El epitafio, 3

27-07-07.

Para tomar la grave decisión de arrojarse por el “arco recio” del puente romano, tuvo poderosas razones. Una puta celestina, apodada “la Badoglio” se enamoró de ella. Poco a poco, los celos de aquella vieja prostituta, de origen italiano, la fueron cercando. Colgada de su hermosura, adicta a sus encantos, aquella napolitana que llegó con las brigadas internacionales para hacer el amor en plena guerra, le hizo las noches imposibles a “la Sueños”.

—Lo que quieres decir, (comencé a tutearla), es que “la Badoglio” tuvo por amante a “la Sueños”. ¿No es así?

—Exactamente eso ‑me dijo Maya, mientras continuaba‑. Aquella marimacho infame, meretriz y lesbiana, la consiguió, y consiguió que aquel cuerpo hermoso se llenase de llagas. Y de aquellas llagas vinieron los negros vuelos sobre los tajamares del puente. Voló vestida de rojo…, vestida de rojo…

Aquella historia me había hecho olvidar la altura de los cipreses, a la vez que me quedé sorprendido del tono persuasivo, moralista, abundante en datos, con que Maya se había referido a aquella mujer que descansaba en el patio de los malditos con los pezones mordidos.

Sobre los mudos sonajeros de los cipreses se colgaba una luna menguante y fría. Desde lejos, vimos acercarse una figura con paso cansino que, de no haberle brillado a la altura de la boca la ceniza encendida de un cigarro, lo hubiésemos tomado por alma del purgatorio. Era el sepulturero que, al llegar a nuestro lado, dijo:

—¡Paz y descanso, Maya!

Yo, extrañado de tal familiaridad, respondí por los dos con un «¡Descanso y paz!», mientras Maya guardaba silencio.

—Voy a tener que hacer una llave para ti ‑dijo el cavatumbas, dirigiéndose a Maya.

Ya te he dicho en varias ocasiones que a mí no me hacen falta las llaves ‑respondió ella.

El enterrador calló y siguió su ronda, a la vez que apagaba su cigarrillo sobre la piedra carcomida de una cruz.

Apenas se hubo separado el sepulturero unos pasos entre las sombras, Maya alargó su mano, lívida como el hielo, hasta mi frente, acariciando con digital suavidad mis confusas ideas, mientras me preguntaba:

—¿Cuando volverás por más epitafios? La semana próxima habrá luna nueva. Será entonces cuando mejor puedas leer sobre las tumbas, en la oscuridad, al resplandor de los fuegos fatuos.

No atiné a contestarle porque, desde mi frente, sus dedos habían resbalado con lentitud hasta mis labios. Sentí como si el vuelo de una mariposa de sal anidara en los aleros de mi boca. Una vez que su mano dejó de elitrar sobre mis labios, cambió de rumbo, haciéndose caricia sobre mi cuello.

Fue entonces cuando, sin poder articular palabra, le pregunté:

—Pero… ¿es que hay más epitafios?

—Más que tumbas ‑contestó, a la vez que acercaba su latido a mis latidos, sus labios a los míos, sus ojos a mi mirada; a la vez que musitaba unos versos inéditos para mí:

«Alguien guió mi mano hasta tu cuello.
Y sin querer tembló mi corazón.
Quizás tú seas mi última pasión».

Aquello no era un epitafio. Lejos del mundo, cerca del mármol, aquel cipresal se había transformado en edén. Por unos momentos olvidé el recinto, me despojé de miedos, hice cadenas de mis brazos, bañé mi fiebre en su deseo, y sellamos la noche incipiente con un beso.

No sé el tiempo que duró la magia; sólo que de ella les nacieron tiritañas a los cuerpos y celosías a los cipreses.

—Son las once ‑me dijo, mientras me miraba.

Te espero mañana. Cuando caiga la tarde, buscaremos más versos. Aquellas palabras me sonaban a despedida. La negritud de la noche con veladuras de oro, me preocupaba. No eran horas de dejar sola a Maya. La casa del enterrador estaba cerrada con las llaves del sueño.

—No te preocupes, saldrás por allí ‑me dijo serenamente. Volví la mirada. Sobre las tapias blancas que dan a los cerros, un portalón de chapa negra marcaba el túnel de salida. Era la puerta falsa, por donde entraban los vehículos con materiales de construcción, ya que junto a ella se amontonaban el yeso y los ladrillos tabiqueros.

Me alargó su mano, ahora cálida, apretando mis dedos contra sus dedos. Nuestros pasos, al unísono, iban acercándose sin prisas hasta la salida. Su pelo descansaba sobre mi hombro, cosquilleando mi mejilla. Mi cintura y su talle habían intercambiado esclavitudes.

Empujé los balaustres de la hoja derecha y la puerta cedió sin ruidos. Una vereda estrecha ‑noche y polvo‑ corría paralela, casi lamiendo los muros de piedra encalada. Sin mediar palabra, mecidos recíprocamente por el laberinto inquieto de nuestros brazos, tomamos la opción de la izquierda, para acercarnos hasta el automóvil que yo tenía aparcado allí, y que casi había olvidado.

Al terminar las tapias e intuir que el éxtasis andante tocaría a su fin, apreté con nocturnidad y lealtad a Maya, lleno de ansiedad, contra mi cuerpo.

—¿Tienes prisa?

—No, yo no, pero… ¿y tú?

 

Su respuesta fue mucho más contundente y feliz que mi duda. Rodeó mi cuello con sus brazos, se aupó de puntillas sobre la tierra y lacró la noche, hasta hacerla eterna, con la cadencia de un beso interminable. Sin mediar palabra, nos introdujimos en el auto.

—¿Tienes un cigarrillo? Hace años que no fumo, pero esta noche lo necesito.

—No fumo ‑le respondí, a la vez que abría la guantera donde siempre llevaba algún caramelo de menta, mientras Maya empujaba la casete.

Sonó la música de una cinta que entregaba Antonio, el del quiosco, con la compra de unos fascículos sobre la vida de Mozart.

Era el “Réquiem” que, misteriosamente, adornaba la noche. No sé qué hálitos le infundieron a Maya aquellos acordes de misereres, ni qué sueños la embargaron, para que con los ojos dormidos bajo sus párpados, los labios entreabiertos y en pleno oleaje sus pechos, meciera con ritmo de hosannas su cabeza, haciendo sonajero incitante sus pendientes, vendaval la flocadura de sus rizos, pentagramas de placer sus manos.

Cuando concluyó Mozart, se inició una sinfonía inédita. Aquella música, nacida entre agonías, tenía aromas de pecado, de hogueras, de lluvias azogadas, de desenfrenos en libertad.

—¡Vámonos! ¡arranca! ‑exclamó ella en el precipicio del placer.

Apreté el acelerador, se iluminó la oscuridad y pusimos rumbo a la noche.

 

 

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