Mi abuelo me contaba, 3

11-11-2009.

 

Aquella mañana de un sábado de mediados de junio, yo había subido a la Plaza del Ayuntamiento con Juanito y Ernesto, amigos y vecinos de la calle La Palma, que hacía esquina con la calle Concejo. Desde hacía unos meses, el Ayuntamiento había decidido remodelar la plaza, colocando en su centro un amplio quiosco exagonal, en cuya planta baja y trasera se situarían, según mi padre, unos aseos públicos, una cafetería y un puesto para la venta de chucherías; mientras que la planta superior, abierta por todos los lados y rodeada de media docena de arcadas, como un templete oriental, estaría destinada a manifestaciones artísticas, especialmente a los conciertos de fines de semana que la importante banda de música del pueblo daba por entonces en la plazoleta de La Fuente Vieja, situada en el barrio de Los Olivos, casi en las afueras de Villajara.

 

 

Por ser uno de los pocos veteranos de la banda, mi padre estaba muy al corriente de dichas obras y del próximo traslado la Plaza del Ayuntamiento. Además, era uno de los destacados músicos, pues con la misma pericia tocaba el clarinete o el saxofón en sus respectivas y diferentes modalidades. A veces, incluso, sustituía al maestro Ochoa, cuando por enfermedad o viaje este se ausentaba del pueblo. De las interpretaciones de la banda, que contaba con una cuarentena de músicos, eran especialmente apreciados los pasodobles toreros y algunos, como “Lucerito que me guía”, “La venta del Brillante” o “Suspiros de España”, eran siempre muy aplaudidos. La Semana Santa y las fiestas locales eran los momentos álgidos en los que la banda de Villajara manifestaba su saber y maestría en la interpretación de un amplísimo y variado repertorio.
La banda era el orgullo y buque insignia del pueblo. El año anterior, había competido en el Concurso de Bandas de Música de Pueblos de España, organizado por la alcaldía de la capital valenciana, y había obtenido nada menos que el décimo puesto.
¡Con qué gozo volvió mi padre de su viaje y triunfo en Valencia! «Más emperifollado» ‑decía mi madre‑ que un militar: el traje todo de azul oscuro, la guerrera con su cuello alto y duro, llena de botones dorados en el pecho y en los puños de las mangas; los hombros, con las rutilantes charreteras plateadas; los pantalones, con las vistosas y estrechas cintas rojiblancas que descendían por los laterales externos; y con su sombrero, que él llamaba «mascota», de copa plana y visera enmarcada por un cintillo. Encima de la repisa de la chimenea colgó mi madre la medalla plateada en forma de estrella y colocó el marco con el diploma que había recibido mi padre como miembro de la banda.
El quiosco estaría terminado para últimos de agosto y su inauguración tendría lugar el 29 de septiembre, día en que comenzaba la Feria de San Miguel, patrón del pueblo. La espaciosa Plaza del Ayuntamiento, en la que desembocaban todas las calles importantes de Villajara, estaba llena de montoncitos de arena, de ladrillos y adoquines, martillos, piochas y palas, que los obreros habían, cuidadosamente, colocado, bajo un enorme plástico, al lado de una pared de la iglesia parroquial. El lugar era ideal para que los chiquillos organizaran y practicaran cualquiera de sus juegos. La mañana lucía un sol radiante. Juanito, Ernesto y yo decidimos subir a la plaza para ver el progreso de las obras (imitando la autoridad de mi padre, yo les explicaría que «Aquí se pondrá esto y allí lo otro») y, de paso, para jugar al “Guá” con las bolas.
Ensimismados estábamos en nuestros juegos cuando, de pronto, un camión, haciendo un ruido tremendo, entró en la plaza por la calle Herradores, giró a la izquierda y se plantó, justo, frente a la puerta del Ayuntamiento. Detrás de él, una docena de chiquillos y mozuelos gritaban y repetían: «¡Los maquis muertos! ¡Los de Caballero! ¡Los del “Bigotes” y “La Mojea”! ¡Los de la sierra, muertos! ¡Los tiráos al monte, muertos!».
El camión, parado delante del Ayuntamiendo, carecía de toldo y solo las compuertas impedían ver qué transportaba. Cuando frenó en seco, frente al Ayuntamiento, la patulea de chicos, que lo seguía, intentaba subir al trasero del camión. Yo me uní a ellos y, dando un salto, me apoyé en una rueda trasera, me así a la madera de lacompuerta y pude, durante unos segundos, contemplar el terrible espectáculo: media docena de hombres (aunque me pareció ver también a una mujer) hacinados, algunos con el torso desnudo y todos manchados: pelo, cara, brazos, torso, camisa, falda, pantalones, con sangre de un color rojo amoratado y reseco.
Del estremecimiento y terrible estupor me sacó el golpe que, con la culata de su fusil, me asestó en la cintura un guardia civil. «¡Venga!, ¡abajo todo el mundo!», «¡Abajo todo el mundo he dicho!», «¡Aquí no hay nada que ver!, ¡fuera, fuera!», gritaba, mientras repartía culatazos a diestro y siniestro. Con tanta fuerza los daba que se le resbalaron el tricornio y las anchas gafas de sol; estas, las logró atrapar a la altura de su impresionante y negro bigote; aquel, cayó por su jadeante pecho hasta rodar por el suelo, momento que aproveché para salir disparado hacia mi casa. Ni las llamadas de Juanito ni las voces de Ernesto: «¡Oye!, ¿pero adónde vas?; ¿qué hay en el camión?», detuvieron mi carrera. Por la bajada de la calle Herradores hasta la calle Concejo, se habían formado corrillos en las entradas de algunas casas. A veces se oía murmurar a mujeres, asomadas a los batientes: «Son los de Julián Caballero y “La Mojea”, que los ha cazado la Guardia Civil»; otras, con pañuelo negro en la cabeza, se daban la vuelta y cerraban rápidamente. Como una exhalación, entré en mi casa por la puerta falsa y, jadeando, me fui a mi habitación, en donde dormía mi Manolete. Echado en la cama, todo el pavor de mis miedos infantiles se concentró en aquella imagen luctuosa: miedo a las flechas que atraviesan el cuerpo de San Sebastián; miedo a la sangre que baja por las espaldas del Cristo de la Columna y a la que rezuman los clavos del Cristo de la Agonía; miedo a los ojos vacíos de Santa Cecilia; miedo al dolor, a la soledad oscura, a la muerte. Luegose me fueron agolpando imágenes de horribles cacerías, en las que guardias civiles disparaban contra hombres o mujeres, escondidos entre los matorrales de la sierra o tras los encinares de la dehesa. A veces, caían con los brazos abiertos desde altísimos riscos a profundos barrancos; y otras, junto a las paredes de un cercado. Sangre y más sangre acababa dominando mi imaginación y pensamiento: roja a chorros, brotando de la frente o del pecho, como en las historias del Guerrero del Antifaz; pero «más viva» ‑pensé‑; «roja como la que vi el año pasado, sí, en las paredes de la sala de la escuela».

 

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