29-01-2010.
Mágina, 5
Ahora tenías la impresión de que para la gente de Villajara te estabas convirtiendo en alguien tan especial como aquellos que a primeros de agosto venían de Madrid, de Barcelona o de Valencia ‑emigrantes los llamaban‑, «A pasar las vacaciones con la familia»; a veces decían que «Nos hemos escapado para disfrutar la feria de San Miguel» (con la mujer y un par de chiquillos). «Estos son madrileños‑jarotes» ‑comentaban, señalando a sus hijos con orgullo‑.
Cuando los emigrantes llegaban a Villajara, algunos en su propio coche, daban grandes voces y abrazos a sus familias, y fuertes palmadas en las espaldas de los amigos. Ya no vestían como la gente del pueblo porque, incluso durante la semana, andaban con zapatos nuevos, llevaban camisa y pantalones ajustados y grandes gafas de sol. A veces, se les oía decir que trabajaban en la manutención del aeropuerto de Barajas o en grandes fábricas de automóviles o en la construcción; algunos contaban que habían abierto un bar «Que marcha de puta madre» en la barriada de una capital. Ahora se pasean por las calles del pueblo con las manos en el fondo de los bolsillos, como si no tuvieran otra cosa que hacer; pasan el tiempo en los bares, jugando a las cartas o al dominó y fumando tabaco rubio; juntos se van de comilona a alguna huerta cualquier día de la semana y, cuando se les oye hablar, ya no lo hacen como los del pueblo, porque al final de las algunas palabras suelen soltar una especie de silbido o terminarlas en ‑ado, aunque no lo hacen tan bien como sus hijos. La gente de Villajara los llama los comepollos, los finolis, o los que sobraban, cuando a la envidia se mezcla la mala leche. Suelen tomar vermú en bar de Zaleas y hablar con jóvenes que piensan emigrar en busca de trabajo, asegurándoles que ahora es mejor irse al extranjero, a Francia, a Suiza o a Alemania, porque se gana bastante más que en España, aunque quizás se pase peor por lo del habla o porque hace frío.
—Ahí tenéis —les argumentan— a Tolo, el “Escupeplomo” y a su mujer, que llevan un par de años en Suiza con Gabriel el hijo mayor de Genoveva la del “Repelucio”; los tres se han colocado en no sé qué empresa de fabricación de tornillos y les va de maravilla.
Aunque es verdad que, cuando se le pregunta a la Genoveva que por qué su Gabrielillo no ha venido de vacaciones o para la feria de San Miguel, responde que no es por cuestión de dinero, sino «Porque “algún pendón” suizo me lo tiene engatusao».
Tú, naturalmente, con el vanidoso elitismo de tus dieciséis años, no te sentías ser como esos emigrantes, puesto que la razón de tu ausencia era diferente: estabas estudiando en un colegio de jesuitas, lejos de Villajara. Pero desde que recibiste la papeleta con las notas y la convocatoria para presentarte a la repesca el diecisiete de septiembre en Mágina, justo dos días después de empezada la feria de San Miguel, te mostrabas intranquilo. Más que preocupación por tu futuro estudiantil en la Safa, vergüenza fue lo que sentiste cuando te llegó el suspenso en Matemáticas. Y no solamente por la inalcanzable y aceptada distancia con respecto a tu hermano mayor, ratificada ‑si falta hubiera hecho‑ por tu madre en aquel acto de exhibición de diplomas y medallas acumulados en la gaveta del armario; vergüenza sentiste, porque estabas convencido de que las vecinas, tarde o temprano, se enterarían y, con ellas, las mocitas costureras, los amigos, el barrio entero, etc. Y vergüenza sentiste, sobre todo, porque, aunque superases la repesca de septiembre, que la superarías, estabas seguro de que, al reanudar el nuevo curso, la mirada de algunos de tus compañeros ya no sería la misma; porque se podía suspender en cualquier otra asignatura, pero hacerlo en Matemáticas era síntoma de evidente limitación intelectual.
Para la preparación del examen de septiembre optaste por memorizar, página tras página, cada uno de los ejercicios que en ellas se planteaban, desarrollaban y solucionaban. Como hiciste, recuerdas, cuando para la Primera Comunión tuviste que aprenderte de memoria el catecismo, sin que nadie te explicara ni tú preguntaras lo que no comprendías.
Quizás en el caso de las Matemáticas ocurriera que, en tu fuero interno, no estabas dispuesto a aceptar tu escasa capacidad para la abstracción que exigía el análisis matemático: ante los enunciados matemáticos, no conseguías formular o visualizar en tu mente la evocación de una realidad cualquiera, de una concreción, como lo hacías con las palabras o como lo percibías claramente en otras asignaturas como Literatura, Geografía, Historia… Ante la lectura de cualquier problema que resolver, te preguntabas qué hacían ahí esos números que se mezclaban con letras; por qué a veces se cobijaban bajo la alargada línea de una gran V o de una ∑ mayúscula griega; por qué se encerraban entre paréntesis y llaves; por qué algunos números se llamaban irracionales y otros trascendentes; por qué usaban un lenguaje y unas representaciones que a ti te parecían arbitrarios, por pertenecer a otros territorios, y no comprendías por qué se los apropiaban sin ninguna justificación. Como hacía aquel profesor repolludo y con cara de melocotón, cuando, con una contumacia arrogante, desarrollaba en la pizarra la descomposición factorial de un polinomio o una ecuación logarítmica, con tan sencilla como diabólica rapidez (los alumnos sólo percibíamos tras su espalda el vertiginoso picotear de la tiza en la pizarra) y llegaba a la solución sin dar explicación: era porque sí, porque él la planteaba, desarrollaba y resolvía. Acto seguido borraba lo escrito con la prontitud de un pase de magia circense, que a algunos nos dejaba estupefactos. Luego se oía el chasquido de sacudirse el polvo blanco de la tiza mediante un par de secas palmadas, se sentaba detrás de la mesa y, como si se tratara de una caza prevista, recorría nuestras caras con su mirada burlona y casi infantil, achicaba los ojuelos y, tras un estudiado tiempo de silencio, pronunciaba con sus labios rojos y regordetes un nombre con dos apellidos. Y, con frecuencia, acertaba en su tiro y en su presa.
Aún recuerdas que, en una ocasión, te rebelaste interiormente, tragaste varias veces saliva y apretaste tus labios contra los puños, cuando contemplaste el despiadado desmoronamiento psíquico de un compañero, a quien el profesor zarandeó como una bola de billar, paseándolo por todos los rincones de su ignorancia matemática, hasta que al verlo ya compungido y lacrimoso le dijo, con una mirada casi justiciera, que volviera a su asiento. Acto seguido, llamó a la pizarra al más brillante de la clase y empezó su interrogatorio, preguntándole «¿Cuántas son cuatro más cuatro?». ¿Y el sufrimiento del otro? ¿Y su humillada dignidad? ¿No había algo de sarcasmo cuando, como para respaldar su hazaña y acallar su conciencia, se le oía alguna vez decir que justicia era suum cuique tribuere? ¿Es que el aprendizaje de las Matemáticas, como el de cualquier otra asignatura, estaba por encima de la más elemental ética? ¿No disponía de otras válvulas de escape para satisfacer su acomplejada personalidad?
No eran suficientes los dedos de una mano para contar el número de amigos de muchas promociones que no volvieron al colegio a la reanudación del curso. En la naciente arrogancia rebelde de tus dieciséis años, se estamparon recuerdos como heridas que nuncar llegaron a restañar.
Ya, durante el segundo año de internado, y siguiendo la decisión que habías tomado de ser tú quien llamara la atención de los demás, habías notado lo que para ti fue una especie de descubrimiento: que si, por ejemplo, eras excelente en Matemáticas, atraerías la atención e incluso la admiración de tus compañeros de curso; si, en cambio, sobresalías en la práctica deportiva, podrías captar el aplauso no solo de tu curso, sino también el de toda una División o incluso del Colegio entero. Paralelamente a esa descocada reflexión, tenías cada vez más la impresión o la conciencia de que tu cuerpo, a pesar de su evidente delgadez y fragilidad, respondía con rapidez, facilidad y acierto a las exigencias de los diferentes deportes que comunmente se practicaban en el colegio: el fútbol, el baloncesto o incluso algunas manifestaciones del atletismo, arriesgadas por las malas condiciones con que se practicaban como, por ejemplo, el salto de pértiga. Era, sencillamente, que en tu cuerpo se estaban abriendo, de par en par, las puertas a la llegada de la pletórica juventud. El famoso aforismo «Conócete a ti mismo», descubierto en el frontispicio del Templo de Delfos, del que os hablaba el profesor de Filosofía, tú lo interpretabas a tu manera, otorgándole exclusivamente una dimensión y apreciación fisiológicas porque, como apuntaba el mismo profesor, «Sabemos perfectamente hasta dónde no podemos llegar, pero no hasta dónde podemos llegar». A menudo, te sorprendías a ti mismo, comprobando cómo conseguías que tus piernas te propulsaran con una rapidez que los otros no lograban superar; o que te proyectaran a una altura a la que no lograban acceder quienes tenían una estatura muy superior a la suya. Supiste que disponías de un sentido de la anticipación y quizás de la estrategia por encima de lo común. Era, sencillamente, porque entrabas en el tiempo de la naciente y esplendorosa juventud. La euforia de esas victorias del cuerpo te ayudaron, sin duda, a superar las derrotas de la inteligencia, y sirvieron de paliativo o de compensación al suspenso en Matemáticas, que se repitió, sin nunca saber porqué, mientras tuviste por profesor a aquel señor regordete, calvo, acomplejado y con piel de melocotón.
Discurría el cálido verano y, como cada año, se acercaba demasiado lentamente la Feria del patrón San Miguel. Durante la semana que duraban las fiestas, el pueblo duplicaba su número de habitantes porque en él concurrían muchos forasteros venidos de pueblos y aldeas próximas. También solían venir los despectivamente llamados comepollos por ser precisamente el consumo de dicha ave el mayor gasto de comida que hacían durante la feria: se reunían en una caseta, bailaban, fumaban, tomaban cubalibres y cerveza, cantaban y se contaban sus anécdotas catalanas, madrileñas o valencianas; a medianoche, como hormigas en hilera hacia un montón de trigo, los hombres iban a los asaderos de pollos mientras las respectivas esposas prolongaban las anécdotas, y al poco regresaban con su lote de muslitos asados envuelto en papel de aluminio en una mano y un cucurucho con delgadas patatas fritas en la otra. Volvían a cantar, contar, bailar y beber, y hacia los primeros albores, tambaleándose por el sopor del necesario sueño y por el exceso de alcohol, abandonaban la caseta y se dirigían en grupo a los puestos en donde, de pie, ingerían un desayuno de espeso chocolate marrón oscuro con churros, fritos en un aceite cuyo fortísimo olor delataba las numerosas veces que se había utilizado, y cuya digestión duraría hasta el atardecer del nuevo día. Y así, como si se tratara de un ritual arraigado en la sangre, como las norias, caballitos, voladoras y carruseles de la feria que, girando, tornaban siempre al mismo punto de partida; o como las cigüeñas, golondrinas y vencejos, que se daban cita en un punto concreto para la emigración anual, así también los llamados comepollos, volvían a su tierra cada año por las mismas fechas para vivir de la misma manera la tan esperada y deseada feria de San Miguel.
Aquella mañana ya tenías asumido que esta vez no podrías disfrutar enteramente de las fiestas del pueblo, porque el examen de recuperación en Mágina era insoslayable y porque dicho examen tendría lugar justo en medio de la semana de feria. Sabías que muy de mañana tomarías el autocar para Andújar, luego el tren hasta la estación de Linares‑Baeza y, en fin, que te subirías en el tranvía llamado “El león de La Loma”, cuyo recorrido era un lento y delicioso paseo que terminaba casi en las puertas del colegio. Pero en esa mañana no tenías ni la menor idea de lo que te iba a ocurrir durante el mediodía de aquel primer día de feria. Algo que te causaría una pesadumbre y rabia hasta ahora para ti desconocidas, seguramente porque lo que te iba a suceder carecía de precedentes.