
Mi amigo Enrique era alto y garboso, simpático e inteligente, pícaro y bailarín; hombre de ideas firmes, objetivos claros y porte distinguido y señorial. Mi amigo Enrique era andaluz, de Valverde del Camino, y bailaba sevillanas divinamente. Cuando era joven, se fue a Alemania donde adquirió ciertos conocimientos de electrónica. Trajo de allí un título con su nombre y apellidos en español. El resto no se entendía; pero él aseguraba que, según el documento, era ingeniero técnico electrónico. Como su marcado acento sevillano no favorecía, al parecer, a su correcta dicción en alemán, tiró la toalla, preparó la maleta y se vino a Barcelona hace muchos años.
Su afición principal eran las sevillanas. En El Patio Andaluz, El Cortijo, Los Jardines Granada y en un garito del Arco del Teatro, en la parte baja de las Ramblas, era muy conocido y valorado. Sonaban los primeros acordes de Algo se muere en el alma y Enrique erguía la figura, con arte exquisito, se llevaba las manos a la cintura, giraba con gracia la cabeza, hacia uno u otro lado, y daba una vuelta completa con la mayor elegancia y naturalidad. Las chicas le rodeaban y se volvían locas intentando imitarle. Podría decirse que era famoso. Pero, lamentablemente, la fama es voluble y caprichosa, y es muy difícil vivir de ella. O sea, que los cuatro duros que ahorró en Alemania se agotaron, y, decepcionado, pensó en buscar la gloria por otros caminos.
Entonces, se dedicó a inventar chistes, preferentemente de personajes andaluces, actividad en la que llegó a adquirir especial maestría. Había días que se le ocurrían diez o doce y semanas que no bajaba de los cincuenta. Sus amigos, a quienes se los contaba para ver si tenían gracia, le decían:
—Pero hombre, Enrique ¡estás exprimiendo tu imaginación! Piensa que de las neuronas se sabe poco y si las sometes a una actividad tan extenuante se te pueden lesionar, como el menisco de los futbolistas.
—Ya lo creo —contestaba—; pero, ¿y si lo consigo? Mirad a Mingote; dibuja un par de chistes en un momento y luego a vivir como un príncipe todo el día. ¿Vale la pena intentarlo, o no?
Cuando tuvo unos cincuenta, se suscribió a La Vanguardia y, con la autoridad que otorga ser suscriptor, escribió una larga carta al director, adjuntando su obra. Cada mañana inspeccionaba el periódico, sin resultado. A los dos meses recibió un escrito lleno de evasivas, comunicándole que por determinadas cuestiones no podían atender su petición. Enrique estaba convencido de que los chistes eran buenos. Que el inconveniente residía en su alto contenido político. Eso, al menos, le decía a su amigo Paquillo “er de Cai”, camarero de profesión.
—¡Son lacayos del poder! ¡Les falta valor! Publicarían el del andaluz que está a la puerta de un hotel, con la boina en la mano y cuando le dicen: «Pase usted al hall».Y él contesta: «No señor que estoy “mu” bien en la “hombra”». Porque eso no les compromete.
—¡Es que ese es bueno, de verdad! Pero no te preocupes. ¡Ellos se lo pierden!
—Si no me preocupo, pero me da coraje. ¿Te cuento otro?
—Bueno.
—Dos andaluces, que van por el campo, comentan: «¿Tú crees que cuando llegue la democracia viviremos a nivel europeo?». «Yo no soy tan agonías. Yo me conformo con vivir como mis “señoritos”».
—Ese también es bueno. No me explico cómo no te los publican.
—Por que aquí lo que falta es compromiso. ¡Son unos burgueses y unos “desgrasiaos”!
Entretanto, y porque de algo hay que vivir, cada lunes enviaba un montón de cartas con su currículum profesional a la sección de demandas de trabajo. Le llamaron a un par de entrevistas, pero no consiguió el empleo, según él, porque no hablaba catalán.
—La culpa la tiene el “nasionalismo”; pero se van a enterar. ¡De mí no se ríe nadie!
Y a partir de aquel día firmaba las cartas con el nombre de Enric Fargas i Sanchís.
—¡Ya verás como ahora sí me llaman a las entrevistas!
—Pero Enrique: ¿No comprendes que va a ser peor? ¿Qué dirás cuando te exijan hablar catalán?
—Que mis padres eran catalanes y emigraron a Andalucía.
—¿Y cuando te pidan el carné y vean cómo te llamas?
—Pues que por culpa del “fasismo”, me cambiaron los apellidos.
A la gente le hacían gracia estas ocurrencias y algunos comenzaron a llamarle Enric y señor Fargas; pero los resultados no mejoraron.
Cansado de tanta incomprensión, Enrique Vargas dejó de atormentarse las neuronas y se puso a reparar tocadiscos y pequeños electrodomésticos en el comedor de su pequeño apartamento; pero no se dio por vencido. Se le ocurrió que su futuro podía estar en la política y, como el tiempo le sobraba, escribió una carta a don Alejandro Rojas Marcos, solicitando respetuosamente ser admitido en el Partido Nacionalista Andaluz. A los pocos días recibió una carta muy cariñosa, el carné de afiliado, una revista del partido y una caja repleta de cintas y pegatinas de la bandera andaluza, que repartió eufórico entre sus amigos.
—¡Ya veréis cuando los “andaluses” nos sentemos en el Parlamento de Cataluña! ¡Se van a acabar tantos abusos y tantas tonterías!
Pero el sueño de un partido andalucista en Cataluña no cuajó y Enrique Vargas Sánchez, mi amigo, no tuvo más remedio que regresar. Desde entonces no he vuelto a saber nada de él; pero he titulado este escrito con su nombre y sus dos apellidos, por si lo encuentra un día en Internet y lo lee; y por si estas líneas, tan mal escritas, le traen recuerdos de aquellos tiempos y se ríe; o a lo mejor le pasa como a mí, que se mira al espejo y se pone triste pensando en aquellos años de nuestra juventud.
San Pol de Mar, 12 de septiembre de 2008.