La bandera

25-03-2009.
Comenzaré con una advertencia: las ideas que a continuación expreso no son desprecio a la bandera española constitucional. Sólo pretendo deliberar sobre mis propias sensaciones. Cavilaciones que surgieron espontáneamente en mi ático de Benalmádena, desde el que disfruto de excepcionales vistas a la montaña y al mar todos los fines de semana y periodos vacacionales. Un gozo para los sentidos, sobre todo al amanecer en esta época del año, en la que el sol sale, frente a mi terraza, por el horizonte marroquí de Alhucemas.

Este paisaje maravilloso es interrumpido por el ondear de una bandera ubicada en otro ático cercano. Es una bandera española con un águila negra en el centro. Su propietario es un antiguo legionario que, a pesar de los ruegos de la comunidad, se reafirma en el juramento que hizo en su etapa militar de dar la vida por esa bandera y no por otra. «Jurar es algo muy serio», afirma contundentemente.
Las banderas han tenido presencia continua en mi vida. Siempre me llamaron la atención esas telas ondeando al viento, sujetas a un mástil… La primera que vi era igual que la de mi vecino. Mi maestro la enseñaba en la escuela, fomentando en nosotros, sumisos y acríticos niños de la posguerra, sentimientos patrios desmesurados. La misión de la España Nacional es la Unidad de destino y la fe resuelta en su misión católica e imperial, se podía leer en el Compendio (Salvatella, 1949). No era nuevo este afán nacionalista, cuyo origen está en las invasiones napoleónicas. Antes, incluso, en algunos libros del siglo XVIII (Atlas Elementar, 1795), encontramos disquisiciones como esta: La valentía y entereza se dice que son la base del carácter del español. No es de extrañar, pues, que refiriéndose al conquistador del Imperio Inca se escribiera dos siglos después: En un país de héroes como es España, Francisco Pizarro es el héroe por excelencia, el soldado puro, la representación acabada del indomable valor hispano (Lecturas españolas, de Maillo, 1964). ¡Qué barbaridad! Este hombre buscaba enriquecerse a costa de todo, aunque para eso tuviera que capturar y engañar a Atahualpa, máxima autoridad de los incas, encerrándolo en un habitáculo que debía llenar de oro a cambio de su libertad. El oro llegó; la libertad, no. El emperador inca fue ajusticiado sin piedad y la bandera española (no sé qué color tenía entonces) pudo ondear sobre las civilizaciones andinas.
Pero no sólo la bandera española fue compañera de mi infancia. La norteamericana era la otra con la que convivíamos, gracias a las películas del Oeste. Siempre ganaban los yanquis al toque de trompeta y galope de bandera. Los malvados indios, que no eran indios, morían bajo el fuego enemigo de sus invasores. Como en Iberoamérica, la conquista llevaba implícita el exterminio o la aniquilación de la identidad de los pueblos conquistados. Otra que tenía una atracción especial era la de los piratas: una calavera sobre dos huesos cruzados imponía más que respeto. Las que portaban los caballeros medievales en los torneos eran grandísimas y sólo las lucían en la primera vuelta, antes de iniciar la lucha. La roja con la hoz y el martillo simbolizaba el mal… No sé bien quién me lo enseñó, pero era común esa idea entre la chiquillería de aquella década en blanco y negro de los años cincuenta.
Sin embargo, la primera vez que toqué una bandera de verdad fue en una procesión del Corpus Christi en Bedmar, mi pueblo, cuando tenía 9 años. Los “Niños reparadores” salíamos en la procesión con tan insigne blasón, del que yo era, aquel año, su portador. Concentrado en tan relevante puesto, me sentía importantísimo reparador de los pecados que otros cometían, pensando que Dios los perdonaba al oír mis inocentes e inmaculadas súplicas procesionales.
Con once años ingresé en la Safa de Úbeda. Otra bandera fue mi preferida durante siete años en aquel internado que tanto marcó mi vida. Más desfiles, incluso ante el excelentísimo Franco. Llegó la “mili”. Más bandera, águila incluida. Ahora, la cosa se ponía más seria. La jura de bandera era el acto más importante para el que nos entrenaban durante tres meses. Si fuera necesario, hasta la última gota de sangre derramaríamos por el dichoso trapo. Había que estar preparados. Vencida la masonería y el comunismo en la Guerra Civil ([…] se entregaron los gobernantes españoles en manos de la masonería y del comunismo […], Dalmau y Pla, 1949), teníamos que estar alerta con los enemigos, defensores de la bandera republicana, que también eran españoles de ideas contrarias al régimen impuesto. Por cierto, en el periodo del Frente Popular, anterior al golpe de Estado, sólo había dos diputados comunistas en el Congreso. Como ocurriera en Chile tras el golpe de Pinochet, la propaganda se encargó de llamar comunismo a todos los demócratas.
Murió el dictador. Llegó la Constitución y con ella el “aguilucho” voló, instalándose en su lugar el emblema de la monarquía parlamentaria. Me gustaba, a pesar del chirriante contraste de los colores amarillo y gualda. Aparecieron más banderas, tantas como comunidades autónomas, ciudades, pueblos, equipos de fútbol, de baloncesto… Todas representan oficialmente a su territorio, al mismo tiempo que se integran en la de todos. No es fácil. Tal vez, por eso el ex ministro Trillo ideó la gigantesca bandera de la plaza de América en Madrid para la que era necesaria, en la izada, media compañía de soldados.
El próximo 3 de abril, Viernes de Dolores, mientras los traslados de imágenes, presididos por sus estandartes correspondientes, inunden las calles de Málaga, mis 38 alumnas y alumnos de 6.º de Primaria estarán escenificando en el centro Cultural Provincial de la Diputación un juego dramático sobre la historia de su ciudad. En la escenificación aparece Franco con su bandera y, dirigiéndose descaradamente al público ante la mirada atónita de un falangista “valeroso”, dice: ¡Se acabó! ¡Esta es mi bandera y la vuestra! Ya no tenéis que pensar. Yo lo hago por vosotros. El falangista apostilla: ¡Para eso hemos ganado la guerra! Suena el Cara al sol, mientras los demás actores levantan el brazo y extienden la mano con displicencia. En fin, afortunadamente ya es historia lejana para nuestros nietos. En la escuela, ahora enseñamos democracia, que es sinónimo de respeto por las ideas de los otros, libertad de expresión, participación, sentido crítico…
Sólo una evocación de Marruecos. Allí también tienen bandera. ¡Y cómo la ondean! Las ciudades se llenan de banderas, las rotondas se rodean de banderas, las carreteras lucen banderas cada kilómetro… Todo el país es una bandera en cualquier acontecimiento festivo. Llevo seis años colmado de banderas marroquíes, pero ellos las aman como si les fuera la vida. Para mí, como dice el texto de Chamalú (indio de los Andes), publicado habitualmente en los correos que nos envía nuestro presidente Berzosa: Mi espada es el amor; mi escudo, el humor; mi hogar, la coherencia; mi texto, la libertad.
¿Y mi bandera? Cualquiera que simbolice libertad, solidaridad y justicia social. Creo que don Quijote la llevaba en su imaginación.
 

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