En el año 1935

13-02-2010.
Cuando en el año 1935, el día 5 de octubre, recién terminada la feria de San Miguel, dejé mi puesto de monaguillo en la majestuosa iglesia de El Salvador de mi pueblo, Úbeda, para entrar de aprendiz en la empresa Biedma, formada por José y Fernando Biedma Moya, sentí cómo dejaba atrás una etapa de mi vida, la única que había vivido: la de niño. Había convivido con niños en la escuela, en los juegos, en todas las vivencias de esa edad, en la que todo nos encanta.

Estrené unos pantalones largos de hombre. Los cortos, en aquel entonces, eran propios de niño (hoy, los unos y los otros los llevan también las mujeres). Y me iba a introducir en la vida laboral con los hombres, en sus trabajos, en sus inquietudes.
En mi casa éramos seis hermanos; yo, el penúltimo. A todas las generaciones he escuchado decir que «la vida está muy mala, se gana poco, todo está muy caro, ¿a dónde vamos a parar?». Esas son las frases más usuales que escuchaba y he seguido oyendo en el correr de los tiempos. Con estas consideraciones, no quiero entrar en la polémica de si en aquel tiempo se vivía mejor o peor. Lo que sí veía en mi casa era que había mucha escasez de todo lo material; y que todos teníamos que aportar nuestro óbolo para que aquello funcionara.
Había que ver a mi madre, con sus ojillos vivos y pequeños, cómo se le iluminaban de alegría cuando le dábamos, mi hermano Juan y yo, el sobre con las diez pesetas que mensualmente cobrábamos en El Salvador por ser monaguillos. En aquel entonces, yo veía a mi madre muy dura, aunque se le escapaban torrentes de cariño hacia nosotros y hacia todos los que trataba. Después he reconocido que ese era su papel en la casa. Al igual que un jefe de estado manda en una nación, mi madre ejercía en su hogar de ministro de finanzas, de relaciones públicas, de sanidad, de interior; menos el de trabajo, que era cometido de mi padre, a pesar de que ella trabajaba más que todos. Todos le teníamos que rendir cuentas y, así, la nave familiar marchaba.
Al incorporarme al trabajo, pasé una hoja de ese libro de la vida que, a veces, te enseña más que otros libros de texto que, en la práctica, aportan pocos conocimientos. Ya empecé a convivir con hombres, escuché su lenguaje, muy diferente al que entonces había escuchado. Aprendí a trabajar y perfeccioné esas virtudes que mis padres me habían inculcado de obediencia y respeto.
Mis primeros trabajos en Casa Biedma, como en cualquier sitio, era de “mandaero”: «¡Trae aquí! ¡Lleva allí! ¡Sube! ¡Baja!». Como usualmente se decía, de “calderillo de mano”.
Por la mañana, lo primero que hacía era abrir el escaparate, el único que había en aquel entonces. Barría los portalillos, colgaba las muestras en el techo: jáquimas, cinchas, albardas, látigos de cincha, y un sinfín de utensilios para enjaezar las bestias para el trabajo o recreo. Todo eso me encantaba.
Ese ambiente que se palpaba por los soportales: las mujeres, camino del mercado con sus cestos de palma; los hombres del campo con sus cenachos de pleita, que ellos mismos confeccionaban en las largas veladas del invierno, al calor del fogón de las lumbres, donde hervía un puchero de barro con unos garbanzos, cociéndose con la fina agua de la Alameda.
Ese olorcillo a café, tostándose, que procedía de la tienda de Velasco, donde en su puerta, un muchacho, dándole continuas vueltas a un negro bombo, se encargaba de ponerlo a punto.
Ese bullir de ir y venir; las notas sonoras del afilador trashumante que, con sus sonidos en escala, anunciaba su presencia; aquellos secos golpes de martillo, forjando las herraduras en el yunque del herrero que había en lo bajo de la calle Trinidad; el relincho y cerreo de las bestias, que esperaban su turno para ser herradas, atadas bajo la torre de la Trinidad; los pregones de los vendedores, pues en aquel tiempo el mercado era toda la Plaza del Reloj (que hoy es la del General Saro) y el Rastro (que quizás de ahí proceda su nombre Lugar que se destinaba en las poblaciones para vender en ciertos días de la semana la carne al por mayor.).
Todo ese ambiente me encantaba. Aún me agradaba más la llamada de la señora Juana para que fuera más abajo, a Casa de Lechuga, a comprar unas plumillas o chocolate para el desayuno de sus hijos Fernando y Antonio. Al llamarme, ya sabía que tenía asegurado el almuerzo. ¡Cómo valoraba yo la comida! ¡Qué sabor más exquisito tenía esa morcilla en aceite que me daba o aquellas tajadas de carne frita que a gloria me sabían! El chorizo me encantaba y, cuando cogía el cuchillo y se encaminaba a la despensa, pronto tendría en mi paladar ese picantillo tan agradable que sabía darle a esos embutidos.
Todo eso era un incentivo para hacer lo que me mandaba con sumo placer. ¡Qué agradable y cordial era en el trato conmigo! Con una fortaleza física envidiable. En su cara tenía la primavera reflejada. ¡Qué trabajadora! Cuando lavaba y tendía la ropa, siempre desgranaba por su boca una romanza o algún cantar de alguna zarzuela de las que en aquél entonces se prodigaban tanto. ¡Qué bien lo hacía con su melodiosa y potente voz!
Yo, muchas mañanas acompañaba a su suegra, a la madre de Pepe y Fernando, que era prima hermana de mi madre, al mercado. Le llevaba el cesto de cuero, confeccionado en el taller, y todo lo que compraba íbamos introduciéndolo en él (en aquel tiempo aún no se habían inventado los carritos de compra con ruedas). A veces, pesaba más de la cuenta; pero, a pesar de mis doce años, me encontraba fuerte. Siempre me daba algo de fruta, cuando comprábamos en el puesto de los Povedas o del “Gorra” (marido de mi tía María). En otro capítulo, intentaré hacerle una semblanza, pues en mi vida tuvo un papel importantísimo.
Juana, o Juanica, como familiarmente la llamábamos, me daba cinco céntimos, lo que me inundaba de alegría, pues eso me aseguraba el cincuenta por ciento de poder ir al cine a la noche.
Cuando estaba en el taller, los hombres disponían del aprendiz como si fuera un criado suyo. Yo no lo veía así. Creía que tenía que obedecer y cumplir lo que ellos me mandasen. De ahí viene mi decir, que era el “calderillo de mano”.
Era costumbre casi todas las mañanas mandarme a por el almuerzo, unas veces a sus casas, otras a la plaza. Había cuatro o cinco que me decían que les trajera un plátano de postre, u otras frutas. Los plátanos, en aquellas fechas, valían 40 céntimos el 1/2 k. Si eran cinco, compraba medio kilo, diciéndole al vendedor que no me los diera muy grandes. Por regla natural me echaba cinco. Así, por 40 céntimos les daba a cada uno su plátano y a mí me quedaban diez céntimos que serían valiosos para tener mi trapillo. Si eran sólo cuatro los que me mandaban a por el postre, al echarme cinco plátanos me quedaba con uno para mí, pues también me gustaban. Después comprendí aquel refrán que no entendía de niño y que decía: «De lo contado comía el lobo y estaba gordo».
Por aquellas fechas había días que almorzaba dos veces. Si tenía diez céntimos, la primera vez que me mandaban a cualquier recado iba a la buñolería del rincón. La citada buñolería estaba donde hoy se encuentra el bar Atalaya. Más arriba, haciendo rincón, había una oscura taberna donde se bebía vino peleón. Seguidamente, había cuatro casetas con techumbre de lata donde se vendía pan de un sinfín de calidades: candeal, blanco y otros. En esa esquina y casetas, ya desaparecidas, surgió un bonito edificio circular que lo hizo Ramón, el “Alpargatero”, y que vendía las típicas esparteñas levantinas y las alpargatas de cáñamo y yute.
Al entrar a la buñolería, pedía cinco céntimos de pedazos. En la referida churrería había varios hombres trabajando. Unos amasando, otros friendo, pues había dos calderas: una hacía finos, otra corrientes y así el cliente podía elegir. De las roscas en que salía algún trozo defectuoso lo apartaban y esos eran los pedazos que yo pedía y, como digo, por cinco céntimos me daban un buen papel de tarados y hasta me echaban azúcar de un azucarero brillante que parecía de oro. En la puerta de más abajo, que comunicaba y era del mismo negocio, vendían el café que valía diez céntimos y se podía tomar en el mostrador o sentado en una mesa de aquellas, de pie de hierro y piedra de mármol. Yo pedía cinco céntimos de café y casi me llenaban el vaso. ¡Qué bueno estaba y qué bien me sentaba el café con los buñuelos! Me estimulaba y me daba fuerzas para luchar a diario con el trabajo.
La única nota discordante y que no me agradaba nada, pues me inundaba un gran pesar y pena, era cuando en los mismos portalillos se situaba una mujer de apariencia aún joven, que parecía una vieja por las arrugas que surcaban su cara y por la ropa hasta los pies que llevaba. Se deshacía en cuidados con una pequeña niña que tenía postrada en un rústico carrillo de madera con ruedas del mismo material que ella misma arrastraba, tirando con un cordel de esparto. La infeliz y amante madre imploraba la caridad de todo el que pasaba y mostraba a su niña tendida en un pequeño jergón, tapada con una vieja y roída manta que, con maternal cuidado, remetía para que el frío de aquel lluvioso noviembre no calara en su débil cuerpecito. La niña tenía unos ojillos vivos y alegres. Su cara risueña no detectaba el tremendo drama en el que vivía. Su amorosa madre la alimentaba con churros y café, que algunas almas caritativas le traían. Los masticaba ella primero, haciendo pequeñas bolas en su boca que después introducía en la pequeña boquita de su amor que, con placer, paladeaba y engullía con avidez.
Ella hablaba poco o nada. Su madre les decía a las mujeres, que con cara de lástima la escuchaban, que su niña quería hacer la comunión e ir de blanco. Cuando tenía estos diálogos con las mujeres, a ella se le encendía su pequeña cara y se le dibujaba una ancha sonrisa de satisfacción y alegría. Un día, madre e hija desaparecieron y no supe más de ellas. Lo que sé con certeza es que las dos estarán ya en el cielo.
¡Qué lejanos están aquellos tiempos y qué nítidos los tengo en mi memoria!

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