«Pasó un día y otro día?», 2

28-01-2010.
Se inició el 98 con cielos plomizos y neviscas racheadas, cortantes. La terraza triste, desangelada. Macetones y jardineras, sarmentosos. El ánimo a tono. Los únicos pujantes e incansablemente musicales, los pájaros. Burguillos se sacudía la murria ‘tristeza’, contestando a sus béticos. Que siempre le alegraban la Navidad.

La nieve, tanta, le hizo un desgarrón en la malla. Soñaba con que ningún pájaro se le hubiera ido. Salió a la terraza y, como cada mañana, los llamó. Raros y nerviosos, aparecieron sobre la red Títiro, Juan-Miseria, Milord… El único que supo entrar fue El Doncel. A Amarilis, saltarina y angustiada, se la llevó un cernícalo. Aterrorizados, los otros volaron… Sin duda, al cielo pajarero, a escuchar en compañía «de la hermana calandria, sobrina del ruiseñor» las prédicas pajareras del Poverello ‘pobre’ de Asís.
El ocho de febrero le cayó encima el taco setenta y cuatro de su calendario. Fue un día espléndido. Los pájaros, avivados por el sol, no cesaban de cantar y de pelearse. Ya estaban en celo.
Burguillos salió de paseo solo. Los caminos de siempre y los temas propios de estas fechas. Como un eco, se le repetían las mismas reflexiones: Dios, el sentido de la vida, de la suya, la familia, sus niños, el dinero… Dios… ¿Dónde andaba Dios que no escuchaba su clamor?
¿Adónde te escondiste, Amado,
y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
habiéndome herido…
Salí tras ti clamando, y ya eras ido.
Intrincado tema…
Si a estas alturas del camino tuviera que hablar como un hijo confiado con un padre amantísimo, Burguillos le diría a Dios:
Gracias por los padres que me diste. Gracias porque me los guardaste hasta mis cuarenta y muchos años, lúcidos y amorosamente unidos. Gracias porque murieron en su casica, en su cama. Gracias porque no nací lisiado ni corto de luces… El boceto fue bueno, luminoso. Pero la realización… ¿A qué agobiarte, Padre, con el rosario de taras y contrasentidos con que me has deshecho la vida? No puedo agradecerte que me dieras alas para volar y me lastrases los pies con plomo. No puedo regocijarme por las anomalías incurables… ¿He de agradecerte el pan que me diste pródigo y resignarme por los dientes que me negaste? Si de algo sirven las contradicciones con que me acibaraste ‘amargaste’ la vida, tenlo en cuenta para suavizarme la muerte y su espera.
Te di gracias muy hondas, jubilosas, por los tres niños que me diste… Bien sabías que por estar con ellos y educarles con esmero me hubiera dejado pisar como el polvo de los caminos… Y, sin embargo…
En el 98 también se fue su bien amado don Eugenio. Mucho de padre tuvo para Burguillos. Nunca le tomó en cuenta la rebeldía hostil con que a veces respondía a su generosidad. Tal vez con él se fueron las esencias de la Hermandad.
Por esos mismos días de noviembre, el huracán Mich le sacudió el alma. A más de trescientos kilómetros por hora, mató a más de veinte mil y dejó a millones de ecuatorianos coritos ‘desnudos’ en la calle… Chabolas, casas, puentes y carreteras como barcos de papel se llevaban las riadas… Sepultados pueblos enteros. Y ciudades anegadas en lodo dejó. Balbuceando y aterido, un adolescente huérfano dio con la expresión: «El fin del mundo». La imagen: un padre deambulando, abrazado al cadáver de su hijo… Gritaba desesperado, enloquecido: «¿Por qué, Dios mío, por qué me lo quitas?». Perros y cerdos se vieron, devorando cadáveres…
Y, de propina, volcanes en erupción y minas desenterradas por doquier. Millones de humanos, hermanos nuestros, hijos del mismo Padre, escarnecidos en su miseria de cada día, de cada año, de San Jamás…
Con ojos de tierra, preguntas blasfemas le afloraban a Burguillos en el corazón: «Señor, Señor. ¿Es que, indómita, se te va la Naturaleza de las manos? ¿O es que entra en tus esquemas creadores ensañarte con los pobres y abandonados?».
Cerró el año y abrió 1999 sacudiendo la nieve de la pajarera.
¡Qué precariedad! Y se lamentaba íntimamente de su confinamiento: «¡Qué ruina! Me voy a morir enjaulado, sin perros, palomas, ni caballos… Ni campo. Tantas maravillas sin tocar, habiendo podido disfrutarlas. Salvo el breve oasis de mis niños, ¡qué vivir tan equivocado! Todo lo que humanamente pudo haberme hecho feliz, lo he dejado pasar».
Cuando el frío de la Meseta arreciaba, el sol del invernadero era una tentación. Burguillos apuró demasiado el gozo de estar con Eneas, Dido, Juno y Diana… Tanto calor, en la medianoche le produjo alta fiebre. Se bañó en agua tibia. Redujo la fiebre y le creció una penosa vivencia de soledad y desamparo. Conciencia y aceptación de su vivir. Acaso su cupo vital anduviera ya tan justico que necesitase de apoyos. Pero en cuanto lo superaba y se rehacía, volvía jubiloso a la fiesta de su vida cotidiana. Y, consciente de su calendario ‑setenta y cinco años‑ se aprestaba mucho más a dejarse azuzar y seducir por la pasión y el gozo de vivir y de leer…

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