A solas y con amor, y 2

18-12-2009.
Ya no gemía Burguillos como en los días de la desaparición traumática y tenebrosa. Pero, a veces, se le recrudecía la angustia de pensar que todo: escritos, nostalgias, presentes… todo eran abrazos asidos al viento… Sabía que el cariño que sintieran por él se había esfumado en la maltratada ausencia. Y no era eso lo que más le dolía…

Burguillos temblaba porque, en su formación, a estos niños les faltasen objetivos seductores, ambiciosos… Y que se quedasen en el recurso del vuelo corto para optar a una colocación sin relieve. En el arpa, las cuerdas flojas nunca se rompen. Pero no bordan melodías en el silencio.
Fluía el tiempo, sereno y pausado como el Pisuerga. Y, a tono con uno y otro, fluía su vida, sin incidencias ni episodios adversos. Ni siquiera un catarro. La cabeza clara, limpio el corazón y el ánimo expandido como una bandera al viento. Asumía el pasado con humildad y escozores. Y como consuelo, rezaba los salmos penitenciales… Domine, ne in furore tuo arguas me ‘Señor, en tu furor no me recrimines’… Miserere me¡, Deus… Y no consentía que los fantasmas problemáticos, inciertos, del último futuro, le ensombreciesen el presente.
Ya en abril, se destrenzaba cada tarde por las veredas de siempre. Invadía siembras, saltaba arroyos y escalaba altozanos… Y esperaba la paz gozosa del atardecer. Echaba muy en falta a sus perros y un caramillo.
Los inviernos le acortaban los paseos camperos. Pero regresar con frío a la intimidad silenciosa y cálida del hogar, y sentarse a leer, era una delicia refinada. Que en el silencio hablan Dios y las musas al alma… Y si la palabra es tiempo, el silencio paladeado es eternidad.
César, Cicerón y el dulce Virgilio le sedujeron todo un invierno. Las artes o saberes que se cultivan de joven, saboreándolos a placer, parece que están reclamándonos siempre al deleite. Burguillos hubiera enamorado a sus pequeños amigos con los clásicos…
Otros inviernos se deshojó sobre sus temas favoritos. Autores había que le encandilaban. ¡Ay, los humanistas! Su viejo maestro, G. W. Allport, le entusiasmaba. Tanto, que al cerrar el libro La personalidad. Configuración y desarrollo, a veces lo besaba como si fuera Verbum Dei ‘Palabra de Dios’.
En esos gozos siempre llevaba de la mano a Jesús, Héctor y Alberto. Eran el punto vivo de interés y referencia. Y con ellos en el recuerdo, se le esclarecían los temas… Y es que la inteligencia hace muy a gusto los caminos que llevan a las verdades del corazón. Y nunca tuvo en la mano, gracias a su gente menuda, tantos saberes frescos, bien contrastados y a punto. Ni tanta agilidad mental, ni tanto entusiasmo… Y la mano, como siempre, rota y abierta.
El tiempo galopaba imparable, sin hacer ruido. Uno tras otro le caían los años encima como una lluvia mansa sobre una torre de adobes. Y Burguillos se inquietaba. La ausencia incomunicada se le hacía penosa, interminable como un día sin pan. Seguía en contacto con Lola. Y hasta hubo momentos de animado acercamiento…
Mal que bien, había logrado, hacía tiempo, ajustar sus posibilidades, realidades y aspiraciones. Esto le producía paz.
Siempre buscaba algo bonito que hacer. Unos versos, un artesonado, un busto… O una carta sentida para algún gran amigo. Que siempre tuvo gente a quien amar. Y siempre algo bello y sugerente que esperar. A estos niños le parecía que les había esperado toda su vida.
Rebuscaba Burguillos a los días, gozo e ilusiones. Y, para hallarles abundosos, volvía a sus viejos caminos. Acercarse a toda realidad en actitud de amable y humilde captación.
Frecuentes visitas y encuentros de amigos distinguían su casa y le enriquecían. Por la altura de temas y por su cordialidad, le alegraba departir con Eugenio Baraja, joven profesor universitario de probada valía y amistad.
Si las golondrinas traen la primavera, Burguillos vivía en perenne primavera, porque, bulliciosas como ellas, le llegaban durante todo el año cartas, llamadas, visitas de sus amigos andaluces. A pesar de su pena, vivía ávido de vivir. Y le ilusionaba apurar su futuro con proyectos creativos, a la medida de sus capacidades.
Con las llaves ya en la mano, inspeccionó cada estancia. Se acordaba de sus pequeños e, imaginativamente, les asignaba las habitaciones más alegres.
Un palaciego chalé en amplia parcela, a diez, quince minutos de su casa, realizaba virtualmente su obsesión por la vida en el campo. Beatus ille… De arriba a abajo cruzaba el terreno. Amistoso, casi paternal, miraba a los árboles. Vio enseguida dónde hacer el invernadero para tener rosas frescas todo el año. Y dónde las cuadras de los caballos. Cerca, para poder oír la plata de sus relinchos. Y oteando desde la galería alta, se ensimismaba al contemplar las rutas de Almanzor, de Isabel y de los Comuneros… Y se sentía un poco señor. Que todo aquello era grande y señorial. Y escuchaba voces pidiéndole palomas, perros, caballos… Niños, jóvenes: «¡Vida! ¡Cuánta dicha ‑se decía‑ haberme encontrado embelleciendo la piscina, sus entornos…! Preparar la pista del frontón para festejos, cumpleaños y bailes…».
Se conformó Burguillos con atender los árboles. A los pinos, ya más que pimpollos, les dio una poda de urgencia. Y los bautizó con nombres de sus poetas preferidos. Llamó Homero a un nogal añoso y venerable. Lo más cautivador, ¡unos cedros del Líbano! A los tres mejor conformados les colgó sendas tablillas pirograbadas: Jesús, Héctor, Alberto fueron los nombres de aquellas tres maravillas botánicas.
Con Lola nunca perdió contacto… Después de tantos años y envites, poco teníamos que hablar. Los niños ya no eran pared.
Bien sabía Burguillos que, ni con ella ni con otras buenas amigas disponibles, a sus setenta y tantos años a nada iba a llegar. Nunca pensó hacer del matrimonio ni del sacerdocio un refugio. Y siguió asido a la soledad como reconstituyente y libertad del ánimo.
Los niños seguían doliéndole como una herida profunda, incurable.

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