Don Eugenio, ella y los otros

09-01-08.
En septiembre, cuando el sol del membrillo dora los frutos y las moreras bullían en ferias, retornaban a Sanz y Forés. En el estudio de la tarde, las ventanas abiertas, oían a Juanita Reina. «Reina Juana, por qué lloras, si tu pena es la mejor…»; o «Capote de grana y oro…». Y todos, recién recluidos, presuponían la fiesta, la belleza, el aguijón de la vida…

Burguillos volvió enfervorizado, dispuesto a todo. Se encontraba recrecido. Lo suyo era asumir descaradamente la angustia que todo riesgo conlleva. Era decidirse a quemar un mundo de posibilidades a cambio de una realidad problemática. Y ad semper, in eternum… Volvía decidido a hacerse fosfatina por realizar el ideal de toda su vida. Porque estaba apurando la veintena y la vida le sabía a frustración. Además, ya era cuarto de Teología y no le quedaban plazos. Seis años de su juventud, los que se invertían en hacer una carrera especial, ¿adónde se le fueron? ¿Qué le dieron? Claro que retirarse ahora era como hacer un lío con esos años, libros, amistades, sueños y lastrarlo todo con un pedrusco y ¡al río…! Y él, Burguillos, ¡a aprender a silbar por la acera!
Las cartas de Isadora… Isadora no le hacía perder la cabeza. Tampoco le repelía…
Burguillos conoció a Isadora y a su familia allá por el año 1938. Estaba él entonces en el colegio de San Buenaventura. Allí recaló Israel, el hermano de Isadora. Un niño bien, hijo de viuda. Se hicieron amigos.
Israel Téllez de la Bastida era sobrino del director. Así conoció Burguillos a Isadora y a su madre. Siempre que iban a visitarle, le invitaban a comer con ellos. Y multiplicados ruegos le hicieron ceder a la invitación de toda la familia: antes de ir a Carrión, dos veranos seguidos pasó en Villaluz, solar de los Téllez de la Bastida. El pretexto del viaje eran las fiestas de la Patrona, Virgen de la Encina. La fiesta era el ocho de septiembre. Burguillos acudía días antes y volvía días después. Israel y él se lo pasaban de cielo. Campo, monte, río, pesca y una panda de niñas guay…
Recordaba la casona, con el porche y el emparrado… Y la huerta contigua. La habitación que le asignaban, aún le huele a cerrada y a cera. El cubrecama y los cortinones a juego eran de brocado y seda. Nunca Burguillos había visto telas así, ni sabía cómo se llamaban. Y no había olvidado la canción con que Isadora entraba a despertarle: «Alevántate, mozo, que ya es mañana, y la campana del puerto, ya toca al alba…».
«¡No, y cien veces no! Si yo ‑se decía Burguillos‑ deserto del sacerdocio, no será por dar prevalencias, ni a Isadora ni a nadie. Será por falta de agallas para aceptar la grandeza del sacerdocio».
Tanta Isadora y tantas vueltas a la posibilidad de levantar el vuelo le hacían ver que su cacareada resolución empezaba a flaquear. Y volvían, como en años anteriores, sus aficiones y rutinas. […]
Carrión, entre otras nobles aficiones, le despertó a Burguillos el gusto y el placer por la declamación. Se aficionó a la Oratoria. Y, por ahí, a los sonoros decimonónicos. Leía y declamaba largos párrafos de Castelar, Donoso Cortés, Vázquez de Mella… Y captó, rápido, la técnica. Amplios períodos; prótasis1 amplias, sonoras, brillantes; y apódosis2 rotundas, concluyentes. El tiempo, el esfuerzo y el ridículo le curaron de tanta bambolla3.
Nunca desistió Burguillos de su placer por la lectura interpretativa y la declamación. Su inseparable compañero, el temblor esencial, se le acentuaba especialmente al comienzo de cada actuación. Mucho más, si iba pendiente de unas páginas. Por esto, sin dejar el amparo y el academicismo de unas cuartillas en la mano izquierda, siempre declamaría o disertaría de memoria, a pecho descubierto. A este su temblor, al placer de tener siempre a la mano los más bellos poemas y a la advertencia de Cicerón, nisi eam exerceas, memoria minuitur4, debe la que conserva.
Solía decir Burguillos que, de todas sus ruinas, ésta era la más valiosa y mejor conservada. Gracias a ella, guarda a cuantos le amaron y a cuantos él amó.
Un atardecer, muy de principio de curso, don Eugenio se presentó en la habitación de Burguillos. El toque en la puerta le dio tiempo para tapar El bosque animado con el texto de Teología moral. «Sesión de mazo tenemos», ‑pensó Burguillos‑. ¡Nada de eso! Don Eugenio se lo llevó a su despacho. Distante, ajustándose las gafas… Igualito que cuando le ajustaba cuentas por temas de “modestia”, que se ponía hecho un gallo. Esos puntos de modestia se referían a las pintorescas relaciones de Burguillos cum nostro illo5 Modesto… Planeó, se volvió a tocar las gafas, volvió a planear… y, por fin, con muy mala cara ‑se diría que ruborizado‑ aterrizó en Somo Loredo. ¡Quién recordaba ya aquel campeonato celebrado a la luz de las estrellas de agosto! Facundo, César, Ignacio y algunos más…
—Conste, don Eugenio, que yo no lo organicé ni quedé campeón. El que más se acercó a la meta fue César (César tenía fama de santo). E Ignacio de la Fuente, que era el medidor, fue el que me quitó a mí el primer puesto (Ignacio era hombre serio).
Don Eugenio, grave y molesto, afeó, criticó el hecho… Y le tocó el trigémino6:
—Es algo más que impropio, Burguillos, este proceder en un inminente sacerdote.
Y seguía agravando el episodio… Como pudo metió baza y muy compungido respondió:
—Don Eugenio, por favor, me borro ahora mismo de aspirante al sacerdocio. Ahora que estoy más animado que nunca… con el corazón partido, digo adiós al altar si usted cree que soy capaz de llegar a una parroquia y ¡hala!, ¡venga!, ¡a organizar campeonatos entre los jóvenes, a ver quién mea más alto!
La inoperancia de Burguillos en las clases de Teología no le barrenaba su autoestima. Ya que nunca apostó un céntimo por hacerse con aquel tejemaneje que se traían con los trabajos, operationes ad extra et ad intra7 de la Santísima Trinidad … Si aquello parecía un taller. No es que él no creyera a ciegas en el “Dios, Trino y Uno”. Consciente de su ignorancia y de la inaccesibilidad del misterio, su respeto era sumo. Sancta sancte tractanda sunt8. Y recordaba a aquel angelico de la playa y a San Agustín. O sea que se andaba Burguillos con mucho tiento en tocar este y otros misterios. Por nada del mundo quería, coma de más o punto de menos, verse entre los cátaros9 o los docetas10… Vamos, que si a punto de ordenarse le largan del Seminario por monofisita11… ¡su madre se muere del susto!de la Santísima Trinidad… Si aquello parecía un taller. No es que él no creyera a ciegas en el “Dios, Trino y Uno”. Consciente de su ignorancia y de la inaccesibilidad del misterio, su respeto era sumo. recordaba a aquel angelico de la playa y a San Agustín. O sea que se andaba Burguillos con mucho tiento en tocar este y otros misterios. Por nada del mundo quería, coma de más o punto de menos, verse entre los cátaros
Granítica fue su resolución durante el verano. Y opresivas las charlas de don Eugenio. Pues, aun así, no se le encendía a Burguillos una pajuela de entusiasmo. De nuevo, la indecisión ante la inminencia de un paso al frente se le había exacerbado y le acoquinaba. Para él, tener que comprar unos zapatos que le urgían era un episodio lastimoso, deprimente. A pesar de todo don Eugenio se le plantó y se le puso dilemático:
—O puerta o estola, Burguillos. ¡Ya mismo!
Le repitió que él respondía… y se ordenó de menores. Tuvo vértigo de vacío… A su familia y a las de Villaluz les llegó el aviso con retraso.
Con la Ordenación no se le serenaron los ánimos a Burguillos. Se comparaba al pobre Hamlet… También él, íntimamente, cada noche ideaba una estratagema para liberarse del subdiaconado. A ratos veía claro que debiera de escaparse del Seminario, que debía hacer algo gordo para que le cerrasen canónicamente la posibilidad del orden sacerdotal. Dos opciones le parecían las más viables. Enrolarse en la Legión. Lo desechaba al momento. Se arrepentiría antes de saltar las tapias del Seminario. La otra solución le parecía más fácil y más rápida: seleccionar un capitular, canónigo o beneficiado; entablar una discusión con él y cascarle de lo lindo. Tendría que ser manejable. Que pudiera bien con él sin hacerle mucho daño. Y el más apropiado le parecía don Baudilio. Ahí seguro que no daba en hueso… Total, del Si quis suadente12… le dispensaba su coterráneo don Geminiano. Pero si le tomaban por averiado de la cabeza…
De estos disparatados proyectos, cargados con buena dosis de angustia y de las órdenes inminentes, se liberó gracias a la muerte del Sr. Arzobispo. Fue una pena. Para Burguillos, un respiro.
Apagó la luz y cerró la puerta sin dar portazo. No se le encogió el corazón. Porque no se evadía; sólo se marchaba normalmente… Se despidió de ese inhóspito ayer en un rincón de la capilla. Allí, lloroso y adolorido, sin dolerle el tiempo, aceptó desolado que su mal no se quedaba en el Seminario. Era suyo y se lo llevaba consigo en la masa de la sangre.
Burguillos recordó que en esa capilla, en días menos agitados, se había consagrado esclavo de María, Tuus totus ego sum13. Y que por entonces, para dar mayor firmeza a su voto, lo firmó con sangre. Y que añadió a su nombre de pila el de María. Nombre y seña que deseaba llevar hasta siempre.
Don Eugenio lo bendijo. Se dieron un emocionado abrazo. El primero en siete años de amores y desamores. Era el punto final a siete años de infelicidad y desierto.
Burguillos se fue pensando que del Seminario sólo se llevaba, abultado como un misal, un libro de anécdotas. Y que no había lugar a nostalgias. Que la vida siempre aventa de la memoria lo estéril y rehúye y entierra lo doloroso. Porque, a fin de cuentas ¿qué se llevaba del Seminario? Un eco de carcajadas, arrancadas a golpe de humor fácil y burdo… ¿Quién recordaba ya sus logradas interpretaciones?
Años después, al reflexionar y enfrentar tanto tiempo, arañó Burguillos, buscando un poco de vida más allá de lo académico y aun en el hondón de la anécdota. Y se le echó en aluvión el río tiempo‑vida. Y percibió que de todo cuanto en ese devenir pasó por el molino de su conciencia, sólo lo más valioso, lo que atañía a su concepción humana y humanística de la vida, se le había remansado en la presa de la memoria. Y es que sólo los recuerdos que arraigan en el corazón viven y se perpetúan. Y de ese memorial se le salían a borbollones, entreveradas, vida y anécdotas. Y, entonces, las revivió con ternura. La ternura y el perdón son las últimas flores que brota el corazón humano.
Porque no sería justo silenciar lo bueno que le reportó el Seminario. Amigos como hermanos, Antonio Parrado, Teófilo Olmedo… Ejemplares modelos de virtudes humanas y religiosas. Vidas sin esquinas, ni otras pretensiones que la expansión del Reino. Vidas que, ejerciendo la caridad, se quemaban en silencio como cirios pascuales. Le quedaba el recuerdo imborrable de una fluida convivencia… Teófilo Álvarez, Facundo, César… Y, sobre todo, la de aquel inseparable compañero… Seis cursos, seis, peleándose día por día y ajuntándose luego como chiquillos… Le adivinaba Burguillos por el chirriar de sus botas de punteras alzadas. Pesadas tenían que ser. Pues, aun a trote marranero14, rezagado andaba siempre. Y siempre cargado acudía a clase como burro de aguador. Tracaladas15 de libros y cuadernos, bajo uno y otro brazo. Y en la boca y orejas, lápices. Poco importaban sainetes, ritmos y escapadas a la Argentina. Lo que de veras quedaba, a esas alturas, era el cariño incuestionable que había profesado a Modesto, hijo de la señora Fermina. Amigos fueron y en gracia de amistad desean morir. Don Eugenio, más allá de sus respetos y veneración, mereció siempre su cariño filial. Un padrazo fue para Burguillos. Con todas sus consecuencias. Aguantó sus desplantes con paciencia paternal.
Burguillos recordó siempre el Seminario más por lo que debió haber sido que por lo que fue.


1. Prótasis. Primera parte del período en que queda pendiente el sentido, que se completa o cierra en la apódosis.
2. Apódosis. Segunda parte del período, en que se completa o cierra el sentido que queda pendiente en la prótasis.
3. Bambolla. Boato, fausto u ostentación excesiva y de más apariencia que realidad.

4. Nisi eam exerceas, memoria minuitur, ‘si no la ejerces, la memoria disminuye’.

5. Cum nostro illo, ‘con nuestro aquel’.

6. Trigémino. El mayor nervio cerebral.

7. Operaciones ad extra et ad intra, ‘operaciones hacia fuera y hacia dentro’.

8. Sancta sante tractanda sunt, ‘las cosas santas han de tratarse santamente’.

9. Cátaro. Perteneciente o relativo a varias sectas heréticas que se extendieron por Europa durante los siglos XI-XIII, y propugnaban la necesidad de llevar una vida ascética y la renuncia al mundo para alcanzar la perfección.

10. Doceta. Que profesa el docetismo, herejía de los primeros siglos cristianos, común a ciertos gnósticos y maniqueos, según la cual el cuerpo humano de Cristo no era real, sino aparente e ilusivo.

11. Monofisita. Se dice de quien negaba que en Jesucristo hubiera dos naturalezas.

12. Si quis suadente…, ‘si alguien, persuadido (por el diablo, golpea a un clérigo, será excomulgado)’.

13. Tuus totus ego sum, ‘yo soy todo tuyo’.

14. Marranero, ‘de marrano, de cerdo’.

15. Tracalada. Multitud.

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