Vilanos, y 05

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

13.- No quiso que la acompañara. Fue sola a despedirse. Mientras tanto, yo pasé por el despacho de Pellicer y pedí un anticipo. Sonrió con picardía y me entregó un talón. Lo cobré y me dirigí a la joyería. El vendedor me recomendó un anillo moderno y juvenil que no superara mi presupuesto. Pagué en metálico.

Volví con Olga y le pregunté si todo había ido bien. Fue muy desagradable, porque le había gritado y la insultó, pero lo había hecho. Había roto con Santamaría. Al día siguiente, tendría preparada la liquidación. Allí mismo le pedí que nos fuéramos juntos a cualquier sitio. Éramos como esas semillas tan ligeras que llegan por el aire volando en libertad y vuelven a elevarse llevadas por el viento. Se llaman vilanos, pero los niños las llaman angelitos.

Le aseguré que encontraría alguna cosa. Me miraba asombrada, como si no creyera lo que estaba dispuesto a hacer por ella. La acaricié como a una niña, diciéndole al oído que estuviera tranquila. Me ocuparía de todo. Al llegar a la pensión, no presté atención a la noticia: un cura, que acababa de casarse, había tenido un accidente grave. Lo habían dicho en la radio. Por la tarde fuimos al Clínico, a pasar el control. Todo estaba bien.

14.- Día 24 de diciembre, once de la mañana. Acompañé a Montse a comprar los regalos de Reyes. Hacía frío. Sacó del bolso una bufanda y me la anudó al cuello. Le dije que me disculpara, pero aún no podía entregarle su regalo. Me notó preocupado. Le quité importancia diciendo que un jesuita, al que debía mucho, había tenido un accidente. Posiblemente tendría que salir esa misma noche. Me comprendió; dijo que le encantaba mi buen corazón. Prometió no separarse nunca de mi lado. Comimos en Xaica, un bufé libre. Llamé al camarero, sin esperar al café, y pagué la cuenta. Le pedí comprensión. Sentía asco de mí mismo: nunca me ha gustado la gente que juega con los sentimientos de los demás, pero no sabía qué hacer. La acompañé a casa y, al despedirnos, me abracé a ella emocionado. No sabía si volveríamos a vernos.

En la escalera, me crucé con el Colilla, que había visto a Olga preparar las bolsas de viaje. Me preguntó, muy serio, si pensaba marcharme con ella y le dije que sí. Nos abrazamos y nos deseó suerte. Olga estaba dispuesta. Le dije que tenía un regalo sorpresa para ella y se lo daría cuando llegásemos a Madrid. Utilizó todas sus zalamerías para saber qué era, pero yo no cedí. Llamó a la consulta de Santamaría. Ningún problema. La estaban esperando con la liquidación: casi veinte mil pesetas. Cargué las bolsas en el maletero y subimos al coche. El corazón me saltaba del pecho.

Siete y media de la tarde. Olga entró al vestíbulo, yo me quedé en la acera, paseando y mirando al reloj. Tardaba en llegar. Al fin, apareció. Parecía insegura. Empezó diciendo que la perdonara. Nunca me lo había dicho, pero sólo tenía diez y siete años. Era menor de edad y Santamaría había amenazado con denunciarnos. No podía creerlo, me miró con un aire de súplica, intentó acariciarme y le cogí la mano tratando de impedirlo. Se me heló la sangre. Llevaba en el dedo un precioso anillo de diamantes. Tiré la bolsa a la acera y subí al coche hecho una furia. Sabía dónde vivía Santamaría. Aquel hijo de puta se había equivocado conmigo. El tráfico estaba imposible. Tomé la Diagonal. Sentía que la cabeza me estallaba. Las aceras estaban llenas de gente cargada con montañas de regalos. Las luces y la lluvia me cegaban. Giré en Ganduxer, sin respetar el semáforo y a punto estuve de atropellar a un motorista. Me insultó desde el suelo. Ciego de ira bajé del coche y le pegué un empujón. Se levantó y me dio un puñetazo en la boca del estómago. No sé de dónde sacaba fuerzas, pero me desollé los nudillos golpeándole. Un corro de gente nos rodeó. Se oyó una sirena de la policía. El motorista huyó y a mí me encontraron sin fuerzas, sentado en el suelo.

15.- Hice una llamada antes de pasar a presencia judicial. El juez me dijo que había tenido suerte; de no haber sido así, ahora estaría en la cárcel. Al salir de la sala, vi a Montse sofocada, sentada en un banco del pasillo. Noté que estaba sucio, con la ropa mojada y sangre en los nudillos. Ella se abrazó a mí, preguntando qué había pasado. Le dije que no se preocupara. Total… seis meses sin carné de conducir. Luego, busqué en el bolsillo de la chaqueta, tomé su mano, le coloqué el anillo y no pude evitarlo: me eché a llorar. Me preguntó por qué lloraba. La miré a los ojos y vi reflejada tanta bondad en ellos que no pude contestar. Quizás lloraba de felicidad.

Barcelona, 11 de febrero de 2012.

roan82@gmail.com

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