05-04-2010.
El testimonio escrito por uno de los primeros alumnos, Antonio Domínguez Pérez, nos sitúa en la vida diaria:
Corría el mes de octubre del año 1944, cuando nos reunieron a 24 niños. Todos ellos de familias que no podían soñar con darles a sus hijos nada más que estudios primarios. Bastantes de ellos, huérfanos de nuestra guerra civil. Provenían de Alcalá, Baena, Úbeda, Granada, Villacarrillo… Rostros asustados y sollozos por la noche, mientras nos dormíamos en aquel pabellón habilitado al efecto. Formábamos un grupo de niños tristes que pronto cambiaríamos la pena por la alegría. La distribución del tiempo era tan densa que no había lugar para el aburrimiento.
Tuvimos unos profesores que todos recordamos con admiración y cariño: don Mateo Carrasco, don Isaac Melgosa, don Lisardo Torres, don Fernando Cueto, el padre Aldama y el padre Prados.
Los catorce de más edad pasamos a Primero de Magisterio y los diez restantes, al curso Preparatorio. Llamábamos Magisterio a los ocho cursos que, según el Plan de Estudios que habían elaborado, tendríamos que seguir. Había que sacar siete de media para poder continuar en el colegio. Por si esto fuera poco, los estudios no tenían validez académica hasta tanto no se convalidaran con el examen final de carrera. La espada de Damocles pendía sobre nuestras cabezas. Por una u otra causa, en Segundo quedamos solamente seis alumnos; y al iniciar el Quinto, sólo estábamos cuatro.
Todos los días éramos preguntados, todos los días eran examinados nuestros ejercicios. Por referencias, sabréis que los años 44, 45 y siguientes, fueron años dificilísimos para España. La gente moría de hambre. Nosotros también la padecimos; pero, dentro de lo que cabe, fuimos privilegiados. Aunque de escaso valor nutritivo, hacíamos las comidas reglamentarias. A algunos alumnos “debiluchos” les daban una taza de caldo durante los recreos para que resistiesen hasta mediodía.
Eran tiempos de enorme escasez. Carecíamos de lo imprescindible. El profesor de Literatura pedía libros a señores particulares para que pudiésemos leer, comentar, analizar y resumir obras literarias. A pesar de todo, la Escuela de Magisterio, que entonces se llamaba Seminario de Maestros, fue aumentando su alumnado y tuvo que trasladarse a Úbeda.
El colegio no estaba como ahora. Sólo existían los talleres, en uno de cuyos pabellones teníamos el dormitorio. Las clases las dábamos en el edificio conocido por “la canariera”, entre nosotros. Recuerdo la seriedad de los exámenes trimestrales y finales. Unos y otros eran escritos y orales. En estos, se nos exigía, a partir de Quinto, presentarnos ante el tribunal con corbata. Dos corbatas eran suficientes para todos. Cuando un alumno terminaba su examen, la dejaba en el picaporte del aula donde la recogía el que esperaba el turno.
¿Cómo no recordar a doña Anita y a doña Catalina que, además de haber donado el chalé de Villanueva y otras propiedades, nos hacían la comida, nos la servían y, ayudadas por la sin par Fuensanta, nos “enjalbegaban” de pies a cabeza, ya que no teníamos duchas?
Sirvan estas palabras como homenaje de admiración, respeto y cariño hacia estas personas que han hecho posible que nuestra Escuela de Magisterio cumpla 50 años y que cuidaron la semilla de la que habla nuestro himno para que, a modo de grano de mostaza evangélico, se convirtiese en una comunidad cada vez más elevada, más culta, más frondosa, más solidaria y más fraterna.
(Intervención en 1994, con motivo del cincuentenario de la Escuela Safa).
El testimonio de Diego Mora Fernández, maestro que se trasladó a El Puerto de Santa María, alumno de esta primera promoción, resume su experiencia:
En primer lugar, y por elemental justicia, debo recordar la figura (estoy convencido: de santo) del jesuita Rafael Villoslada, que con esa visión de futuro que caracteriza a los genios, se dedicó en cuerpo y alma a crear y desarrollar una institución donde se formaran niños, más o menos necesitados, después de una guerra civil, pues sabía que es mejor enseñar a pescar, que regalar peces. Y de aquella semilla, que él regó con esfuerzo y dedicación, surgió la Safa de entonces, de hoy y de siempre, que ha repartido, por toda Andalucía y por muchos pueblos de España, una legión de profesionales que con su conducta y su trabajo han ayudado a elevar el nivel socio cultural y económico de España.
De los primeros años del Seminario de Maestros hay que recordar a todos: desde Fuensanta ‑la factótum de la casa‑ y Luis ‑el jardinero‑, hasta el padre Francisco de Aldama, ideólogo como Rector y Jefe de Estudios de unos planes y métodos que se anticiparon en varias décadas a su tiempo. Sería imperdonable el peligro de omitir algunos nombres de profesores, pero en la mente de todos están don Mateo, don Isaac, don Sebastián, don Jesús, don Lisardo…
En lo que a alumnos se refiere, podríamos decir lo mismo; pero entre todos ellos y como más representativo, debo citar a nuestro Antonio Domínguez, el primero de la primera promoción, y al que, en mi opinión, ni la Safa ni el pueblo de Villanueva han hecho justicia, pues destacó sobremanera en el Deporte, la Política y, especialmente, en la Educación. Antonio Domínguez se merece desde hace tiempo una calle-plaza que nos recuerde su ejemplar personalidad y hombría de bien y nos anime a seguir su ejemplo.