Átropos…, y 5

05-10-2008.

Sentí el gañil de la locura. Di un grito infernal y penetré en un laberinto rojo, corriendo sin descanso hacia Átropos que, caminando hacia atrás, con los brazos extendidos y risas febriles, se iba transfigurando con el rostro de Maya unas veces, con las risas de Belisa otras, mientras el tarando, grabado sobre el esmalte del medallón, me iba señalando con sus destellos los caminos de aquel laberinto sin fin.

Ecos contra gritos, risas contra voces, se quebraban sobre las esquinas de aquel pasadizo maldito.
«¡Maya!, ¡Belisa!, ¡Átropos!», eran los gritos de mi desesperada e inútil persecución, sin que aquellos tres cuerpos de fuego, que yo había poseído, se detuvieran para el reencuentro.
Me detuve. Miré hacia atrás, incluso a riesgo de convertirme en estatua de sal. Allí, en la lejana entrada del túnel, vi cómo mi cuerpo, semidesnudo, seguía tendido sobre el desorden de las sábanas, inerte sobre la cama, mientras yo flotaba en mi carrera tras las risas desmesuradas de aquellas parcas.
Intenté volver a mi aposento. ¡Imposible! Cuando lo intentaba, como si mis pupilas formasen un caleidescopio o mis ojos padecieran de graves estrabismos, aparecían tres túnicas, tres rostros, tres ángeles de luz, tres diablos blancos que, extendiendo sus brazos, me hacían inevitablemente caminar hasta su claridad.
Lentamente me fui aproximando. Poco a poco, los destellos iban llenando de paz mis ojos, de silencio mis oídos, de sueño mi cansancio. Cuando penetré en la última bóveda de luz, Maya, Belisa y Átropos desaparecieron.
No me sentí angustiado, ni triste por su ausencia. Aquellos deseos del lago, aquella adicción al Cáliz de Cristal, aquellos delirios últimos en el pasadizo rojo estaban vencidos. La paz estaba conmigo…
Amanecía un domingo primero de octubre. Me costó levantarme. Eran las once, y no tenía arrestos para abandonar las sábanas. Pasé de la ducha fría. Por primera vez podía llegar tarde a mi trabajo. No importaba; mi jefa comprendería las razones.
La noche anterior, me había dicho que esa noche ardería en sueños… Al día siguiente, coincidiendo con misa de doce, habría que dar sepultura a un finado muy especial; tan especial, que sería ella la que se encargaría personalmente del aviso.
Ya en la calle, cuando me apresuraba para tomar café en el Ateneo, al llegar a la altura de la iglesia de San Miguel, observé los estandartes de la Cofradía Matriz bajo el arco de Correos que, en perfecto orden y silencio, avanzaban hasta la parroquia. Detrás de los estandartes, guías de Cruz, cetros, gentes de la política, poetas, pintores, conocidos y vecinos acompañaban a un féretro.
Abrazados a un ataúd, hombro con hombro, Alfredo Ibarra, Enrique Gómez, José A. Medialdea, Luis de Torres, José A. Anguita y Santiago de Córdoba, soportaban pesarosos aquel lastre.
Me enfadé conmigo mismo. No sólo había llegado tarde a mis obligaciones, sino que Átropos, embelesada en carantoñas nocturnas, me había ocultado la definitiva partida de alguien conocido.
Sentí vergüenza, rodeé la plaza por el Hogar del Jubilado y me dirigí a pedir la información necesaria a María Luisa. Cuando llegue a la Cafetería y la vi cerrada, sentí escalofríos. Sobre la columna que divide la fachada, una esquela mortuoria, junto a un cartel de “Cerrado por defunción” anunciaba una nueva leyenda.
Aquella esquela, decía así:
Rogad en Caridad por
Pablo Utrera Cardeñas
(Poeta)
que dejó de amar
en la Ciudad de los Tarandos

 
Miré a mi alrededor. Todo era silencio. Grité mi nombre contra el testimonio de los naranjos. Las gentes iban y venían sin que les importaran mis voces. Tomé una última decisión: ir hasta el tanatorio, para hablar con Átropos. Fue pensarlo y estar ante las acacias del puente romano. No pude entrar: la verja, cerrada, estaba adornada con la misma esquela. Llamé a voces a la dueña. Nadie contestó.
Sólo me sacarían de aquella locura en el cementerio. Mi pensamiento corrió como la luz. Al entrar por la puerta de Poniente, oí la voz de aquel hombre de mono azul, al que Maya en la noche de los epitafios había saludado.
Estaban preparando un sepelio. El yeso, los palustres, el cubo de aguas y las resillas tabiqueras esperaban sobre el torno elevador.
Los saludé sin que ellos me contestaran. No creáis que me sentí molesto, porque cuando iba a repetir el saludo, escuché desde arriba una voz tan dulce como penetrante que me decía: «Aquí, aquí arriba: en el cuarto».
Una ráfaga de felicidad refrescó mi angustia. Volví a leer los versos de aquel viejo epitafio:
Y por siempre,
el murmullo del viento,
serán tus palabras.
Y los colores del alba,
miradas claras,
pequeños regalos tuyos,
por todo el amor que te di.
Y, junto al epitafio, Maya, aupada sobre mis sueños, estaba cincelando con sus dedos, en la bóveda contigua estos otros:
Venid a verme,
traedme flores,
leedme versos.
Desde entonces, Andújar, la ciudad de los tarandos, tiene otra leyenda en que dormirse… ¿Cuándo resucitaremos?

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