Prosa poética, 11

12-02-2010.
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Con un trote festivo * Despedida del Instituto Español de Lisboa, 1993
Le propusieron a aquel hombre que escribiera algo corto y lírico sobre las despedidas o algo así, precisamente ahora, cuando ‑por ley y destino‑ faenaba con embalajes y guitas.

Aquel hombre sabía que sobre las despedidas había desparramada una buena siembra de literatura pequeña, y que por ahí andaba entre aforismos, canciones, refranes y cantes.
No digamos entre fados, tangos, rancheras y otras músicas de bien gozar y de mal vivir, según le decían a aquel hombre sus abuelos.
Sobre las despedidas hay siempre una tristeza que, como una nube, las sostiene y las amenaza. Se expresa siempre en letrillas de lagrimeo y puchero, las más solemnes, hasta deletrear en desafinada coral aquello de «adiós con el corazón, que con el alma no puedo».
Y aflora en ellas el deseo de bondad para con el otro, que nunca se sabe bien si es el que se va o el que se queda. A ver si no:
«Ojalá que te vaya bien, es lo que te pido en esta despedida
en vez de despedirme con reproches y con llantos, pido que seas feliz…».
¡Como si la felicidad fuese un deseo!
Aquel hombre sabía todo esto y mucho más sobre las despedidas.
Y pensaba en algunas despedidas trágicas (eso era la muerte), como el «del sol y de los trigos» de Miguel Hernández, o la estrofilla sevillana ‑copla y mujer‑ que, mientras mueve su cuerpo moreno, o sea, en la fiesta, nos dice aquello de «algo se muere en el alma cuando un amigo se va».
Aquel hombre sabía que la literatura del tópico había cubierto la despedida de moho, rocío y pañuelo llorón. De ahí la afirmación popular y el consenso de que «todas las despedidas son tristes».
Por eso aquel hombre quería reivindicar la despedida alegre o, si se quiere mejor, la alegría en la despedida. Por eso aquel hombre quería ahuyentar ese mal fario que acompaña siempre al adiós.
Porque el adiós sólo es hasta luego, en otro momento y de otra manera; porque despedirse es instalarse de otro modo; porque toda despedida anuncia una nueva etapa, y la superación, no el olvido, de la anterior; porque sólo se despiden los que han dado mucho y conservan poco, los que mutuamente se reconocen y los que han aprendido a estar siempre dispuestos; porque despedirse es estar presente de un modo más íntimo y menos notorio, más calmo y menos urgente.
Por todo esto, y por más cosas que no caben en esta croniquilla, aquel hombre quiso sugerir que empezara a adornarse a las despedidas con un trote festivo y coloreado, como el de aquel borriquillo Platero, o con una sonrisa limpia, o con un beso inocente.
Aquel hombre sabía que la despedida era una oportunidad para gozar de la memoria e instalar el recuerdo allí donde, un día, hubo un cuerpo deseado y descante.
Aquel hombre tuvo dudas de que esto que aquí se cuenta fuese alimento comestible para escolares, pero dudó sólo al principio.
Aquel hombre sabía que los maestros explicarían a los alumnos el porqué de ese trote festivo.
Y vio Dios que aquel hombre era bueno.

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