La Procesión General

13-04-2009.
Cada cofradía ubetense tiene su carácter específico, pero la Noche del Viernes pone a todas las cofradías en punto de fusión. La Procesión General, se ha dicho muchas veces, es una sinfonía… Bueno; pero todas las notas se acompasan a una melodía única. Y todos los colores ‑como en una renuncia de sí mismos‑ quiebran su ímpetu, sumisos a una pauta.

La Procesión General es un crisol maravilloso. En él se funden todas las emociones del Jueves, del Viernes Santo ubetenses. Hasta las gentes ‑esas gentes que han discurrido por las calles durante todo el día con cierto aire ferial; esos chiquillos de los pitos y de los globos y de los “puritos americanos”; esas muchachas de pueblo, de vestidos rojos, verdes, amarillos, endomingadas, de tacón alto y labios pintados‑ acordonan ahora su expectación, a lo largo de las calles del trayecto, sumidas en impresionante, religioso, conmovido silencio. Los tambores resuenan luctuosos: va a pasar Cristo flagelado, Cristo cargado con la cruz, Cristo crucificado, Cristo exánime, Cristo muerto…
Úbeda tiene alma, ¡alma aún!, receptiva a la impresión, al impacto del suceso trascendental, cardinal, teologal, que ahora, en la conmemoración procesional, se le muestra en sublime grandeza. Titilan oscilantes las luces de las tulipas, de los varales, de los cirios. Un escalofrío de raíces hondas enhebra los espíritus. El viento de Dios aviva los rescoldos de mil fervores moribundos. Y la historia, húmeda de nostalgias, de recuerdos familiares, de ilusiones viejas, acecha detrás de cada esquina. Las trompetas convocan, bajo los balcones, la memoria del niño perdido que anida dentro de cada hombre… Más penitentes, más luces, tronos refulgentes… El Santo Entierro… Tras la procesión, la noche cierra su espesor. En el reloj de la alta torre suenan doce campanadas.
Después de las largas filas de penitentes que han desfilado, el ambiente queda impregnado de cera, de marchas fúnebres, de tambores, de desolación. Las gentes se disgregan atónitas con el impacto religioso en el alma. La noche –triste‑ pasa como un plomo inmenso. La multitud refluye a los barrios. Los chiquillos, rendidos por el sueño, lloriquean en brazos de sus madres.
Si todo el día pareció fiesta, ahora algo inefable se agita dentro de las conciencias. Es una sensación de soledad y frío; es una angustia sin palabras; un vacío. El Viernes Santo va a terminar. El Viernes Santo es el día grande del año en Úbeda, el día en que la ciudad comulga con su pasado, cumple su compromiso con los siglos muertos; el día que recoge en su cuenco sagrado el oceánico rumor de las generaciones extintas.
Ha vivido la ciudad unos días de colectivas emociones inenarrables. Y ahora queda una nostalgia fatigada… Esos dos mil nazarenos, que han pasado, son de todas las clases sociales. Hermanados en rasante igualdad por la túnica de penitente, han olvidado por unas horas sus respectivas posiciones, sus categorías sociales.
¿En qué familia de Úbeda no hay un penitente? En rara unanimidad ‑(?) excepcional para Úbeda‑, todos colaboran entusiastas al esplendor de esta procesión difícilmente superable. Mañana, cada uno volverá a su puesto, a su dignidad, a su trabajo y, probablemente, también a sus prejuicios, a sus incomprensiones, a sus mismos pecados… Sin embargo, nada ha sido en vano; no va a quedar la procesión en puro espectáculo para los sentidos. Bajo los sentidos, más cerca del alma, está la sensibilidad. Y en contacto con la sensibilidad, el espíritu.
Estos dos mil penitentes, a lo largo de todo el año, van a experimentar luego horas de dolor: les va a acechar la ingratitud, la enfermedad, la pobreza… Los instantes de emoción de la noche del Viernes Santo ¿no van a dejar en cada penitente un poso de fortaleza cristiana? El tiempo va a herir a estos hombres encapuchados que hoy portan blandones, cirios, tulipas; un día, próximo o lejano, la Muerte va a hacerles su visita: su única y fatal visita. Y entonces, del hondón del alma de estos hombres, estimulados por una emoción añeja, por el recuerdo de esa noche penitencial y dolorosa ¿no va a surgir, impetuoso, el brote de una contrición? (Juzgamos con frivolidad las procesiones de Semana Santa; hablamos de su esplendor externo que no siempre se corresponde con un íntimo fervor. No nos damos cuenta de que la Gracia prepara siempre su siembra… Yo sé de más de un cofrade ubetense al que, el recuerdo amoroso del Cristo titular de su hermandad ha proporcionado, en la hora decisiva, el favor de una muerte ejemplar).
Sí; con el “Stabat mater”, interpretado por la Banda de Música que cierra la Procesión General, ha terminado la Semana Santa. Pero en todos los espíritus, mezclado al mantillo de la propia personalidad, ha quedado depositado un limo fertilizante de eternidad. La procesión, desbordados sus cauces ‑redentora inundación de Dios‑, lo ha traído.
Bandera y banderines de cola de la Oración en el Huerto, subiendo el Real, en la primera procesión General de día en mucho tiempo, en Úbeda. Delante a la izquierda se ve el paso de la Virgen de la Esperanza. 

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