26-01-08.
Un simple bolígrafo BIC cristal, que utilizo de común en el trabajo (material gentilmente facilitado donde lo realizo), me ha llevado ‑como digo, haciendo uso del mismo (color azul clásico)‑ a derivas memorísticas de antaño…, año…, año… El aviso de la senectud tal vez empiece por ahí.
Pues que digo y les digo que, utilizando un BIC de los de siempre (¡oigan, y cómo aguanta este modelo número uno del diseño industrial, no hay duda!), se me vinieron a las mientes hechos y sensaciones anejas ocurridos hace décadas, largas décadas…
Recordé de inmediato cuándo fue la primera vez que vi y tuve entre mis manos uno de estos artilugios de escritura. Fue allá por los cincuenta del veinte, siendo escolar en SAFA‑Úbeda (Primaria, claro)… Aparecían los Reyes Magos, magna concentración para recibirlos en la explanada principal y no sólo de chiquillos (no había ‑os/‑as, “al loro”) sino padres y madres también; lo que no sé es si era día lectivo o no (máxime, porque en aquellos tiempos esta distinción, para docentes y alumnos, era realmente muy porosa). Debía de ser fiesta incluso vacacional, porque las familias iban, como se decía por entonces, “de punta en blanco”. Sí, ahí y allí estábamos esperando la llegada feliz de Sus Majestades, que aparecieron no en camellos sino en lo alto de una camioneta. Alborozo y alboroto entre la chiquillería, caramelos no lanzados sino entregados en bolsitas de celofán y otras cosas útiles como cuadernos, estuches de lápices de colores y ¡bolígrafos!
Me enteré de la identidad real de uno de aquellos magos: era Paco Fernández Pozar, tristemente desaparecido hace años, y es que me lo chivaron mis padres; presumo que los otros dos eran de su misma promoción de Magisterio.
Esa fue la primera vez que vi, toqué y luego utilicé este chisme maravilloso que hasta el día de hoy nadie ha podido reemplazar ni eliminar.
Y es que, con anterioridad, escribir podía convertirse en un tremendo trabajo, problemático y difícil. Sí, pues si no se hacía con lápiz, que se podía borrar, había que hacerlo con tinta… Ahí estaba el tormento chino ‑nunca mejor dicho‑. En principio, habíase de preparar la tinta; para ello se adquirían unas pastillas que se disolvían en litros de agua y, ¡voilá!, ya había tinta lista para todo el mundo. Se distribuía la cantidad individual en unos recipientes (tinteros, por su utilidad) de baquelita, que estaban imbricados en aquellos pupitres largos y duales (parejas de hecho, indisolubles), de robusta madera. Lo cual generaba casi siempre el derrame accidental del líquido, manchas ya indelebles que se transmitían de generación en generación y que aumentaban, porque los golpes en los pupitres hacían saltar recipiente y contenido, con el jolgorio general. Así que se generaba el clásico ciclo de “acción-reacción”, acción derrame de tinta-reacción castigo del maestro (y no maestra, que ellas quedaron para parvulitos). Lo dicho, un martirio.
Martirio que se prolongaba cuando, usando el plumín, se pretendía escribir en el cuaderno. Por lo general las puntas del plumín, malo con narices, no corrían, sino que se trababan en el papel, hincadas; y, en cuanto una de ellas o las dos se soltaban, salpicaban con finas gotitas toda la hoja, las manos y la cara del escribidor. Luego, los borrones en la línea copiada, por el derrame de la tinta que se había cargado en demasía en la pluma, que desbarataba todo el trabajo realizado. Mala cosa: a raspar con el trozo de cuchilla de afeitar o con la goma de borrar tinta y, si uno se entusiasmaba, calaba la hoja por el otro lado. Un desastre, pues.
En fin, todavía pienso cómo era posible que unos escolares, a temprana edad, pudiésemos hacer esa labor tan difícil. ¡Ahora quisiera yo ver a las huestes escolares metidas en tan arduas tareas! (Y, según algunos defensores del estado de las cosas actual, aquellos tiempos eran manifiestamente deficientes: ¡qué deducción tan sesuda!).
Por eso me han venido tales recuerdos al ir al despacho a pedir un simple bolígrafo BIC y empezar a escribir con el mismo tantos informes y documentos como ya tenemos que cumplimentar.
—¡Hágalo usted por el SÉNECA! —me espetarán. Pero les contesto:
—Cuando tenga al menos un ordenador de aula, que funcione a su debido tiempo y tenga sus periféricos.