Las décadas, 08

14-02-2010.
Mágina, 8
Serían las dos de la tarde cuando entrabas por la gran verja de hierro oscuro del colegio. El viaje en coche de línea hasta Córdoba (la línea Villajara‑Andújar había sido anulada por falta de clientela) fue una prolongación del sueño intermitente en el que, durante toda la noche, se habían compartido reflexiones contradictorias acerca de tu enamoramiento con la hija de una prostituta y de qué pasaría si supendieras tu examen de Matemáticas.

Tanto una consideración como la otra desembocaban de modo irremisible en un abatimiento que te dejaba profundamente desanimado. «Ella vive en Madrid ‑pensabas‑ y quizá cuando yo vuelva del examen ya se habrá ido de Villajara. Además que es hija de una… ‑un ridículo pudor te impedía pronunciar el nombre‑. Pero eso a mí me da igual, porque ella no…, ella no tiene por qué ser como su madre… Y si me suspenden las Matemáticas y no puedo volver al colegio, ¿qué va a pasar?, ¿qué dirán mis padres?, ¿qué haré?».
Estabas tan ensimismado que apenas notaste que el autocar se había parado y que la voz ronca del conductor gritaba a los viajeros que disponían de media hora para tomar algo en la cafetería de la parada de Adamuz. Te quedaste en tu asiento, con la cabeza apoyada en el borde de la ventanilla. Durante el trayecto en tren, de Córdoba a la estación de Linares‑Baeza, le echaste de mala gana un vistazo al libro de Matemáticas y comprobaste que no te las sabías ni mejor ni peor que en junio, cuando te las suspendió.
Serían, pues, las dos de la tarde cuando pisabas la gran explanada; estaba desierta y el colegio parecía un inmenso barco vacío y como apoyado en una imposible ladera sobre el océano de olivos. Cuando, casi arrastrando los zapatos, caminabas hacia la portería para solicitar información, alguien a tu espalda te puso la mano en el hombro y pronunciaba en diminutivo tu apellido. Giraste la cabeza y viste a tu profesor de Literatura. Chaqueta gris sobre camisa blanca sin corbata y pantalón oscuro. Ya frente a frente, te puso sus manos en los hombros, mientras te decía:
—Has venido para el examen de Matemáticas ¿no? ¿Cómo has hecho el viaje? Te veo como atribulado —el profesor de Literarura siempre utilizaba con toda naturalidad un vocabulario que a sus alumnos nos parecía muy especial—. ¿Qué te pasa, muchacho? ¡Alegra esa cara, hombre!
Nuestro profesor de Literatura se llamaba J. María Burgos; pero tú lo llamabas, familiarmente, Dómine. Era un hombre con algo más de treinta años, de mediana corpulencia, dotado de una especie de elegancia campesina, amplia frente, mirada inquieta ‑aunque acogedora‑, nariz corva, timbre de voz incomparable y vocabulario selecto. Procedía, como buena parte del profesorado, de Galicia o de la vieja Castilla y, como la mayoría de ellos, don J. María Burgos era también un “rebotado” de vocación eclesiástica fallida. Formación humanística excelente y pretensiones pedagógicas básicas y altruistas. Consiguió rápidamente la unanimidad entre el alumnado. No así entre sus superiores, los padres jesuitas.
En ese momento, entraba por la verja el profesor de Matemáticas, don Diego: «Buenas tardes» les dijo y «¿Buenas tardes» le contestaron. «¿Vas a comer?», le preguntó don J. María. «Al comedor voy», contestó el de Matemáticas y, penetrando por la puerta que da al patio de las columnas, bajó a la izquierda las escaleras que conducen al subsuelo, pasó al lado de la pequeña capilla y, acto seguido, entraba en el comedor de los profesores. La sala era pequeña, clara y como para una veintena de comensales. Sólo había tres profesores. Don Diego se dirigió a la mesa del rincón, junto a la ventana, en donde estaba sentado su colega el profesor de Historia, don Fernando, un santanderino alto, rígido y con gafas plateadas que estilizaban su rostro pulcro y bien afeitado. Estaba solo.
—Buen provecho, Fernando. ¿Permites que te acompañe?
—Pues no faltaba más. Siéntate. Aunque, como ves, estoy terminando.
—No importa —contestó don Diego mientras se sentaba y, al tiempo que colocaba la blanca servilleta sobre sus muslos, preguntó—. ¿Cuántos tienes en Historia?
—Me parece que en total son alrededor de media docena. Creo que todos aprobarán —don Fernando hizo una pausa corta y, echando una ojeada al platito en donde parecía flotar un flan de caramelo, prosiguió—. No tengo estómago para mandarlos definitivamente a sus casas.
—Pues yo, entre los tres cursos, tengo a más de una veintena de suspensos —replicó don Diego y, viendo que de primer plato había sopa, retomó la servilleta, la sacudió levemente y, hundiéndola por un extremo allá donde terminaba el círculo de su inmaculada camisa y empezaba la sonrosada piel de su cuello, prosiguió— y quien no responda correctamente a las preguntas que le haga ya sabe lo que le espera… Porque Justicia, amigo Fernando, es suum quique tribuere
Don Fernando estaba ya en el postre; se limpió con esmero las comisuras; después se acercó el platito blanco con el flan, examinó la limpieza de la cucharilla plateada y, al fin, empezó a saborear con tranquilidad el acaramelado flan, mientras el colega de Matemáticas dejaba escapar de sus labios un ruidito rugoso, cuando sorbía con su cuchara la calentita sopa de legumbres.
—¿Terminarás esta tarde? —le preguntó don Diego.
—Sí —contestó el de Historia—. Creo que terminaré hacia las siete y media; y mañana por la mañana probablemente me vuelva a Madrid. Porque para qué quedarme aquí si el nuevo curso no empieza hasta pasada la Feria de San Miguel. Y ya sabes que yo no soy muy feriante. El año pasado me quedé, por mera curiosidad, y nunca me he aburrido tanto. Quien, según parece, lo pasa muy divertido es nuestro colega de Literatura, ¿no?
—Es lo que se cuenta —rezongó el de Matemáticas—; aunque yo nunca lo he visto, porque tampoco para mí se han hecho esos jolgorios. No es el lugar adecuado para alguien del Opus Dei. Pero nuestro colega, por lo visto, con eso de que viene a echarles una mano a sus alumnos particulares de Griego y de Latín, no se pierde ni una feria. Y hasta se dice que pasea a chicas, algunas mucho más jóvenes que él. En fin, mi parecer es que tendría que guardar un poco de respeto… No sé qué pensará el Rector…
—Bueno; en realidad, eso es cuenta suya —cortó don Fernando, y añadió, preguntando—. ¿Y tú, terminas esta tarde?
—No podré —dijo don Diego—. Por mucha prisa que me dé esta tarde, la mitad de los suspendidos me quedará para mañana por la mañana.
Don Fernando acababa el flan, cuando los otros dos comensales les decían «Hasta luego»y salían del comedor. Se limpió de nuevo y más lentamente las comisuras, bebió un sorbito de agua y se despidió de su colega de Matemáticas, quien, en ese momento, terminaba de trinchar un muslo de pollo.
—Me voy a la ciudad a tomarme un café —dijo—. Si te apetece, ya sabes dónde estoy.
—No podré —replicó don Diego—. En cuanto acabe la comida, me subo a mi cuarto a establecer la lista de los orales y la pondré luego en la entrada de la sala. Y después me echaré una pequeña siesta, hasta poco antes de las cinco, que es cuando empiezo a examinar.
—Bueno, pues entonces hasta la cena.
Y don Fernando, el profesor de Historia, salió del comedor. Andaba despacio y algo tenso, como si a cada paso debiera calcular que sus zapatos no pisaran la cruz que forman las juntas de las baldosas. Al subir las escaleras para acceder al patio de las columnas, se cruzó con el colega de Literatura y su alumno.
—Pues, como no te des prisa —le advirtió don Fernando—, te vas a quedar sin comer.
—No hay prisa —respondió don J. María, y consultando su reloj, añadió—. No son aún las tres y hay tiempo hasta las tres y media… ¿Sigue allá nuestro don Diego?
—Ya habrá terminado —y poco después, tirando de la verja, don Fernando desapareció—.
Profesor y alumno fueron a las camarillas para que, en una de ellas, este depositara la maleta.
—Y ahora me acompañas al comedor, porque algo tendrás que comer, ¿no? Cuando terminemos, vuelves a la camarilla y te preparas para el examen o descansas. Haz como prefieras. Esta noche salimos a cenar a la ciudad y ya me contarás cómo te ha ido la cosa. Ahora vámonos al comedor.
—Pero yo no tengo derecho a comer en…
—Tú calla y vente conmigo. A esta hora ya no suele haber nadie.
Y, efectivamente, el comedor estaba vacío. Cuando terminasteis el escaso almuerzo eran ya las cuatro. Os disteis cita a las ocho y media en la ciudad.
—Pásate por el Club Diana —te dijo don J. María— y, si allí no me encuentras, vete a La Cultural, que seguro que en uno de los dos bares estaré. Y suerte con las Matemáticas. Tú sé firme y digno: no te me arredres ni un momento; pero tampoco te muestres altivo ni petulante —añadió, a manera de consejo y con su especial vocabulario, mientras se colocaba los cristales oscuros en sus gafas para que no le molestara el sol.
La tarde se hizo larga. Cuando fuiste a consultar la lista de los examinandos, comprobaste que el profesor de Matemáticas te había inscrito para el día siguiente, a las nueve de la mañana. Sin saber qué hacer, paseaste un momento por los campos de deportes del colegio y, sentado en las gradas últimas del estadio principal, estuviste largo rato contemplando la fina y escarpada línea azul que, de izquierda a derecha, dibujaban en el cielo las inacabables montañas de la Bética jiennense. Allá al fondo, a la derecha, Jaén, como siempre arropada por una débil neblina. Y, ya más cerca, el espejo brillante y roto del Guadalquivir, el perfil del monte Aznaitín con sus caseríos blancos, las colinas de olivares que se van acercando hasta las huertas en donde empiezan los miradores de Mágina, la tan bella como desconocida ciudad.
Para hacer tiempo, pasaste por la pequeña biblioteca del internado. Dos libros te llamaron la atención: uno, titulado Las checas de Madrid. Lo hojeaste con rapidez, te detuviste un instante en unas horrorosas ilustraciones fotográficas, que te recordaron las manchas de sangre que un día viste en la sala prohibida de la escuela de tu pueblo. Luego pusiste el libro en su lugar. El otro libro era Niebla, una novela existencial de Unamuno de la que don J. María os había hablado durante el curso pasado. Y recordaste la historia de aquel personaje llamado Augusto Pérez, cuya muerte tuvo lugar sin que el lector supiera exactamente el motivo: o porque lo matara su autor‑creador o porque se suicidara, dándose un atracón de comida. «Y es que pensó —había comentado don J. María— que comiendo podría satisfacer su deseo de vivir, su ansia de vivir, su necesidad de vivir. Y así, se mató de una indigestión».
Abriste la novela por el primer capítulo y al final de la primera página leíste:
Y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?
Porque Augusto no era un caminante, sino un paseante de la vida.
—Esperaré a que pase un perro —se dijo— y tomaré la dirección inicial que él tome.
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto. Y así, una calle y otra y otra.
Cerraste la novela, la introdujiste cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta y saliste de la biblioteca diciéndote «¡Pero si se parece a lo que a mí me ha ocurrido con la chica…! La leeré en el pueblo y la devolveré cuando regrese en octubre».
Cuando entraste en La Cultural, las agujas del reloj de la plaza del General Saro señalaban las ocho y media en punto. Al principio, debido a la densa nube de humo que flotaba en el salón, no distinguías a los numerosos clientes que, de pie, se acodaban en la barra o que, sentados en torno a los veladores, hablaban y movían las manos. Avanzaste unos pasos y allá al fondo, a la derecha, descubriste a don J. María con la cabeza doblada hacia atrás, los ojos cerrados y la boca abierta para que en ella, una joven y guapísima rubia depositara alegremente una gamba; junto a él estaba, también con una chica, otro profesor del colegio cuyo nombre desconocías. Sobre la mesa campeaban una gran bandeja repleta de mariscos, una botella de tinto y varias de cerveza. Nada más verlo y ante tu mohín de timidez, don J. María se puso de pie, y con un gesto entre amistoso y paternal, dijo algo así como «Acércate hombre. Os presento —y miró a las chicas— al deportista más alado de la Safa». Tuvo que insistir don J. María para que te sentaras con ellos. Y tuvo que explicarles a las chicas aquello del «deportista más alado», metáfora con que designaba los saltos de pértiga de su alumno.
¡Con qué envida y admiración observabas a tu profesor y comprobabas la fascinación que sus gestos y palabras infundían en los ojos de la chica rubia! ¡Cómo se dejaba amablemente cautivar por ella, con el embeleso y el temblor de un pajarito hambriento! Don J. María pidió para su alumno una tortilla de patatas y una cerveza. En la despedida, supiste que el otro profesor se llamaba E. Bangueses. Una hora después te volvías solo al colegio. El sueño no fue muy sosegado.
—El examen ha sido una verdadera pantomima —le comentaste a don J. María mientras tomabais café con leche y unos ochíos en un bar cercano a la estación del tranvía—. Yo me lo esperaba más serio y duro.
—Mira —te respondió el profesor de manera un tanto enigmática—, Diego (y lo sé de buena tinta) te hará la puñeta mientras tú seas alumno suyo. Pero nunca se atreverá a mandarte definitivamente a tu casa. Y no me preguntes por qué. Anda, dame un abrazo y que tengas buen viaje. Saluda a tu familia de mi parte y hasta dentro de unos días.
La vuelta a Villajara se te hizo larguísima. Los paisajes, a través de los cristales del tranvía, del tren o del autocar, desfilaban con la lentitud monótona de lo ya conocido.
—Llegaré al pueblo hacia las siete —pensabas—. Ya no quedan más que dos días de feria. Dejaré en casa la maleta, diré que he aprobado, mientras me preparan un bocadillo, «Porque algo tendrás que comer», me dirá mi madre; y luego, rápidamente iré a la feria, a que Santiago me diga dónde puedo encontrar a la chica de la trenza.
Todo sucedió como lo habías imaginado:
—Tu chica de la trenza —te dijo Santiago con algo de sinsabor en los ojos—, que hemos averiguado se llama Carmen, está bailando en la caseta Las Encinas, en donde se suelen reunir los emigrantes. Ya sabes que la entrada es libre. Si vas ahora, puede que todavía esté allí.
Cuando entraste en la caseta Las Encinas, la orquesta se disponía a tocar un tango cuyo título, según el vocalista, era Yira yira de un tal Enrique Santos y que hizo famoso Carlos Gardel. Te fuiste a la barra. Pediste y te sirvieron una Coca-Cola y, casi sin prestar atención, mirabas cómo cogidas de la mano se levantaban algunas parejas, se dirigían a la pista de baile y, muy enlazadas, esperaban a que arrancaran los primeros compases del tango. Las observabas mientras le dabas un largo trago al vaso de Coca-Cola, cuando, atónito, viste que a la chica de la larga trenza y los ojos verdes (Carmen, le había dicho Santiago), la anudaba con fuerza, por la cintura, Bartolomé, un hombre que la doblaba en edad, un hojalatero del pueblo que hacía un par de años había emigrado a Madrid con su mujer y su recién nacida hija. «¡No es posible!», «¡No es posible!». Depositaste el vaso sobre la barra y, como aturdido, te fuiste a la salida. Ni oías los compases del tango, ni que el camarero te gritaba «¡Oiga, que se va sin pagar la Coca-Cola!». Apoyaste tu espalda en la pared exterior de la caseta y cerraste los ojos, mientras la gente de la feria pasaba y pasaba indiferente al lado tuyo. El vocalista de la orquesta seguía con su tango:
Verás que todo es mentira,
verás que nada es amor,
que al mundo nada le importa.
¡Yira…! ¡Yira…!
Aunque te quiebre la vida,
aunque te muerda un dolor,
no esperes nunca una ayuda,
ni una mano, ni un favor.

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