Cuéntame un cuento, abuelito

15-12-2009.
A Antonio Lara, que, con su relato, nos ha regalado la memoria dulce y paciente de su abuelo; las manos temblorosas; el miedo y el dolor de recuerdos inciertos; el cálido latido de la sangre; la noche oscura de sus ojos y el afecto infinito de tantos sentimientos antiguos, nobles y profundos.
Al salir del comedor, tras unos minutos en el patio, entrábamos en clase, rezábamos de forma rutinaria y nos sentábamos.

Un alumno pasaba por los pupitres, repartiendo los libros de lectura. Aquellos libros inolvidables, de color verde, en los que cientos de niños aprendimos esas lecciones tan grandes y tan sencillas que jamás se borran de la memoria. “Lecturas de Oro”, colección de ejemplos, fábulas e historietas para niños, de don Ezequiel Solana, maestro de las Escuelas públicas de Madrid, decía en la portada.
Con el libro cerrado todavía, sobre el pupitre, esperábamos atentos y en silencio a que don José iniciara el breve comentario que precedía a la lectura. Cuando don José hablaba, nosotros permanecíamos quietos y callados, escuchándolo, con la boca abierta, siguiendo sólo con los ojos los movimientos del maestro. La historieta de aquella tarde se titulaba “De un sabio y un niño”.
Era la historia de un niño que jugaba en la orilla de la playa y un sabio que paseaba por allí, tratando de descifrar el misterio de la Santísima Trinidad, se acercó a él y le preguntó:
—¿Qué haces?
—Voy a meter toda el agua del mar en este hoyo que he abierto con mis manos.
Al oír la respuesta, el sabio se echó a reír.
—Pero, ¿no ves que eso es imposible?
—Más imposible es —respondió el niño— descifrar el misterio de la Santísima Trinidad con tu humano entendimiento.
Y desapareció, porque el sabio era San Agustín y el niño, un ángel del cielo.
Cómo nos gustaba escuchar aquellas historias tan bonitas. Después de contarlas, don José nos miraba afectuosamente, sonreía y nos preguntaba si las habíamos entendido. Al final de la lectura, una frase resumía los contenidos, a modo de conclusión. Era el “pensamiento” que escribíamos en el cuaderno y que aquella tarde decía: Debemos admirar los misterios de nuestra religión, sin intentar comprenderlos.
Luego, un alumno, en pie y en voz alta, iba leyendo hasta que el maestro le decía que se sentara, e indicaba a otro que continuara, en el párrafo siguiente. A veces, algún niño se distraía mirando los desconchados de las paredes u oyendo las voces que a través de las ventanas llegaban de la calle. Entonces, don José pronunciaba el nombre del alumno distraído para que siguiera leyendo y el muchacho, sorprendido, no sabía dónde continuar y bajaba los ojos, avergonzado.
Después de leer, analizábamos cada palabra, siguiendo unas normas y una musiquilla que al poco tiempo de practicarla nos eran de gran ayuda. Se empezaba por el título de la lectura. “De”, preposición propia —decía un alumno—. “Un”, artículo indeterminado, masculino singular —expresaba el siguiente—. “Sabio”, adjetivo calificativo, masculino singular… y así, hasta terminar el pasaje.
Una tarde, apareció en la puerta de la clase la impresionante figura del padre Pérez Romero. Se acercó a don José y le dijo al oído alguna cosa. Don José, me miró y me dijo muy serio que dejara el libro y acompañara al padre. Recuerdo que bajamos los escalones de la explanada y fuimos paseando en dirección al estudio. Él me hacía preguntas, aparentemente sin importancia, hasta llegar a la pequeña cueva que había a la mitad del sendero. Allí nos detuvimos. Entonces me preguntó si yo quería mucho a mi abuelo. Contesté que sí, mientras miraba la fina lluvia que caía del techo de la cueva sobre la imagen de la Virgen.
También le dije que mi abuelo había sido pastorcillo y que sabía distinguir el canto del jilguero, del mirlo y del ruiseñor. Que me enseñó el nombre de las hierbas del monte y el perfume del tomillo, la lavanda y el romero. Que me contaba historias de lobos y cazadores, que había escuchado a los arrieros por las noches, junto al fuego de las posadas. Que conocía los caminos menos transitados desde La Mancha a Andalucía, por donde salía con los borriquillos cargados de aceite, las noches de lluvia o nieve, hasta que, en una ocasión, los pilló la Guardia Civil y les quitó la carga. Mi abuelo estuvo enfermo mucho tiempo, sin salir a ninguna parte.
El padre me preguntó por su salud y si se alegraba mucho al verme, cuando volvía a casa de vacaciones. Yo le dije que sí, que se alegraba y le gustaba oírme recitar las poesías que aprendía en el colegio, como la del sabio que iba comiendo yerbas por un camino o la de la mona que se subió a un nogal y tiró una nuez porque estaba verde todavía. Pero que cuando la poesía era de la Virgen como la de “Dulcísimo recuerdo de mi vida”, mi abuelo se emocionaba y se echaba a llorar.
Entonces me dijo que, algún día, su alma volaría al cielo, pero que ese día no debía llorar, porque desde allá arriba él me veía y me decía adiós, con la mano, muy lentamente.
Cuando, en la soledad de mi conciencia, pienso en lo que soy y en lo que pude ser, veo claramente que mi infancia está llena de un cúmulo de afecto, paciencia y generosidad por parte de aquellos extraordinarios educadores de las Escuelas, ante los que uno no tiene más remedio que sentirse pequeño e insignificante pero eternamente agradecido.
Barcelona, 13 de diciembre de 2009.

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