Recuerdos de la SAFA – 56: El cura Calles
El padre Antonio Calles Silva llegó al colegio a principios de los sesenta. Pronto destacó por su presencia: joven, alto, de casi dos metros y muy inteligente. Catalán, no se notaba ese detalle ni su acento, aunque entonces eso era indiferente. Empezó dando Literatura en Magisterio porque no le gustaban los alumnos de Profesionales. Al principio cumplía con su trabajo, pero pronto se mostró más preocupado por las relaciones sociales que por la preparación de las clases o por la formación intelectual de sus alumnos. De hecho, se pegó a un grupo “peculiar” de sus alumnos de Magisterio, los más destacados y animosos, como Julio, Miguel, Pedro, José, Antonio et alia… Con los demás se ganó el apelativo, ciertamente irrespetuoso, de “el cura Calles” que reservábamos para los jesuitas no consagrados y poco afines a nosotros.
Nuestro amigo Miguelín, el as del billar y la contabilidad, nos confesó que el cura Calles era muy coqueto: miraba a las chicas con descaro aunque no pasaba de ahí. Paseando una tarde por el Real, se cruzaron con una bellísima señorita. Para nosotros todas lo eran, claro. Miguelín, que no se cortaba un pelo, le dijo al padre:
— “¡Vaya ojazos que tiene la nena!” (aunque pensaba en otras partes de su anatomía)
A lo que él, sin alterar el paso, y con voz fatua contestó:
— “Pues sí. Y nos está mirando”.
Miguelín se giró y comprobó que la muchacha, efectivamente, había vuelto la cabeza para mirarlos. Desde entonces, envidió el sin par atractivo del sacerdote y la seguridad e interés que mostró en asunto de faldas.
Como tutor, a sus alumnos, digamos “predilectos”, los llamaba en el estudio de última hora de las tardes y se interesaba por la marcha de sus estudios, su comportamiento y, finalmente, intentaba abordar temas espirituales asegurando siempre que guardaría absoluto secreto sobre aquellos asuntos. A los que no entraban en esa categoría exquisita, ni los buenos días. Normalmente, la gente le hablaba de los estudios y poco más, pero lo espiritual se lo guardaban para el padre Mendoza, un santo varón, comprensivo y eficaz, atento y suficiente, que además no dudaba en empeñar su posición y su indudable prestigio en defensa de uno de sus pupilos. No podíamos decir lo mismo del “cura Calles”, pues descubrimos que sincerarse con él era hipotecarse todo el curso. Y no porque nos pusiera penitencia o nos mandara decenas de padrenuestros, pues no tenía el grado necesario para cantar misa, confesar ni impartir los sacramentos, sino porque llevaba al terreno educativo los hechos que compartíamos con él.
En aquella época, lo del fumeteo era pecado mortal, delito muy grave, causa de expulsión en un juicio sumarísimo. Había curas, como el Hermano Peco, y profesores como D. Antonio Pérez, que parecían tener detectores de humo en sus fosas nasales y estaban todo el día oliendo el aliento, el pelo o la ropa de los alumnos y acusando sin ton ni son:
– “Leandro, ¡tú has fumado!”
Los mayores, que lo hacían en su pueblo en vacaciones y hasta en su casa ante sus padres, llevaban mal esa prohibición. Y cuanto más se prohibía, más fumaban a escondidas.
Uno de sus alumnos preclaros, cuenta, fue llamado al despacho del cura Calles, con más solemnidad de lo habitual, en el estudio de la tarde. Llegado a su presencia, lo llevó a una sala aparte que había al final del corto pasillo de la derecha del hall. Esto es serio, pensó para sí.
– Yo no estaba nada tranquilo, porque no imaginaba por dónde iban los tiros. No teníamos mala relación, porque se nos acoplaba en las salidas por la ciudad, paseaba por la Plaza del General Saro y el Real (con lo cual no podíamos visitar nuestros bares de referencia ni los billares), e incluso entró con nosotros al cine Ideal a ver películas como “Zorba el Griego”, pero me temía una bronca por algo.
– ¿Habías hecho algo, habías suspendido alguna asignatura, te habían pillado escapándote del colegio?
– Ni idea, aunque todo eso y más había hecho. Pero no. Por si acaso, me mantuve en silencio, sin decir ni mu, que era lo más prudente en estos casos. Y entonces me suelta que lo que iba a decirme era una prueba de la buena opinión que tenía de mí, que yo estaba demostrando una gran responsabilidad desde que estaba a su cargo, que tenía en cuenta la opinión de los alumnos…, y que a partir de aquel momento, el grupo que salíamos con él, pero sólo nosotros, ¡ya podíamos fumar!
– ¡Qué sorpresa! ¿Y tú qué le dijiste?
– Me quedé cortado. Me pareció increíble. Al agravio comparativo hacia el resto de mis compañeros se unía la incoherencia de la medida, porque si unos podían fumar, ¿por qué no los otros?
– ¿Y él qué dijo?
– Me reconoció que se había enterado de la “rebelión de los fumadores”, que habíamos tenido con D. Antonio (al que le afeamos que estuviese todo el día olisqueándonos como un perro perdiguero, cuando la mayoría teníamos permiso de nuestros padres para fumar). Y pensó que haciéndose amigo de los revoltosos y concediéndoles sus reclamaciones, la cosa se calmaría, las aguas volverían a su cauce y todos tranquilos.
– ¿Y se calmó la cosa con dejaros fumar a cinco o seis? No lo creo…
– ¡Qué va! ¡Gran error! Produjo los efectos totalmente opuestos: por una parte, ya nadie se ocultaba de fumar; los paquetes de Celtas estaban a la vista sin el menor recato ni pudor; se abandonaron los váteres como lugar estratégico, lógico, natural y saludable para fumar, e incluso muchos de los que no lo hacían habitualmente, de la noche a la mañana, se convirtieron en empedernidos fumadores. Y como no quería que el Prefecto se enterase del intento de apaño con nosotros, optó por mirar para otro lado. Así que ahí nos tienes, a todo el curso de Magisterio fumando como chimeneas mientras los demás estaban bajo la espada de Damocles del dos en conducta.
En clase, el cura Calles (que ya se había ganado a pulso el epíteto despectivo) era un profesor autoritario, prepotente, rozando la chulería, que odiaba impartir clase en Profesionales y sólo quería dar a los cursos de Magisterio, poco dado a facilitar el estudio y comprensión de sus asignaturas de F.E.N. (ese año no la impartía D. Ángel Jesús Cachón, lástima), de Religión y de Dogma. Actuaba así en parte porque no le gustaban esas asignaturas, pues él prefería dar Lengua y Literatura o en su defecto, Geografía e Historia; pero no tenía la titulación específica para impartirlas, estando asignadas a profesores seglares especialistas. Por ello, su despecho y su falta de interés propiciaba una didáctica basada en la repetición y la memorización, impermeable a la reflexión y menos aún al debate. Normalmente hacíamos exámenes mensuales y un trimestral, que hacía media con las notas acumuladas de clase y de los parciales. En el primer trimestre había hecho un solo examen (no le entusiasmaba corregir exámenes de varios folios por cabeza) y en el trimestral fue a degüello. La mitad del curso suspendió, algo rarísimo en SAFA, donde habíamos pasado por varios filtros selectivos y el nivel de los cursos mayores era muy elevado.
Por si fuera poco, ese año habían entrado chicas a estudiar Magisterio gracias al nuevo Plan que exigía el acceso con Bachillerato (¡chicas en la SAFA!); así que el cura Calles estaba más atento a las féminas de primero que a los gañanes de segundo, que además éramos un curso numeroso, algo rebelde y levantisco. Como sus clases de Dogma no eran precisamente la alegría de la huerta, no era raro que alguno de los más significados en la actitud que él denominaba “inadaptados a la doctrina y reacios a la fe” (Emiliano, Martín, Antonio, yo mismo) le hiciésemos preguntas que no le gustaban o le interpelásemos ante sus afirmaciones dogmáticas. Los aires de libertad que había traído el Padre Bermudo en su segundo Rectorado nos hicieron creer que las cosas habían cambiado (¡pobres ingenuos!).
El ambiente en sus clases era irrespirable, y se agravaba con algún que otro incidente en las salidas a la ciudad, que entonces eran más largas y nutridas. Desde el principio nadie le hizo partícipe de nuestras andanzas y, aunque intentaba pegarse a nosotros, tenía escaso éxito, por lo que se acopló a grupos de primero donde había chicas y eran más permeables a sus encantos. Mi paisano Juan Nieves, que cursaba tercero, me dijo que era un fantasmón, que había intentado lo mismo con ellos y que nadie le hacía ni caso, hasta el extremo de que Barba, un tipo grandote con un vozarrón que atronaba una catedral, le había dicho por las bravas que los dejase en paz y se buscase compañía por otro lado.
Una fría mañana de Marzo, a segunda hora, en el pasillo de aulas de la primera planta, estábamos esperando al profesor de la siguiente clase, charlando entre nosotros como era costumbre. Él salió de la clase de Primero con dos alumnas y al vernos se dirigió a nosotros de malas maneras, reprochándonos que estuviésemos en el pasillo (los otros dos cursos, el de primero y el de tercero, también estaban y no les dijo ni mu), tachándonos de maleducados y de vagos. Un compañero de Villanueva del Arzobispo, Cayetano Soriano, siempre tranquilo y mesurado, se dirigió a él con toda corrección para decirle que era lo habitual y que no molestábamos a nadie pues nadie daba clase en ese preciso momento. Fue como si se desataran las furias del Averno: le echó un broncazo a centímetros de su cara, imponiéndose con su envergadura y su sotana. Todos nos quedamos asombrados. Cayetano, lívido, se pegó a la pared y aguantó el chorreo sin decir ni pío. Cuando, todo orgulloso el cura, se volvió a las alumnas y les dijo “vámonos”, nos acercamos a Cayetano que, con cara de dolor, se miró las manos: le sangraban las uñas de haber estado arañando la pared para no contestar.
Creo, José Luis, que con un personaje tan anodino e inconsistente como el cura Calles no se puede construir un capítulo interesante. No tuve a este sujeto de profesor, pero sí de ‘inspector’ (creo que cuando hacíamos 5º). De todos los curillas que sufrí, solo salvo al hermano Tamargo, una buena persona. Los otros, Lara Palma, Gallego, Calles y algunos más cuyos nombre no recuerdo eran sencillamente unos impresentables. No tengo el recuerdo que Calles fuera inteligente como tú dices; creo que no lo era; las personas narcisistas no suelen ser inteligentes. Otros, como Lara Palma, sí lo eran. Calles padecía del complejo de las personas altas que nos ven a los demás desde su altura y desde arriba (y no es envidia por mi parte), aunque no creo que llegara a los 2 m como tú dices. Se creía guapo y no sé cuánto éxito tuvo tirando los tejos a las nuevas alumnas que iban llegando a la escuela, según me contaron amigos de Úbeda (yo ya no estaba allí) ¿Alguien sabe por dónde anda ahora? Es curioso que casi todos acabaran colgando (ahorcando, decían en mi tierra) los hábitos. Gracias por compartir tus recuerdos.
Sí, del cura Calles se podría escribir largo y tendido. Pero yo me quiero centrar en algo que se asoma en el escrito de José Luis: en la tendencia innata y metódica en la Compañía a elegir y formar grupitos de alumnos (o, me figuro, seminaristas) por cada padre responsable; así que Calles tuvo los suyos, Artillo los suyos, y los demás también mientras estuvieron en SAFA. Esa actitud me figuro les reportaba la seguridad del grupo de «palmeros» (tal vez también supuestas afinidades ideológicas) frente a la hostilidad o indiferencia de los que quedaban excluidos de sus conciliábulos.
A mí no me dio clases el Padre Calles y al ser externo lo conocí de oídas.
Lo único que sé de él es que finalmente se casó con una madre soltera…
Ah!, y muchas gracias por el artículo…
Un abrazo
Me alegra mucho que tus comentarios, una vez tamizados por la madurez, se refieran también a personajes que hemos sufrido en SAFA y no es fácil encontrarle aspectos positivos en su personalidad o profesionalidad.
Como sabemos que tus escritos no son producto de experiencias, únicamente personales, sino ampliamente contrastadas, adquieren una total credibilidad y te animaría a que pasasen bajo tu pluma, todo tipo de personas; tanto las que contribuyeron a nuestra educación, dando lo mejor de ellas y siempre insuficientemente ponderadas, como estos otros que, justamente juzgados por el tiempo, no arrojan un balance positivo en su aspecto de perteneciente a una comunidad educacional.
Uno de estos que yo sometería a examen sería el «cura» Oviedo. Pero no me quiero dejar llevar por mi escasa opinión personal.
Muchas gracias, paisano José Luis; me hubiera gustado observar de cerca el interior del aula donde estuvieran el cura Calles y el compañero Emiliano