Una de gitanos o el milagro de la barba blanca

Ha ya algún tiempo, no recuerdo bien el año pero sí que era una mañana de enero, el director de mi colegio pasa una circular por las clases indicando que advirtiéramos a los alumnos de la necesidad de extremar el aseo de cabeza por existir peligro de parásitos, piojos concretamente.
Así lo hice saber a mis alumnos de 4.º de Primaria antes de salir.
‑En esta clase no quiero más bichos de los que estamos ‑les aclaré.
Con unas sonrisas generales, nos fuimos a comer.
Por la tarde, porque teníamos jornada única de mañana y jornada única de tarde, cuando regresaba al centro con los últimos garbanzos aún rebotando por querer salir del estómago en hiato ascendente, noto que a lo lejos, en las mismas puertas de entrada, había una concentración de unas 20 ó 30 personas que, un tanto alborotadas, alzaban sus voces más de lo normal.

Me extrañó por inusual. Al acercarme más, me di cuenta de que eran gitanos y gitanas y que decían frases sueltas como estas:
‑Es que no hay derecho.
‑¿Ónde está er directó?
‑Es que apañemos un coche y nos vamo a Seviya si hase farta.
‑Que ni vemos comío ni .
Cuál fue mi asombro cuando al llegar a su altura cesaron todas las voces de inmediato.
Buenas ‑saludé un tanto escamado. Y entré.
El Director, acongojado, me metió en el despacho y alterado me dijo:
‑Pero ¿qué les has hecho Enrique?
‑Soy inocente de lo que sea ‑dije yo todavía con mi humor.
‑¡Esos gitanos vienen a por ti!
‑¡Amos, anda ya!
‑Por lo visto esta mañana les dijiste a Juan y Loli ‑alumnos de mi curso y gitanos ellos‑ que tenían piojos…
‑¿Yooooooooo?
Por los cristales de la ventana se distinguían perfectamente a los manifestantes: la mama de Loli (paya de Valladolid), el papa (joven gitano puro, pequeño pero fornido), la abuela (que apenas podía andar), el abuelo (con su buen garrote patriarcal), dos tíos de los Flores con sus mujeres, tres primos veinteañeros con largos pelos rizados y engominados, otras tantas novias (supuestas) y dos churumbeles mocosos (hacía un frío de invierno alcalaíno) quietecitos a horcajadas en la cadera izquierda. Total dieciséis.
Por parte de Juan vi, por primera vez, a su papa que, casual y curiosamente, disfrutaba de un permiso de la cárcel de Atarfe (hombre de unos 30 años con formas físicas de “armario cuadrado” y camisa abierta desafiante que dejaba ver grandes tatuajes en brazos y cuello).
Su mujer no estaba porque andaban como peleaos. Sí estaban las dos hermanas de madre con sus respectivos hombres, la abuela (octogenaria), cinco o seis familiares sin parentesco definido, más otros tantos chiquillos de ambos sexos que jugaban ajenos en los arriates del jardín.
Era un ejército de treinta y dos almas unidas que rodeaban, en perfecta formación defensiva, a mis dos alumnos, representantes de un pueblo y una tradición “ofendidos”.
El Director que sale y les comunica que recibirá una comisión.
‑Ea, po entramos nusotros sáis.
La mama de Loli, con la que yo tenía contactos porque le proporcionaba gratis los libros, le apañaba el material, porque iba a mi casa a por comida y ropa y juguetes, la atendía en Cáritas con problemas de vivienda y medicinas y otras necesidades básicas…, la misma que acercaba la cabeza de la niña a un palmo de mis ojos y me decía:
‑¡Mire osté el pelo de mi hija, pero mire osté!. Que eso no, que somos probes pero mu limpios.
Y era verdad. Me costó reconocer a los niños por la transformación que, de hombros para arriba, habían sufrido los “angelitos”. Me fijé que había desaparecido la trenza larga que tenía por la mañana y ahora lucía una melena al viento ondeada y sedosa que la madre se empeñaba en abrir, una vez y otra, en pequeños mechones para que pudiéramos ver bien los canalillos blancos del cuero cabelludo.
Desde luego la niña no tenía piojos… ni piojos, ni liendres, ni fauna ni flora alguna. Demostrado.
En cuanto a Juan José Flores, su primo, venía ahora sin los aros en las orejas y sin trencilla lateral amarilla.
El papa que se me arrima y me dice:
‑¿Tá susio mi niño?
Yo, que ya tenía dificultades para respirar por el subidón de anginas, apenas pude decir:
‑¡Qué va! Si está hecho una maceta… Pero aquí hay un malentendido.
‑Ni malentendío ni . Queremos hablar con el jefe de Sevilla.
‑Que yo les dije a todos los alumnos, a todos –subrayaba‑, que se lavaran la cabeza…
Y a fe que estos dos se la habían lavado. Mi imagino a la mama y a tres comadres calentando una olla de agua y desollando vivas las dos cabezas con buen estropajo y vinagre fuerte.
Así comprendo cómo lucían unos colores tan sanos y sonrosados (al contrario que mi cara, que “ni gato ni perro de aquella color”) y esos ojazos que yo veía ahora mucho más grandes. Hasta las caries negras de las muelas habían intentado quitar.
El caso es que yo, con el alboroto general de los alumnos del colegio, el resto de mis alumnos que andaban solos en clase armando follón, el amenazante grupo de familiares gitanos que aguardaba fuera y que iba alzando el tono de voz… mis dos alumnos que estaban siendo examinados cual ganado en feria y que me miraban burlones con sus ojos grandes y muy limpios, más el director que estaba, según me confesó después, con otro ataque testicular contagioso y, además, los señores de la comisión cerrados al diálogo y a la razón, noté que el despacho era muy pequeño y que el aire empezaba a escasear.
Esta fue la causa, creo yo, de que los pelos erizados de mi negra barba cambiaran de color. El milagro de la barba blanca, aseguran los creyentes.
Al mes del incidente les dije a los alumnos que frotaran el dedo índice con la barriga por si salían pelotillas y se miraran las rodillas por si las tenían negras.
El cisco que se montó en este caso lo contaré en otra ocasión.
Pero al irse, el teniente de la Guardia Civil me dijo:
‑Su metodología por regiones es eficaz, pero muy atrevida.
Hoy, sin barba ya, lo recuerdo como anécdota y se la dedico a mis amigos gitanos.
30 de enero de 2006.
DÍA DE LA PAZ.

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Publicado en: 2006-01-29 (84 Lecturas).

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