El impresor, 2

27-07-07.
Cuando Ángel Valverde entró de mozo en el negocio, mozo para todo, el patrón se limitaba a simular que lo dirigía, siendo el Casino casi su única vivienda. La dueña vivía su vida sin hacer nada de provecho, a no ser el tener jodidos a criados, mozas y demás servidores y empleados (y de vez en cuando alumbrar algún infante). Entre el administrador y el encargado llevaban el tinglado, repartiéndose las ganancias que sisaban.
Fueron años duros, como eran para todos los chicos proletarios. ¿Qué hijo de obrero no lo era a su vez ya a los nueve, diez o a lo más catorce años? Aprendices de todo, criados para todo, de alcoba, de cocina, de taller. Criados de todos, de los amos, de sus hijos, de las cocineras, del encargado, del oficial y del peón. Dueños solo de su cansancio y de su hambre, no de su persona ni de su tiempo; ni siquiera de su ropa.

Siervos de la gleba en pleno siglo veinte.
Valverde aprendió el oficio de la imprenta.
Primero las cajas de tipos, sus variedades, su localización precisa, metódica. Había que coger los plomos con los ojos cerrados sin equivocarse. Aprendió a componer líneas, galeradas… a montarlas en la pletina. Entre tanto también hacía recados, iba al mercado, cobraba facturas, ayudaba a limpiar… Todavía le quedaba tiempo libre para leer. El tesoro de los libros. Sabía que era lo único que podía sacar de allí sin que le costase nada. Sabía que eran sus valedores. Con ellos, con su ayuda, podría aprender lo que no había aprendido en la escuela. Con ellos podría alcanzar un nivel más alto, otra consideración social. Indiscriminadamente, sin guía ni orientación, se tragaba todo aquello que le parecía más interesante. Por sus ojos pasaban novelones del diecinueve, libros de historia, panfletos, todo lo que se publicaba allí. El periódico.
Con el dinero escaso que ganaba, ayudaba a su madre que, cuando enviudó, se puso a servir y lo que quedaba lo reinvertía en novelas por entregas. En ellas leyó a Verne, Dumas, Dostoievsky, Hugo, Espronceda, Galdós y otros muchos escritores del Romanticismo, del Realismo al Naturalismo y toda la Novela Social.
Aprendió maneras, lenguajes y culturas superiores. Se sintió persona. Descubrió su dignidad y a la vez la necesidad de protegerla, de protegerse. Adquirió conciencia social, de lo social, y conciencia aristocrática. Conforme maduraba su cuerpo y su mente, a fuerza de rigores y maltratos, aprendió también a ver, oír, obedecer y callar. Pero no a renunciar ni a ceder lo más íntimo y propio que tenía, su yo.
Un día, ya con dieciséis años, subió como todas las mañanas a la vivienda de arriba, por si la señora tenía algo que mandar. Don Cosme, bien desayunado, había salido para el Casino a leer la prensa, lo que era habitual. Hasta el mediodía no volvería.
Como desde la pequeña escalera del taller se accedía directamente, sin puerta de por medio, Ángel avanzó pasillo adelante con intención de llegar a la cocina. Un rumor le extrañó y miró hacia donde lo oía. La puerta del dormitorio de la señora estaba entreabierta. Con una curiosidad más poderosa que su prudencia se dirigió hacia la abertura quedamente, decidido a observar lo que sucedía dentro.
En la cama, desnuda, estaba doña Teodora. Lo primero que vio fue un poderoso trasero, luego el pelo negro, largo, desordenado, cayéndole por los hombros, por la cara. No podía quitar la vista de la hembra, así, tan viva, así manifiesta. Adivinó debajo de la mujer el cuerpo de un hombre. También adivinó quién era. No se sorprendía tanto de la patente infidelidad de la señora como de verla así, de golpe, en su cruda realidad, objeto y fuente de gozo, de placer. Ella volvió la cara con sorpresa. Se cruzaron sus miradas. Él se retiró vivamente, azorado. Bajó al taller. Se refugió en una caja de tipos temiendo lo peor. Así estuvo toda la mañana, esperando que se le cayera la casa encima. No abrió la boca. El encargado apareció al rato. Se aproximó al lugar sin motivo aparente. Hizo como que inspeccionaba la labor que realizaba el muchacho, mirando por encima de su hombro. Le puso la mano en la cabeza y le dio un cachete.
—¡Bien, muchacho! —murmuró.
Se alejó cansinamente y se puso a charlar con el linotipista en voz alta.
A la tarde, en la hora de la sobremesa, lo llamó don Cosme. Subió al salón de la vivienda donde el patrón tomaba su café y su copita, su costumbre, que luego prolongaba en una ruidosa siesta en el mismo sillón. Allí estaba la patrona, bien peinada, tal vez excesivamente peinada, con un tocado que recogía en un gran moño alto. Su cara quedaba así libre y plena, redonda, tersa su piel, donde resaltaban sus profundos ojos negros, brillantes y vivos. El cuello estaba rodeado por una gargantilla ajustada, entrevista entre los bordados de la blusa. Sus manos descansaban en su regazo dignamente.
—¡Pasa Ángel, pasa! —le gritó don Cosme jovialmente.
Con timidez y prevenido, se acercó hasta la mesa de camilla. Se mantuvo de pie, las manos agarradas delante de sí.
—Nos vamos dando cuenta de que ya eres un hombrecito. Llevas además bastante tiempo con nosotros y has aprendido según me dice el encargado bastante y muy bien en el taller. Dice la señora que ya no te pinta seguir de chico de los recados —aquí la señora bajaba afirmativamente los ojos, sonriendo complacidamente— y he pensado que debes ascender a oficial, ¿qué te parece?
—Lo que usted diga don Cosme —su voz era tímida, pero el corazón le saltaba en el pecho.
—Fíjate que eso significa aumento de sueldo. Y menos tiempo en el trabajo. Tú ya solo te tienes que dedicar a tus trabajos del taller y nada más, ¿entendido…? Ya le he dicho a la cocinera que no te encargue nada de la casa y doña Teodora está también avisada de que ya no te utilice para ningún recado. Bueno, ¿qué dices, eh?
—¡Qué quiere usted que le diga!, que le estoy muy agradecido a usted y a la señora —nuevo mohín afirmativo y complaciente de la misma—. Le diré a mi madre que en cuanto pueda le haga una fuente de natillas, de las que ya sabe le gustan a usted.
—¡Gracias hombre, déjalo! Oye, vístete ya como un hombrecito y de acuerdo con tu categoría, que se vea que eres oficial. En fin, si tu madre quiere hacer esas natillas…
—¡Cómo eres Cosme! —saltó la voz chillona de la dueña—. Deja al muchacho y a su madre, que tendrán que echar el dinero en otras cosas, no en comprar leche para tus natillas, glotón.
—¡Ya tenías tú que decírmelo! Bájate ya Ángel —añadió resignado.
—Muchas gracias de nuevo, verá que no se arrepiente… —aduló el nuevo oficial, mientras reculaba [1] hacia la puerta.
Desde aquel momento, Ángel Valverde descubrió los verdaderos motores de la vida: el engaño, la hipocresía, la avaricia, la gula, la carne. Las pasiones hacían cambiar decisiones, tergiversaban los actos, allanaban obstáculos. Un secreto compartido le suponía el ascenso, no la labor de tanto tiempo, el dejarse en aquella casa los años, los juegos y la salud. No era tan tonto como para sufrir un ataque de lealtad y decirle al dueño que era un cornudo ‑que tal vez sabía o suponía ya‑ y echarlo todo a perder.

 


 

[1] Recular es ir hacia atrás sin volverse, como la marcha de los automóviles.

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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