Las décadas, 03

29-12-2009.
Mágina, 3
Pocos años después de ese traumatizante primer viaje al internado de los jesuitas de Mágina, te encontrabas, ya barbilampiño, tendido en la cama de tu casa; esa cama colocada bajo la ventana de la habitación que da al patio en donde está el pozo, y desde donde podías observar al grupo de modistillas, alumnas de tu tía Angelita, que preparaban la ropa del ajuar mientras ronroneaban una copla de Juanito Valderrama, Adiós mi España “quería”, y ya sin tu Manolete, porque te lo había envenenado con matarratas una malintencionada vecina.

Ahora, ya en plenas vacaciones de verano, solías adormecerte, intentando comprender por qué te había suspendido aquel profesor de Matemáticas bajito, calvo, rechonchete, con carita de melocotón y atiplada voz. Un suspenso que había llegado en una hojita doblada dentro de un sobre blanco con remite Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia. Al leerla, tu madre te llamó y sin decir una palabra te condujo a la salita donde está la cómoda, abrió el segundo cajón e introduciendo en él su mano derecha accionó el pestillo que abría la gaveta y tirando de ella descubrió, bien enrollados en cilindros de cartón, títulos de todas clases y colores, notas con repetidas matrículas de honor, medallas de excelencia con su cordón entreverado de azul y blanco: eran los honores que anualmente recibía tu hermano Federico. «Y tú me vienes con un suspenso… ¿Es que no te da vergüenza? ¡Vamos, hombre, vamos!». Y sin pedir ni desear explicaciones, tu madre te dio la espalda y se volvió a la cocina a preparar el almuerzo, al término del cual esperabas que tu padre te rezongara aquello de «Ya te he dicho que nunca te tengan que llamar la atención». Para sorpresa tuya, sólo te miró fijamente, balanceó con gesto negativo la cabeza y salió a la calle dando un portazo. Para tu padre, el suspenso del profesor de Matemáticas equivalía a que te había llamado la atención.
Durante aquella siesta, se apoderó de ti un sueño tan enturbiado como el que tuviste la noche de tu primera llegada al internado de Mágina, cuando, aturdido y desalentado, te quedaste dormido prometiéndote que tendrías que poner en práctica el serio consejo de tu padre. Es posible que durante esa siesta se repitiera el sueño de aquella primera noche en la que te dijiste una y otra vez que serías tú quien llamara la atención de los demás, en vez de que los demás te la llamaran a ti. Absurdo juego de palabras que te construiste en forma de imperfecto retruécano y que fue tu línea de conducta durante mucho tiempo. Esa es quizás la explicación del porqué de esa sonrisa que, casi como un tatuaje, está adherida a tu cara en cada una de las fotos a lo largo de tus primeros años de internado: te esforzabas en llamar la atención mostrándote divertido, ingenioso, amable y sonriente; te afanabas en ser habilidoso jugando al ping-pong en la sala de juegos o cantando en el coro o jugando al fútbol o al baloncesto o saltando con la pértiga. Enseguida comprendiste que era mejor estrategia que los demás se fijaran en ti mediante la empatía que produce una sonrisa, que no por la tristeza de una mirada evasiva. «Haz de tripas corazón», le habías oído decir alguna vez a tu madre.
Pronto, y seguramente de manera instintiva, te diste cuenta de que vivíais en un ámbito en el que convenía destacar, señalarse, distinguirse, siempre que se respetaran, claro está, los márgenes y directrices que constituían los ejes espirituales, intelectuales y de conducta de aquel internado de jesuitas: una especie de triángulo básico sobre el que se apoyaba y se forjaba la vida del internado.
El ejemplo más evidente, por su diaria recurrencia, era la obligación a la práctica religiosa, aunque sin empujar, de manera tan intensa como visible. Tal vez por eso consideraran dichos padres jesuitas que no era suficiente con ir a misa cada día, ni con rezar antes y después de cada comida, o hacerlo en grupo y en voz alta durante el rosario de cada atardecer. Era también muy aconsejable comulgar cada día: te levantabas del banco cuando te tocaba engrosar la fila de compañeros que, con los brazos cruzados ‑era tu postura‑ o las manos con los dedos engarzados a la altura del bajo vientre, avanzabais despacio hacia el sacerdote que os depositaba sobre la lengua el cuerpo de Cristo y volvíais luego al asiento con el rostro sincera, obstinadamente serio y la mirada humillada, hincando las rodillas en el escabel del banco para terminar abismándoos en una meditación con los codos clavados en el reclinatorio y la cara oculta tras las palmas de las manos, como si delante de vosotros tuviera lugar un espectáculo bochornoso o como si estuvierais sumidos en una profunda reflexión metafísica, mientras que en el estómago se os estaba diluyendo, nada más y nada menos, que el sacrificado hijo de Dios.
La misa de los domingos, aderezados con chaqueta y corbata, era el momento ideal para hacer gozosamente alarde de limpieza de alma y pureza de corazón. A veces, durante la misa ‑Colomina al órgano y don Isaac a la batuta‑, un voluntarioso monaguillo de doce o trece años, al que ya habías visto tambalearse durante el Ofertorio, se desvanecía tras la Comunión: porque el muchacho se levantó a las siete, porque tuvo que esperar turno en las duchas con agua fría, porque fue luego a la sala en donde tenía lugar el ensayo de los cánticos para la misa de las ocho, porque la misa cantada se hacía interminable, porque tenía que comulgar, porque, en consecuencia, ni una gota de café con leche y ni una migaja de pan podían acceder a su estómago, y porque, finalmente, ese monaguillo tuvo que permanecer largo rato de rodillas sobre el marmóreo y helado suelo del altar mayor.
Más llamativos y al mismo tiempo intimistas podían ser los anuales y obligatorios ejercicios espirituales, espacio ideal aunque no único para el enaltecimiento de valores y modelos de reflexión espiritual —Los ejercicios espirituales del aguerrido general de la Compañía, Ignacio de Loyola, las prácticas ascéticas de Luis Gonzaga, el «Nunca más servir a un señor que se pueda morir» de Francisco de Borja o las terribles mortificaciones y ayunos del dulce Estanislao de Kostka—. Y pronto también te diste cuenta de que, observando el comportamiento religioso de ciertos padres jesuitas o prestando atención a cuando os contaban la vida dura y sacrificada que alguno de ellos practicaba, concluías que lo conveniente en términos de estima general era la demostración franca, sin hipocresía y sin complejo de aquellos valores religiosos. Actitud que nadie tacharía de impostura o calificaría de superchería. Más bien al contrario. Así ocurría cuando, durante los ejercicios espirituales, alguno remedaba ridículamente a los antiguos anacoretas, aislándose en cualquier oquedad del descampado del colegio para meditar acerca de la plática que minutos antes había pronunciado un jesuita, especialista en ese tipo de prédicas espirituales —«Nunca más servir a un señor que se pueda morir»—; o cuando, como convicción íntima y sincera de arrepentimiento y penitencia, alguien le socilitaba al padre espiritual un cilicio para colocárselo secretamente en torno a un muslo o a un brazo, sabiendo que en cualquier momento habría de emitir un susurrante «¡Ay!» sonriente y mortificado, y lo convenientemente tasado como para suscitar en el compañero que le había rozado la sospecha de la existencia de un cilicio en su cuerpo. Y qué satisfacción, cuando la mirada ovina y cómplice del compañero insinuaba que él también llevaba otro. ¡Con qué alegría interior y compartido mutismo imitabais el ejemplo del inigualable Estanislao!
¿Y no era también durante los ejercicios espirituales cuando a tu sonambulismo se añadió el terror que os producían aquellas películas que los jesuitas os mostraban al atardecer, en donde se veíanescalofríantes escenas con personajes, a veces monjas, que se hundían en el tenebroso y horrendo infierno por haber escondido a su confesor un vergonzoso amorío hasta el último aliento de su vida?
Nunca te preguntaste qué se pretendía hacer u obtener de vosotros mediante esas misas y letanías cotidianas, esos rosarios cantados durante el mes de mayo, mes de María, recorriendo a paso procesional los descampados y veredas del colegio, o mediante aquellos anuales ejercicios de profundización espiritual.
Si alguna vez hubieras pensado en ello, habrías quizá deducido, con razonamiento claramente simplista e infantil, que si —como te decían los padres— nunca pecabas ni por pensamiento, palabra u obra irías seguramente al cielo; pero, que si mentías a tu confesor, podrías terminar en el infierno o, en el mejor de los casos, en el purgatorio, lo cual tampoco era deseable según os lo pintaban. Mas, ¡qué difícil era mantener o respetar aquel tácito contrato del «No pecar ni por pensamiento, palabra u obra», cuando, de un año al otro, se iba sintiendo cómo avanzaba imperativamente la exigente llamada de la naturaleza: ya habías dejado en casa definitivamente el pantalón corto; ya te salían granos en la cara e intentabas no toser al encender un cigarrillo; ya empezabas a peinarte sin raya, con el pelo aplastado hacia atrás, imitando a alguno de tus compañeros que, quizás prematuramente, se afeitaba con jabón y cuchilla. Entonces, el confesionario se iba poco a poco convirtiendo en un lugar en donde a la pregunta capciosa y fisgona del confesor se respondía o bien mediante un «Sí, padre, he pecado» ‑emitido casi siempre con susurrante rubor‑, o bien se replicaba por medio de una rotunda negación que, pronunciada secamente, quizás pretendiera enmascarar la descarada mentira o, al contrario, mostrar con seráfica satisfacción una prolongada inocencia. Naturalmente, los padres jesuitas os ayudaban a contrarrestar ese reclamo, esa convocatoria, esa llamarada de la vida que está inscrita en vuestro propio ser, mediante las inútiles porciones de bromuro con que vuestras monjitas sazonaban el café con leche del desayuno.
Es de suponer que desear conseguiros esa salvación eterna era el objetivo último de vuestros padres jesuitas y, por qué no afirmarlo, también el vuestro. Pero a medio plazo, es decir, tras esos ocho o nueve años de internado ¿qué pretendían, qué buscaban con esa misa y rosario cotidianos, esa semana tras semana de comuniones, ese año tras año de ejercicios espirituales con los que, de manera casi imperceptible, se iba cincelando en vosotros una manera de ser, un modo de pensar y de comportamiento tan sumamente análogos y parejos a como cuando en el gran campo de fútbol practicabais ejercicios de gimnasia, respondiendo de manera rápida y uniforme al agudo silbato de don Isaac, con cuyo estruendo unos minutos antes os había sacado de vuestras camas: «Firmes», «Formen filas», «Marquen el paso…»? O como cuando, en las fiestas de fin de curso y tras el lloroso «Adiós, reina del cielo», cantabais el Himno de la Safa para despediros «…con ansias de conquista / del campo andaluz. Porque Cristo reine, / porque impere España, / trabajaremos firmes en la fe. / Somos cruzados / de gesta inmortal / y tremolamos / pendón ideal». Un himno con lenguaje fuertemente contaminado de textos “pemanianos” y del espíritu nacional de posguerra.
Si hubieras reflexionado, quizás la respuesta hubiera sido que se pretendía obtener de vosotros ‑y conocida era de sobra la inteligencia de los jesuitas cuando querían obtener algo‑ una cierta homogeneidad o sello indentificativo; que se buscaba imprimir en vosotros esa presencia y prestancia, esas señas de identidad elitista que confieren un aire de familia a quienes se formaban en un internado de jesuitas. Quizás fuera ese el resultado que perseguían los padres tras casi una década de formación espiritual, cultural e ideológica en régimen de internado. Quizás fuera también ese el precio, el tributo, la contrapartida a la formación, alimentación y alojamiento prácticamente gratuitos que recibían los internos durante nueve años. Porque no era concebible, por contradictorio, que los padres jesuitas aspiraran a conseguir de sus alumnos un gregarismo vulgar y adocenado. Ahora bien, si lo intentaron ‑lo cual nunca tú pensaste‑, es de creer que muchos peces se les escaparon por entre las mallas.
Cuando años más tarde repasabas con cierta nostalgia las fotos reunidas en un cajón de tu despacho, no era excepcional encontrar en las últimas fotografías de tu promoción la figura de algún compañero sentado en una silla con una actitud mansa y sumisa, casi beatífica, de anticipada disponibilidad sin precio; lo común en esas fotos era, en cambio, la presencia serena y sólida de un grupo de jóvenes que parecen estar seguros de sí mismos, que dan la impresión de que están dispuestos a comerse el mundo, cuando se observa la mirada inquisitiva y frontal que dirigen hac¡a el objetivo de la cámara; unas fotografías que habían sido rebeladas en el laboratorio del señor Baras, fotógrafo de la mítica Mágina, discípulo quizás del famoso Ramiro, el Retratista, heredero a su vez del legendario don Otto Zenner, según se cuenta en El jinete polaco.

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