
En mi memoria, zapatos nuevos con algodones de relleno y suelas de cuero rayadas con un tejo roto. Olor a nuevo en la ropa, ramas de olivo bendecidas en los rincones de las casas, palmas en los balcones de los pudientes señoritos del pueblo, incienso, golondrinas…
Sin apenas tiempo de siesta, los oficios. Después, la procesión de “El Amarrao” por las empinadas y estrechas calles de Bedmar. Una docena de penitentes morados, con túnica y capirote, acompañan a un trono que se desliza sobre ruedas por el empedrado de las vías principales. Suena la música. El platillo y el bombo realzan el momento. Yo, con cinco años, vivo intensamente cada nota del clarinete que, sobre mi cabeza, se extiende cada vez que miro la cara feliz de mi padre, mientras me agarro al pico de su chaqueta para no perderme entre tantas piernas uniformadas. Hace cincuenta y cinco años de esta escena. Sigue el Jueves Santo, pero aquella procesión se ha transformado en muchas procesiones. Bedmar quedó en el recuerdo omnipresente.


Yo, que ya no tengo cinco años, vivo estos días con los recuerdos de aquellas calles empedradas sin legionarios, ni exaltaciones de músculos, ni el irregular desorden del transporte urbano, ni la angustiosa búsqueda de un aparcamiento. Y, sobre todo, con la evocación de sonidos de clarinetes entre aromas de primavera que convertían en grandioso lo más insignificante, si mi padre estaba cerca de mí.