Átropos…, 3

17-09-2008.
Pensé, y ello me preocupaba, que cuando la realidad supera a la fantasía, casi siempre aparece la tragedia. Desde que mi amigo Ramón, el poeta ubetense, me encargó aquella cosecha de versos, la morbosidad, el erotismo, la herejía, el misticismo, el amor, el misterio, el olvido, incluso la brujería, me iban conduciendo a un cúmulo de histerias, a un mundo de donde es difícil salir, unas veces por la adicción a los juegos máyicos, otras por la caída en los mundos crueles de la realidad.

Cuando pude alcanzar el sueño, apareció la pesadilla… Me encontré en los mundos oníricos con un nuevo oficio: el de párroco de una aldea lejana, donde las mujeres me consideraban su ídolo, a causa de mis artimañas mundanas y mis sermones divinos.
Yo no hacía gran cosa por desvanecer tal fama, e iba alimentando en los hombres, fuesen casados o solteros, envidias y celos.
A pocas leguas de la aldea, se levantaba un pequeño convento de capuchinas, a la cabeza de las cuales había sido ordenada abadesa sor María del Santo Sepulcro, preciosa y bastarda hija del Conde de Santa Quiteria.
Ambos, la abadesa y yo, coincidíamos en una cosa. Ni ella ni yo estábamos preparados para la vida religiosa y, si andábamos perdidos como intrusos en los senderos de la santidad, era por la santa voluntad de la Providencia.
Nada más conocerme, sor María solicitó mis auxilios espirituales con tanta asiduidad que, sanada del alma, pasábamos inmediatamente a buscar la salud de los cuerpos.
A través de las celosías y desde los ventanucos que caían sobre los limonares del huerto, surgieron fiebrecillas en las piernas de las novicias y calenturas en las lenguas de los aldeanos.
El convento fue considerado como invadido por el demonio y, por consiguiente, lo visitaron dos exorcistas de la Orden, unos con el sano intento de ahuyentar a los viejos diablos, otros con el de sanar los desasosiegos de las vírgenes.
Pronto fui procesado, inquisitorialmente, por el delito de “requerimiento en confesión”. No tuve defensa alguna. Abundaron mis acusadores.
Una de las novicias posesas declaró ante el Santo Tribunal que sabía en qué lugar de mi cuerpo tenía el sigillum diaboli, es decir, ‘la marca de los endemoniados’. Inspirada por el mismísimo demonio o sabe Dios si por lujuriosa experiencia con íncubos, afirmó que mi marca se encontraba in duobus natus, circa anus et in duobus testiculis.
Me desnudaron públicamente, me abrieron sobre el potro y, allí, un fraile mendicante señaló en la anunciada latitud de mi anatomía un verdoso tarando…
De nada me sirvieron las excusas de que pudiera ser congénito por un antojo de mi casta madre. Mis voces se perdieron entre los calabozos, viéndome arrastrado a la hoguera, víctima de mis debilidades y reo de la envidia.
El poste y la leña estaban preparados. La quema sería en la Plaza de Santa María, bajo el reloj de la Torre Mudéjar, al toque de ánimas.
Entre ministriles, me condujeron desde los sótanos de las Capuchinas hasta la sucia mazmorra del pie de la torre. Por el trayecto, iba escoltado por dos fisgones del Santo Tribunal, bien provistos de pasavantes y sambenitos.
A la altura del Castillo, tras cruzar un arroyo, dos trotaconventos, rubias y gordas como panaderas, se arrodillaron ante mí y, espurreando sobre mis pecados sus salivajos, aliviados con aguas benditas, exclamaron: «Sarna fuera, lo bueno para dentro, lo malo para fuera. Santo cielo, cura a este cura, quítale el celo, que bien que las preña, que bien se lo quemen, la jara y la leña».
Así fui dando tumbos, entre improperios y males de ojos, hasta llegar a la calle de la Alhóndiga, donde los caballeros veinticuatro habían tapado el Cristo, con la intención de que no se pudiese desclavar, al escuchar mis gritos de misericordia.
Desde todos los barrios y vecindades de la ciudad, iban desembocando cristianos de sangre limpia, judíos contritos, hijosdalgos, calatravos, sajadores, pelanduscas de tres al cuarto, burgueses de pacotilla, mayordomos solariegos, curas de pan y olla, rollizas prioras, lívidas novicias, alarifes de plomada, verduleras de escarola, cereros, colmeneros, cardadores, talabarteros y gentes de otros gremios venidos a menos, entre los que abundaban los palafreneros, por causa de las fiestas del Cabezo.
Aquella plaza, casi siempre recatada, paraíso de vencejos, encrucijada de golondrinas, encajada entre candelabros de siete brazos, suras coránicas y pendones castellanos, hervía, a la espera del verdugo.
A la altura de la Torre, levanté la cabeza. Sudé sangre al comprobar que, sobre los haces de jara, no se clavaba un poste, sino dos.
En mi espantoso delirio, apareció Belisa, con la cabeza rapada, amoratados los labios, anudadas las muñecas al tormento de los cáñamos, despellejados los pechos, argollados los calcañares, esperando mi llegada en los peldaños del tablado.
El tosco entarimado estaba escoltado por siete alguacilillos, a los que antecedían los estandartes de Gloria y los lábaros de Pasión, los guiones de San Sebastián, San Roque y Santa Quiteria, así como un pendón de terciopelo carmesí, en el haz la imagen coronada de la Virgen de la Cabeza y en el reverso la del bienaventurado San Eufrasio. Detrás el Corregidor y los Diputados. Cerrando la representación el Justicia Mayor.
Desgreñado, ensalivado, tocado con infamante sayo, subí los peldaños de la tarima. Me siguió Belisa, cabizbaja, con los párpados llagados de injurias, amoratados su hermosos brazos, quizás rezando o tal vez, susurrando conjuros. Por un momento levantó sus ojos del suelo, me miró, y abriendo sus labios, me dijo: «¡Aquí me tienes, poeta. Acuario ha llegado a su esplendor!».
Al oír estas palabras, intenté acercarme hasta ella… El sayón me empujó contra uno de los postes.
Redobló un tambor. El griterío, poco a poco, se hizo silencio.
Se leyó la sentencia: «El Santo Tribunal, en nombre de la Santa y no partida Trinidad, tres personas y un Dios sin falla, que hizo todas las cosas, condena a los reos a la hoguera eterna. Que las llamas purifiquen sus pecados, contra el orden sacrosanto y la fe vieja de esta ciudad».
El silencio comenzó a hacerse chisporroteo; los cáñamos, teas; la carne, cenizas; el espíritu, eternidad.
De repente, el grito desgarrador de «¡Tarandos!», desde el Cristo de la Alhóndiga, hizo que una enorme bandada de vencejos se descolgase desde la torre contra la multitud, poniendo sus vuelos rasantes al servicio del pánico y la huida. Aquella muchedumbre huyó despavorida, pisoteando cetros, lábaros y estandartes, dejando la plaza como dejara Jesús, el Esenio, el Templo de Salomón, cuando azotó a los mercaderes.

Deja una respuesta