patrón San Eufrasio que, según la larga tradición ocultista de esta tierra, voló en un amén hasta Roma para evitar que el Papa cayera en la gloria de la lujuria.

Y una patrona, la Virgen de la Cabeza, hacedora de portentos y milagros como ninguna. Tan milagrosa, Ella, que hasta los socialistas y los comunistas, de ayer y hoy, han hecho tanto por su Santuario y el entorno como aquellos que hasta hace poco, sin reglas para su elección salvo las de tener las alforjas bien llenas, encabezaban la Cofradía; algunos de ellos, lejos del pueblo, que no todos.
No crean esos señores ocultistas que aquí sólo creemos en lo que se toca; también seguimos el camino de la fantasía. Pocas ciudades poseen el acerbo misterioso y enigmático de Andújar. Desde sus orígenes y asentamiento hasta el último episodio que tuvo por protagonistas a un hipnólogo y una vidente, nuestra historia es un cúmulo de hechos esotéricos, tan numerosos como desapercibidos o disimulados por quienes tienen intereses creados o heredados por los que callar.
Ignoramos la respuesta, pero sentimos que los indicios, los ecos, las llamadas insisten, a poco que hagamos silencio o caminemos hacia el norte, buscando las espadañas de esas ermitas, levantadas aún, restauradas, derruidas o desaparecidas, prefacios de ese otro gran y mayor misterio del Santuario de la Cabeza.
Comenzaremos hablando de San Ginés, el santo bajo cuya advocación se levanta la ermita más célebre en la actualidad, más aún, después de que el pueblo andujareño, a instancias, petición y esfuerzos de la Peña Romera Peregrinos del Alba, la levantase de nuevo, cerca de sus ruinas. Claro que, al menos que sepamos, hay dos santos de nombre Ginés.
Uno de ellos, Ginés, era un comediante romano. Cierto día, al observar la ceremonia iniciática de un bautismo cristiano, se le ocurrió el parodiarlo ante Diocleciano; incluso para darle más caché, se fingió enfermo. De Ginés podríamos decir que era actor de teatro, pues su misión era la de procurar divertimento al emperador de Roma; pero cierto día se atrevió, sin ser visto, a presenciar una de las ceremonias que los primitivos cristianos administraban a sus catecúmenos, sabiendo que la fuerza pública y las leyes romanas lo prohibían.
Creyendo que, si parodiaba aquel extraño rito, agradaría al César, se fingió enfermo y llamó a otros dos comediantes para que simulasen la ceremonia de la administración del bautismo.
Lo cierto es que, como solemos decir, fue por lana y salió trasquilado; pues, mientras los dos actores escenificaban perfectamente la ceremonia bautismal, Ginés, tocado por la gracia del Espíritu Santo, recibió el verdadero bautismo, vistiéndolo luego, según era costumbre, con impolutos vestidos blancos.
Para continuar la chanza, el Emperador y los allí presentes, entre grandes carcajadas y mofas, mandaron traer un ídolo de Venus, mientras indicaban a Ginés que, si ya era cristiano bautizado, lo adorase o se preparase para el tormento. Todos creían estar asistiendo a una farsa; todos excepto Ginés que, renacido a una nueva vida por el bautismo, se levantó del lecho donde se había fingido enfermo y, dirigiéndose a Diocleciano, dijo:
«Escuchad, Emperador y todos los que estáis aquí presentes, centuriones, filósofos, senadores y pueblo de Roma, lo que voy a decir:
Jamás pude oír el nombre de cristiano; antes al contrario, sentía horror al escucharlo y odiaba a mis propios parientes, porque profesaban la religión de un crucificado. Procuré, con vana curiosidad, espiar los misterios de los cristianos para que, imitándolos en público, el pueblo se divirtiese y burlase.
Pero ha ocurrido que, estando parodiando el bautismo, dentro de mí he sentido un terrible mordisco en mi conciencia por la vida que estoy malgastando en tantas maldades. Mientras me echaban el agua sobre la cabeza y me preguntaban si creía lo que los cristianos creen, levantando los ojos al cielo, vi una mano que bajaba sobre mí y vi ángeles con rostros de fuego que recitaban, leyendo un libro, todos los pecados de mi vida. Me dijeron que quedaría limpio si recibía el agua del bautismo, y así lo deseé. Luego, cuando cayó sobre mí el agua bautismal, vi las páginas del libro tan limpias, que ni una letra había quedado sobre ellas. Mira pues, Emperador, y todos vosotros, romanos, lo que es justo que haga.
Pretendía agradar al Emperador de la tierra y hallé gracia ante el Emperador de los cielos; procuré causar risa y mofa en los hombres y he causado alegría a los ángeles.
Por tanto, confieso desde hoy a Jesucristo por verdadero Dios y os exhorto a que todos hagáis lo mismo para salir de las tinieblas de las que yo he salido».
Al instante, Diocleciano ‑gravemente contrariado‑ mandó encarcelarle. Al día siguiente, le rasgaron los costados con uñas de hierro y le aplicaron hachas encendidas. Luego, el verdugo, le cortó la cabeza.
He aquí una muestra de esoterismo de alto valor, descrita por un mimo que, tocado por una fuerza invisible e inexplicable, pasa de lo negro a lo blanco, de las tinieblas a la luz, purificándose primero por el agua y luego por el fuego.
Ignoramos si el fundador de la ermita de San Ginés conoció la verdadera historia de este santo, del que algunos dudan que existiese; pero nosotros no dudamos de que, de los millones de personas que se han santiguado al llegar a este paraje, algunos habrán sentido esa llama que todo lo transmuta, ese soplo que todo lo borra y todo lo impele, esa llamada hacia la Montaña Sagrada, aunque tal llamada conlleve esfuerzo y sacrificio.

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