25-01-2010.
Mágina, 4
Forjados en una disciplina entre seminarista y recluta, discurría lenta y repetitivamente la vida del internado de la Safa. Eran particularmente apreciadas las salidas a la ciudad durante la tarde de cada domingo en las que, semana tras semana y con un magnetismo casi irracional, recorríais incansablemente el mismo itinerario desde el internado hasta la que llamabais Plaza de Santa María. Los vecinos de Mágina veían todos los domingos a los chicos de los jesuitas cómo discurrían en pequeños grupos por la entonces amplia y desmedrada calle del Obispo Cobos, cómo ojeaban las gemelas e impresionantes torres del Hospital de Santiago, cómo se apretaban por la calle Mesones para, atravesada la Plaza del General Saro con su imponente Torre del Reloj, entrar luego zigzagueando en el Real y descender por él suavemente, mirando sus tiendas, hasta desembocar finalmente como ligeros barquillos en la majestuosa Plaza Vázquez de Molina.
Mágina era un pueblo grande, con magníficos edificios de una belleza a veces malparada, con calles no más descuidadas ni más limpias que las de Villajara y con gente quizás menos alegre y alborotadora. La explanada dominguera preferida era la que formaba la espaciosa Plaza Vázquez de Molina con su Palacio epónimo, colocado frente a la Colegiata de Santa María de los Reales Alcázares y allá al fondo, altiva y magnífica, la Capilla de El Salvador. A menudo, los muchachos os sentabais en las gruesas y negras cadenas que unían los orgullosos leones de piedra ‑severos custodios de la entrada del recinto de la iglesia de Santa María‑ y contemplabais el magistral conjunto arquitectónico.
A la vuelta, hacia el atardecer, los muchachos os parabais en los soportales de la entonces llamada Plaza del General Saro, para comprar chucherías. Algunos os distraíais, contando los agujeros que atravesaban el cráneo y el pecho de la enhiesta figura del general, estatua de plomo sombrío, ligeramente inclinada hacia delante, con unos prismáticos en la mano derecha a la altura del estómago y en la izquierda, descolgado con serena mansedumbre, un rollito de papel.
Tú, que por primera vez salías de Villajara, te quedabas embobado, observando fachadas, muros, arcos, espadañas, torres y miradores, hasta que te dolían las cervicales; y, a veces, bajabas por los descampados de la Ronda de Miradores para admirar el grandioso océano de olivos que se extendía hacia el Sur. Villajara, tu pueblo, estaba rodeado por un inmenso y frondoso mar de encinas. Allí, en Villajara, toda construcción era de recio granito con paredes encaladas, y las puestas de sol eran una contienda entre paredones de cal y cielo rojo. En Mágina, las piedras tenían el color de la arena y los crepúsculos se iban lentamente anaranjando sobre los muros, en suave despedida de la luz sobre los torreones y las magníficas mansiones señoriales.
Y así, semana tras semana, hasta las vacaciones de verano. Y así, uno tras otro, hasta nueve años, sin que nadie os proporcionara una información o explicación acerca de la singular arquitectura de Mágina. Pero quedaba estampada en la memoria, junto con la rutina de rezos, estudios y recreos, hambre o, al menos, impertinentes ganas de comer; junto al frío intenso, en el invierno, que sembraba de sabañones las orejas y los dedos de pies y manos. Las fotos, que en un álbum poco a poco fuiste reuniendo, quedaron como documento y prueba de que no todo había sido un sueño.
Años más tarde, contemplabas, por ejemplo, aquella foto de fin de tu primer curso en la que se ven reunidas a todas las dignidades del colegio: una cincuentena de muchachos entre once y veinte años, rodeando a la máxima investidura, llamada Príncipe, enmarcada por sus dos Cónsules y flanqueada en forma piramidal por las más variadas distinciones, como eran los Brigadieres, Reguladores, Ediles y Jefes de Fila. A todos ellos los veías allá arriba, en el escenario del salón de actos, contemplados y aplaudidos tras la ceremonia de entrega de títulos y medallas que, orgullosamente, el Prefecto les colgaba en la pechera, a la altura del corazón. Era el premio final a todo un año de distinguirse, de señalarse tanto desde el punto de vista intelectual, como por el comportamiento y los deberes religiosos: tal y como lo establecía la lista de asignaturas de aquellos años de internado. Y también era la forma de reconocer y exteriorizar con cierta pompa el mérito de los mejores alumnos. Tú recibiste el primer premio de Caligrafía, un premio nimio y el último nombrado: un pequeño diploma enrollado con una cinta azul. Ni te colgaron medalla ni subiste al estrado. Tú estabas, simplemente, en el extremo de la fila de los llamados; pero te sentías profundamente orgulloso, porque aquel rollito de papel era para ti la culminación de todo un gozoso curso en la clase de dibujo y de caligrafía con el profesor Ocaña.
En aquel tiempo, te divertía dibujar historias y, sobre todo, te agradaba trazar la bella morfología de las palabras en la libreta de Caligrafía. Y recuerdas que no aceptabas otro lenguaje escrito que no fuera el de la palabra, y que te perturbaba tanto el de los pentagramas (con sus bolitas oblicuas que, en ramilletes o sueltas, colgaban de unas líneas) como la mezcolanza de signos en las Matemáticas. A ti te gustaban las palabras: verlas escritas, escribirlas y pronunciarlas lentamente, porque en seguida te evocaban todo un universo palpitante. Cuando leías un libro de historia o de geografía, un poema, un cuento, o una novela, conforme ibas leyendo, las palabras cobraban vida y, sin transición, en la página se alzaba todo un mundo poblado de gente, paisajes, animales y cosas que vivían al ritmo que les imprimía la fuerza de tu adolescente imaginación. Leer era para ti, entonces, como encender una poderosa lumbre en plena oscuridad: tus ojos leían palabras e inmediatamente iban iluminándose cosas. Las palabras dejaban de ser simples trazos, que empezaban y terminaban un singular recorrido, para transformarse en seres animados. Era como si la lectura fuese la lámpara de Aladino: leídas, las palabras rozaban tu imaginación y, en seguida, te sumergían en un mundo que parecía maravillosamente real. Y, a veces, leías tan rápido que ya no veías desfilar las palabras sino la evocación animada que de ellas fluía. Tú te sentías vivir en el imperio de las palabras y te pasabas horas y horas leyendo o intentando escribir versos.
Quizás te sentías tan triste, porque aquel era tu primer año de internado: era tu primera ausencia prolongada de Villajara, de los ya imposibles paseos con el abuelo, de tu habitación que daba al patio con el pozo, la parra, los arriates y las modistillas enfrente, moviendo los labios y las manos, haciendo gestos oblicuos para que el hilo de una aguja traspasara la tersa telilla de bastidor. Y, ¡qué lejos parecían ya tus juegos con Juanito y Ernesto en la Plaza del Ayuntamiento de Villajara!
A menudo, en el silencio de la sala de estudio del internado ‑los codos clavados en la mesita y los puños en las sienes‑ o al apagarse por la noche la luz en las camarillas, notabas el deseo de volver al soplo original de aquel niño que no quería ser mayor; el niño que aún sentías vivir en el fondo de ti mismo y del que poco a poco sabías que te estabas alejando. Y no querías abandonarlo, porque percibías la necesidad, la urgencia de refugiarte en él, para aspirar la energía prístina y auténtica de aquel tiempo luminoso.
Es verdad que tu larga infancia se prolongó, sin darte cuenta, a lo largo de ese primer año de internado; pero que terminó, sin que te percataras, también ese mismo año. Como recuerdo enternecido de aquel tiempo, conservaste durante unos años, como un pequeño e íntimo tesoro, el diploma de Caligrafía. Pero nunca se habría de borrar de tu memoria aquella primera ceremonia de entrega de premios y nombramiento de dignidades, las cuales recibirían un tácito pero considerable caudal de admiración a lo largo del curso siguiente.
Fue durante el segundo año de internado cuando caíste en la cuenta, aunque quizás sólo fuese entonces una intuición, de que vivías en un colectivo cuya estructura piramidal imitaba, de modo algo aleatorio y aparentemente improvisado, la de una organización monárquico‑militar‑familiar: con el Príncipe‑alumno se colocaba en la cúspide un difuso remedo de aristocracia; luego estaba el cuerpo central, integrado por las Divisiones de alumnos, representadas “democráticamente” por más variadas Dignidades, todas ellas bajo el control de inspectores, sometidos estos a la autoridad de los padres de la Compañía. En el funcionamiento, se incitaba al estímulo y a la competición, tanto entre las diferentes Divisiones como entre los individuos que las componían. Paulatina e insidiosamente, se iba instalando en los alumnos una impronta muy jesuítica; a saber: la admirada y orgullosa supremacía de la inteligencia. Desgraciado aquel que, después de realizar algún test de inteligencia, no hubiera obtenido un coeficiente intelectual satisfactorio. La dicotomía listo/torpe, inteligente/atolondrado, superior/subalterno, se iba alojandoinsensiblemente en nuestro trato. Poco a poco y a lo largo de los años, una especie de discriminación se iba manifestando subrepticiamente en las relaciones individuales y de grupo, mediante una mirada displicente, un gesto desabrido o una risita despreciativa.
Una distancia que empezaba a establecerse ya desde el final del primer año de estudios, llamado Preparatoria: aquellos muchachos, cuya evaluación de fin de año había sido insuficiente, raramente repetían curso porque, o eran expulsados del colegio o eran transferidos a los Estudios Profesionales, que entonces estaban considerados como una especie de segregación intelectual, porque desarrollaban el aprendizaje de un oficio manual. Sus alumnos eran los que iban a clase vestidos con un mono azulado o verdoso, y pasaban días y días en unos talleres mecánicos, de los que salían con las manos sucias y con manchas de grasa en la tela del mono y en la cara. Ellos no estudiaban Latín, ni Filosofía, ni Psicología, ni Literatura; y hasta alguno pensaba que ni las Matemáticas ni la Física podían ser las mismas… Más tarde, estos Profesionales trabajarían en talleres de Madrid o de Barcelona, o emigrarían a Alemania para trabajar en alguna empresa de coches, tras haber obtenido el visado del Instituto Nacional de Emigración y la correspondiente Cartilla Sanitaria. En cambio, los otros, los “talentos” de Magisterio, se dedicarían a instruir y a educar el futuro de Andalucía en alguno de los prestigiosos colegios de la Safa. Con los de Magisterio, los Profesionales no compartían ni siquiera los recreos. A ellos se les llamaba despectivamente los “comanches” y su territorio se situaba allá en la parte baja del colegio, en un recinto cerrado en forma de horquilla e integrado por media docena de naves.
Consciente de esta disparidad, uno de sus inspectores comentaba, con cierta sorna, que si los de Magisterio se ponían los domingos una corbata, los Profesionales se pondrían dos, una de ellas en lugar del cinturón. Aquella pretenciosa y ridícula superioridad, aunque no estaba fomentada por los padres religiosos, constituía, sin embargo, una realidad discreta pero visible, que en ningún momento fue anulada o combatida por dichos padres; ellos, seguramente, consideraban que los estudios de Magisterio y los de Profesionales constituían dos itinerarios diferentes que no tenían por qué coincidir en ningún momento de la vida del internado. Salvo en la hora de la misa y, quizás, en los encuentros de fútbol, en los cuales, naturalmente, todos jugabais en el mismo campo, pero enfrentados por pertenecer a equipos distintos. Y, sin embargo, vivíais todos en un mismo internado que todavía se llama Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia.
Cuando llegaron las largas vacaciones de verano, ese inoculado elitismo, arropado por una nebulosa aureola de superioridad intelectual, se prolongaba en la relación con la gente del pueblo. «¿Y ya está de vuelta el niño?» «Hay que ver lo formalito que está y lo mayorcito que se ha hecho». «Pero, ¡qué delgadito ha vuelto! ¿Y en qué colegio decís que está? ¡Anda, con los jesuitas! ¡Vaya, vaya! ¿Lo mismo que su hermano? ¡Pues, mira qué bien!», expresaban las vecinas a tu madre o a tu tía mientras tú, con las manos hundidas en el bolsillo, te alejabas por la calle Concejo arriba, al encuentro con Santiago y con Pepe, tus dos nuevos amigos, estudiantes en el Instituto de Córdoba.
Las caminatas vespertinas por el Paseo de la Estación fueron sustituidas por los baños en una cerca de las afueras de Villajara, propiedad de la familia de Pepe. Terminado el baño, os ibais a jugar al salón de billar que acababan de abrir junto al bar de Bernardino; otras veces, os acercabais al Centro de Acción Católica para oír canciones de Andy Rusell o del Dúo Dinámico, y porque allí solían reunirse chicas algo pijas, a las que les gustaba hablar con vosotros, porque estudiabais lejos del pueblo. «¿Y cómo dices que se llama la ciudad donde estudias?», «¿Mágina? ¡Ay, qué nombre más bonito y romántico!», «¿Y son los jesuitas tan listos y severos como dicen?». Y las chicas contaban que pronto se irían con sus padres de vacaciones a unas playas de Málaga, en donde había extranjeros muy rubios y altos, de Suecia. Un sábado, cuando subías para el Centro de Acción Católica, te encontraste con tu antiguo amigo Juanito, en la misma acera de la calle Concejo; os estrechasteis las manos y os cruzasteis unas pocas frases de circunstancia y de lo más anodinas:
—¡Hombre, qué hay! ¿Ya de vuelta? ¿Cómo te ha ido en el colegio? —te preguntó, poniéndose una mano como visera a la altura de sus pobladas cejas, porque le daba el sol en plena cara—.
—Bien, bien. Y tú, ¿qué haces ahora, Juanito?
—Pues, mira, ayudándole a mi padre en lo de correos y en el tema de las monterías que ya estamos preparando para el próximo invierno.
—Ah, bueno. Ya me explicarás eso de las monterías. ¿Y de Ernesto qué sabes?
—Poca cosa. Hace ya tiempo que no hablo con él —hizo una pequeña pausa y sacó un paquete de tabaco mientras añadía—. Sé que estuvo medio ennoviado con una chica de Pozoblanco, pero que la cosa no cuajó —te ofreció un cigarrillo y, ante tu gesto negativo, se colocó uno a la izquierda de la comisura, lo encendió dándole un par de vigorosas “caladas” y, mientras achicaba los ojos y fruncía sus poderosas cejas, siguió diciendo, al tiempo que de su boca fluía un chorro de humo azulado—. Desde entonces, Ernesto se ha vuelto algo raro; me han dicho que está muy delgado y uraño.
—¿Irás al partido mañana?
Para que no se sintiera obligado a ir, o quizás por pudor, no quisiste decirle que tú jugabas en el equipo del pueblo. Sorprendido de que no le hicieras más preguntas sobre la situación de Ernesto, Juanito respondió como balbuceando:
—No sé, no sé. Ya sabes que yo el fútbol… Y tú, ¿estarás para la feria de San Miguel?
—Pues claro que sí.
—Oye, ¿y porqué no vamos a tomar algo y me cuentas cómo te va con los jesuitas?
—Ahora no puedo, Juanito. Tengo prisa. Lo siento de verdad, pero es que me están esperando.
Le contestaste, mirando el reloj de la poderosa torre de la iglesia de San Miguel, cuyo campanario asomaba erguido sobre las últimas casas de la calle Concejo. Entonces, Juanito, dándote unas suaves palmadas en el hombro y con una sonrisa que apenas amortiguaba su decepción, te dijo, al tiempo que se echaba a andar:
—Bueno, hombre, bueno: pues entonces, hasta otra.
Estabas seguro de que, unos pasos más allá, Juanito volvería la cabeza para mirarte y como para certificar que vuestras vidas estaban tomando caminos cada vez más diferentes.