El puente de Carlos: otra forma de ver Praga, 2

El puente de Carlos es la seña de identidad más característica de los numerosísimos impactos visuales que recibe el visitante de la capital bohemia. Une la ciudad vieja con el barrio de Mala Strana, en el lugar justo donde la vista puede recorrer, en un giro de trescientos sesenta grados, una panorámica de ensueño. De todas las evocaciones, me quedo con los dos atardeceres que contemplé respirando la suave brisa del río Moldava, mientras observaba el intenso tráfico de barcos turísticos, la bellísima estampa del castillo con la catedral de San Vito, el barrio judío y los tranvías omnipresentes a uno y otro lado.

El puente de Carlos, ordenado construir por el rey Carlos IV, fue terminado a comienzos del siglo XV. Las siluetas negras de los grupos escultóricos de los siglos XVIII y XIX, sobre los dieciséis arcos que unen los robustos pilares, crean, al atardecer, un extravagante decorado que, adornado con las notas musicales de un violín, una guitarra o un romántico instrumento mecánico, te envuelven en una atmósfera de misterio intemporal.
—¡No te lo imaginas en enero con niebla! —me indicó José Hernández, pintor kafkaiano de reconocido prestigio universal, cuando le relaté mi experiencia.
—El puente y el cementerio judío, con más de doce mil lápidas de piedra granítica, apiñadas sobre cien mil difuntos en siete capas de enterramiento, son los lugares más sugerentes —me ratificó—. Los judíos debían enterrarse en su propio gueto; de ahí lo insólito de este cementerio, en el que todos los días se siguen depositando piedrecillas sobre las lápidas, tradición de este errante pueblo bíblico.
Praga es un grandioso museo de arquitectura y escultura al aire libre. Una ciudad que sabe mantener la más perfecta red de tranvías y metro, que conserva intacto su patrimonio histórico artístico, que valora la educación ciudadana, la limpieza, el silencio…
Cuando viajo, tengo la costumbre de aprovechar “tiempos muertos” para hablar con personas que yo considero claves en el conocimiento de la realidad social. En esta ocasión, han sido tres con las que tuve la suerte de intercambiar opiniones. La primera fue Vladimir, el guía que nos recogió en el aeropuerto para trasladarnos al hotel. Mantuve una conversación con él, mientras los demás solucionaban el retraso de una maleta. Nacido en Cuba, llegó a la República Checa cuando tenía dieciocho años, enviado por el gobierno cubano para formarse en una de las fábricas que el sistema comunista tenía como modelo, en Praga.
—Tiempos durísimos, por la forma de trabajar tan diferente. Aquí el trabajo era brutal, igual que el invierno.
—¿Y después?
—Cayó el muro de Berlín. Llegó la democracia y me enamoré de una checa con la que tengo dos hijos. Soy muy feliz. El frío lo llevo muy mal; pero me acostumbré y aprendí el idioma.
—¿Ahora es mejor?
—Nos incorporamos poco a poco al capitalismo. Espero no perder las conquistas conseguidas: la igualdad social, los servicios públicos…
La maleta no llegó, pero nuestro amable guía nos tranquilizó considerando normal el incidente.
—Vendrá en el siguiente avión y, hoy mismo, la llevarán al domicilio que figure en la etiqueta. Todos los días pasa igual.
Llegamos al hotel y, tras agradecerle sus utilísimos consejos para conocer la ciudad, nos despedimos.
—¡Viajen a Cuba alguna vez! No se imaginan la belleza natural de mi país.
—No lo dudes, Vladimir.
***
La segunda persona que conocí fue Teresa, la guía que nos enseñó el castillo. Mi curiosidad sobre la situación religiosa del país, después de salir del sistema comunista, me movió a intercambiar con ella algunos comentarios.
—El setenta por ciento de la población es atea; aunque siempre hubo libertad de cultos —aseguró con orgullo.
—La conservación de las iglesias católicas es perfecta —le dije con intención de felicitar la gestión de su gobierno.
—Es parte de nuestro patrimonio y el Estado invierte en su mantenimiento por la riqueza artística e histórica que supone. Hay misas todos los días. En algunas de forma continuada y en varios idiomas.
Teresa tenía nueve años cuando se produjo el cambio gracias a la Revolución del terciopelo, en 1989. Sus padres le cuentan cómo se vivía antes y dicen que ahora es mejor:
—Podemos viajar y mejorar el trabajo, además del turismo, que es una importante fuente de ingresos para el desarrollo del país. Con el comunismo, los pocos turistas eran rusos. Ahora vienen de todo el mundo: españoles, italianos y japoneses son los más frecuentes.
—Eres muy guapa, Teresa. Las checas tenéis unos ojos azules de una viveza extraordinaria.
—Eso no es heredado de ningún sistema.
Le agradecí sus comentarios, al mismo tiempo que nos despedimos para continuar por nuestra cuenta el enigmático recorrido por el callejón del oro, donde vivió Franz Kafka.
***
La tercera y última persona que conocí fue una chica mexicana, que se acercó a mí para censurar un comentario desafortunado que hice en relación con las imágenes de la iglesia de San Nicolás. Eran agresivas y mataban con espadas o lanzas a otros que aprisionaban con el pie. Dudé en voz alta de que fuesen santos.
—Perdón, señor: matan al demonio. Por eso son santos.
—Disculpe mi atrevimiento. Ha sido un comentario jocoso ante la monumentalidad de las acciones que representan. De todas formas, no imaginé que era el demonio el martirizado.
—En aquella época del barroco, había que impresionar a la gente —continuó—. Los símbolos eran muy importantes, para convencer de la veracidad del catolicismo con respecto a las doctrinas reformistas que se extendían por Europa.
Guadalupe es de México. Huyendo de la pobreza y del paro, recaló en estas tierras centroeuropeas.
—Aquí trabajo y aquí vivo, a pesar del durísimo invierno y de la añoranza de la familia.
—Gracias por corregirme. ¡Suerte!
Vladimir, Teresa y Guadalupe son tres significativos representantes de la diversidad que se implanta en cualquier punto del planeta. Y Praga se está convirtiendo en uno de los centros de interés del turismo cultural, por su cuidada imagen de conjunto y por la fascinación de sus impresionantes monumentos. No en vano ‑y según la leyenda‑, Libuse, la mítica princesa fundadora de la ciudad, dijo con sentido profético: «Veo una ciudad grande, cuya fama llega a las estrellas…».
No se imaginaba hasta qué punto.

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