09-02-2010.
Mágina, 7
Santiago tenía dos hermanas. La mayor, Rosalía, de casi dieciocho años, se entendía muy bien con Pepe. Rosalía tenía el pelo moreno, muy rizado, ojos oscuros y buena figura; reservada, dulce y algo tímida, su carácter chocaba frontalmente con el de su hermana menor, Eulalia, la «Piquito de oro», como él la llamaría más tarde.
Llegaron a la mesa. Tras las presentaciones de rigor y la excusa de circunstancias, te sentaste y le pediste al camarero un valgas. Y Rosalía reanudó la conversación con Pepe, momentáneamente interrumpida. Entonces, Eulalia, la bonita hermana de Santiago, con algo más de dieciséis años, apuró su vaso de Coca-Cola y, colocándolo sobre la mesa, le dijo a su hermano con cierta ironía:
—Oye, ¿este amigo tuyo es siempre así de alegre?
—No, Lulita (así la llamaba Santiago cariñosamente), es que ha tenido un contratiempo.
Eulalia era espigada, ojos castaños y pelo del mismo color. Tenía una carita ovalada y graciosa. Era dicharachera y aparentaba un carácter independiente y levantisco: todo lo sabía y de todo quería estar al corriente.
—¿Pero un contratiempo de qué tipo? —y mirándote a los ojos, te dijo—. Venga, levanta esa cabeza hombre, que los problemas están para solucionarlos y los amigos para echar una mano, ¿no?
Tal desparpajo en una chica tan joven y a quien acababas de conocer te dejó perplejo y balbuceaste:
—No, si en realidad no es un problema. Es otra cosa… No sé cómo explicarlo… Pero no tiene importancia… —y miraste como angustiado a Santiago, viendo que Pepe y Rosalía habían dejado de hablar para observarte—.
Entonces, Santiago, con esa tranquilidad y capacidad de convicción que le caracterizaban, puso las manos sobre la mesa e, inclinándose hacia sus hermanas, les dijo pausadamente:
—Bueno, niñas: tenemos que hablar de nuestras cosas. ¿Queréis hacernos el favor de ausentaros un momento? O, si preferís, os vais ya a casa y le decís a mamá que llegaré para el almuerzo. Son cosas de hombres… así que, por favor… yo os acompaño —les dijo, mientras se levantaba y hacia un ceremonioso gesto con su mano derecha—.
Sorprendidas y algo mohínas, recogieron sus bolsos, se levantaron de las sillas y se dirigieron a la puerta de la caseta. A Eulalia le brillaban los ojos de rabia y, refunfuñando, alzó altiva la cara al pasar por tu lado y te silabeó al oído: «¡Pues con tu pan te lo comas, chico!».
El sol empezaba a alcanzar el cenit en su camino hacia el oeste. Un día más e incansablemente subía como para considerar desde lo más alto de su bóveda el mar de encinas en que estaba sumergida Villajara, sus calles, sus gentes, sus alegrías y sus penas. La orquesta, en el fondo de la caseta y bajo el techo de mimbre de una pérgola, tocaba el bolero «Aquellos ojos verdes / de mirada serena, / dejaron en mi alma / inmensa sed de amar», que tantas veces habías oído cantar en la radio a Nat King Cole. Y escucharlo no hizo más que aumentar tu melancolía.
—Pues, cuando quieras —dijo Santiago, sentándose frente a ti, en la silla que había dejado libre Eulalia—.
Vagamente pudiste relatar lo que te había sucedido. Estabas tan perturbado, vivía en ti tal mezcla de sentimientos y de emociones que apenas podías describir con cierta precisión el aspecto físico de la joven con la que habías cruzado un instante tu mirada.
—¡Ah! —atajó Santiago—. ¿Te refieres a una muchacha de unos quince años, muy morena y con el pelo recogido en una larga trenza? Pues pasó delante de mí con mucha prisa, cuando yo te estaba esperando en la puerta de la caseta… Es verdad que es preciosa. Y lo estuve comentando con Pepe y mis hermanas. Parece ser que Lulita la conoce de vista y nos dijo quién es. Pero…
—Pero ¿qué? —exclamaste con curiosidad—.
—Pues que no te va a hacer gracia cuando te diga quién es su familia —respondió Santiago tomando su vaso y bebiendo un trago de valgas—.
El sol, ya candente, seguía inmutable su trayectoria celeste. Los músicos de la orquesta habían terminado el bolero y se acercaron a la barra para solicitar unos Martinis con cubitos de hielo.
—Ah, pero ¿tú la conoces? —y tus ojos brillaron de esperanza—.
—Personalmente, no. No, porque ella no es de aquí. Sólo sé que vive en Madrid y que, como muchos hijos de emigrantes, ha venido a visitar a la familia que se quedó en el pueblo. No vive muy lejos de mi barrio.
—Bueno, pero ¿por qué no me va a hacer gracia saber quién es su familia? —repetiste las mismas palabras de Santiago con un tono entre expectante y turbado—.
—Hombre, pues porque su tía es una… cómo te lo podría decir, es la… —y Santiago no sabía cómo explicártelo—.
—Sí, hombre —intervino Pepe—. La chica de la trenza es sobrina de esa que aquí en el pueblo llaman Mercedes, la Larga, cuya hermana vive en Madrid y, según parece, ejerce allá el mismo oficio que la Larga practica aquí en Villajara. Así que esa chica… Es una lástima que se haya ido Eulalia, porque ella podría enterarte de todo con pelos y señales. Yo sólo conozco, y no mucho, la historia de las dos hermanas…
Todo el pueblo sabía quién era la Larga y de qué vivía. A Mercedes Rodríguez, cuando era joven y hermosa, allá por el año 36, el año en que empezó la guerra, los moros le mataron a su marido. Luego el padre, albañil de oficio, no volvió de la guerra. Trece años antes, su madre había muerto al dar a luz a la segunda hija. Poco después de terminar la guerra, las dos hermanas, Mercedes y Rogelia, jóvenes, robustas y bien parecidas, pero sin tener ni siquiera en donde caerse muertas, decidieron recibir visitas cuando las luces de las casas de Villajara empezaban a apagarse. La casucha, que algunos llaman la Choza, estaba detrás de la explanada del Calvario, allá donde termina la barriada de María Auxiliadora. Las dos cobraban lo mismo; pero los clientes, particularmente los maduros, preferían los servicios de la hermana mayor, Mercedes, porque se mostraba tan solícita y complaciente que las soirées se alargaban a veces hasta entrada la madrugada. De ahí el apodo la Larga. En cambio, la hermana menor, Rogelia, era un impetuoso huracán que sabía satisfacer, unos tras otros, tanto las urgencias de terratenientes insatisfechos como las de jóvenes recién regresados de la mili. Esta desigualdad en la práctica del «oficio», como lo llamaba la Larga, generó desabridas disputas de orden económico entre las dos hermanas.
—Que yo, cada fin de semana, atiendo por lo menos a tres —se quejaba Rogelia— y las tres pagas van a la alcancía, mientras que tú te pasas la noche zangoneando con uno.
—Sí —respondía Mercedes—; pero la propina que recibo, que también va al fondo común, compensa a veces y con creces tus tres pagas.
—Es cierto lo que dices, sobre todo en eso de a veces, a veces —gritaba acalorada Rogelia—.
—Oye niña, que a mí no me vas a enseñar tú ahora el oficio —le dijo a su hermana con cierta serenidad la Larga. Y tras una pequeña pausa, añadió—. Mira, hermanita, a mí no me levantas tú la voz; y si no te interesa trabajar conmigo, pues ¡aire!, que ahí está la puerta.
No lo tuvo que decir dos veces. Al día siguiente y tras haber repartido escrupulosamente el dinero de la hucha, Rogelia se subía en el coche de línea de las ocho y treinta que la dejaría dos horas más tarde en Córdoba. Estuvo trabajando en los conocidos burdeles de la calle de los Naranjos, y cuatro meses después se fue a vivir a Madrid con un cliente que era viajante de productos farmacéuticos, y que le había prometido «el oro y el moro». Parece ser que ya estaba encinta.
—Así que ya estás enterado de qué familia procede la chica de la trenza —dijo Santiago, al tiempo que, girando la muñeca izquierda, miraba el reloj: eran las dos y cuarto—.
Mientras se levantaba, llamó al camarero y pagó la cuenta.
—Ya os tocará a vosotros otra vez —os dijo, mientras los tres salíais de la caseta—.
Os despedisteis. Tú, cabizbajo, les confirmaste que no volverías hasta dos días después, debido al examen de Matemáticas que tenías en Mágina, en el colegio de los jesuitas.
Cuando te alejabas por el Real de la Feria arriba, la orquesta de la Caseta de los Ricos tocaba el bolero «Mira que eres linda» de Antonio Machín. «Por aquí iba andando… Por aquí la vi… Y a mí qué me importa quién y cómo es su familia… Ahora estará comiendo con su tía, la Larga… —te ibas diciendo y ganas te daban de ir hasta el barrio de María Auxiliadora por si podías verla, por si lograbas ver otra vez aquellos bellos ojos verdes y su larga trenza—.
Cuando entrabas en el patio de tu casa, el sol ya estaba en su cenit y reducía la sombra de los cuerpos a una mancha negra, desgarbada y asimétrica; te fuiste enseguida a tu cuarto, mientras oías a tu madre decirle a la tía Angelita:
—Habrá que responderle un día de estos a la prima María Gracia, porque ya sabes tú lo que tardan las cartas en llegar a Francia.
Aquel mediodía no comiste. Simulabas no tener apetito, pretextando haber tomado con los amigos unos bocadillos de chorizo con unos refrescos.
—Prefiero echarme una buena siesta —dijiste— y después le daré un repaso a las Matemáticas. Esta noche no me iré a la feria; haré la maleta después de la cena y enseguida me iré a la cama, que mañana he de levantarme muy tempano para ir a los exámenes del colegio.