Prosa poética, 13

07-04-2010.
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Señorita primavera. Ideal, 26‑04‑1991.
Se la ve venir mucho antes de tiempo. No es que llegue antes, es que se la espera.
La aligeramos nosotros, la recreamos y la hacemos urgente. Como una doncella se acicala, sabiendo que está de buen ver y, tras hacer un respingo en el espejo, viene ‑amarilla y roja‑ a toparse de golpe con el almendro…, en el autobús…, desde la azotea de abril.

Al honorable don Invierno sigue esta pepona con cara de inocencia y cuerpo de deseo: la señorita Primavera.
Alteradora de sangres, tópico de poetas, emblema de lo juvenil…, piropo siempre.
Es la estación de la vida, según dicen; el tiempo del amor, según está escrito; la exhibición de paisaje, según se mire. Y como una gata mimosa, nos va arañando con sus gestos suaves, sus miaus íntimos y sus perfumes a campo lleno.
Como yedra trepadora se sube por tu esqueleto y empieza a moverlo ‑y a retozarlo‑ con ese cimbreo de canción afrocubana.
Primavera‑tesoro‑césped‑aguapuracristalina, escote primero despuntando el pecho ‑¡los pechos!‑ de cualquier rapariga.
Primavera ‑fiesta‑sevillananueva‑jazmín, paisaje frente al animal de los ojos.
Primavera, poema lamido en las orejas, sueño lento del tronco hacia las ramas. Primavera‑música‑latido‑compás‑argentina voz, trompeta de jazz caliente. Y a la vez saeta, lluvia, bodegón de cera.
Como nos canta un fado, la señorita Primavera es alma encontrada y noche de guitarra, luz bendecida en la moradia…, en donde el amor se nos halla y se nos brinda. Y, sin embargo…
«A veces el alba y tu sonrisa nos cogían desprevenidos,
como despistados peces,
mientras el café descorchaba su música latina».
Por eso dame licencia, señorita Primavera, para preferir el otoño. Y no te me enfades, coquetilla, porque prefiera la fruta a la flor, el viento al aire y el gris al verde. Que cada uno ha de tener sus gustos y apetencias. Sus rarezas.
No; no es que no te acepte tus guiños ni reconozca tu palmito. ¡Tonto estaría! Reconocido queda. Pero no me fío de ti.
Es tu risa quinceañera la que me descubre maduro para esos trotes; tu cándido rubor el que me denuncia picante; tus modales gráciles quienes contradicen mis bastas maneras.
Sé que sabes que muchos te cantan, alaban tus gustos, se rinden a tus deseos y solicitan tus favores. Y todo esto te agrada, claro. ¿A quién le amarga un dulce?
Y viene lo que viene, que estás muy mal acostumbrada, señorita, con tanto remilgo a la niña bonita.
Pero…, ¿por qué no vienes a todos y con el mismo baile, y con las mismas prendas? ¿Con quién te paseamos en esas tardes lentas de tu tiempo impecable? ¿Y cómo meterte mano sin salir trasquilado? ¿Disimularemos bastante nuestras arrugas para que no se nos note el color del colorete?
Yo sé que ‑como el sol‑ tú debes llegar para que la semilla aflore, para que el terrón se ablande y para que el corazón se sienta.
Y así nos vienes ‑como una hija retoño‑ a endulzarnos la baba, a enderezarnos las costillas y a tararearnos la melodía alegre de las tristes cantigas.
Pero insisto: ¿por qué no nos provocas a partes iguales y nos consumes con el mismo fuego y la misma mecha? ¿Para qué nos engatusas, y con tanta prisa, si a mitad de camino nos sueltas un desplante cuando ya empezábamos la faena?
¿Cómo ver tu verdadero rostro, pintar tu verdadero color, oler tu verdadero perfume y palpar tu piel verdadera sin que nos salpique la memoria de don Invierno, por ejemplo; o el cansino trajín del veranete; o la jugosa uva del honorable otoño?
Te oyes en tu Vivaldi preferido y te lees en aquella sonata de Bradomín. Te presentas, musical y cortesana, con tu espejo de cenicienta y tu vara de madrina.
Te paseas entre jardines de geranios reventones y nos lanzas un beso furtivo, un clavel sin solapa, una rosa de espinas y hasta, tal vez, un clavo ardiendo.
Pero yo sé que, como en aquella sonatina de Rubén:
«La princesa está triste… ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
La princesa está pálida en su silla de oro…
—¡Pobrecita princesa de los ojos azules!».
Seas bienvenida a pesar de que pesan los pesares, señorita de lumbre. Y atiende, por favor, a mi estrofa aquella:
«el abismo aquí dentro, en la mirilla,
junto al mar que nos oye en las afueras.
A lo lejos tu escorzo,
y nuestro amor al aire».
¿Qué tendrá la princesa?

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