Vicisitudes de la vejez, 27

Amable lector que me soportas y/o me lees con desgana o fruición (qué más da), ahora que me encuentro en la “edad de oro”, como suelen llamar eufemísticamente a la edad por la que transito (la década de los noventa, nada menos: vamos, una anciana con muchos años y experiencia encima); pero a la que yo bautizaría “edad de hojalata”, pues realmente no solo el cuerpo sino la mente y los recuerdos se me van haciendo dúctiles, maleables (pero en el sentido literal de ambas palabras) e incluso farragosos, cual electrodoméstico obsoleto que tiene su fecha de caducidad desde que lo fabricaron sus inventores o creadores.


Me cuentan mis biznietas, pues tengo una buena relación anímica y amistosa con ellas, cómo anda actualmente el patio en lo referente al sexo, pues si -antiguamente y no hace tanto- se intercambiaba amor por sexo en las mujeres, mientras que en los hombres primaba el sexo por encima del amor; ahora los medios de comunicación y manos no tan ocultas del marketing y la ganancia quieren uniformarnos a todos desde pequeños (hombres y mujeres o viceversa) en cuanto a la entrega carnal para que sea un intercambio de sexo puro y duro mientras dure, para así no sufrir nada emocionalmente; paradójicamente hoy que tanto valor se le quiere dar a los sentimientos y a las emociones personales e íntimas. Vamos, que nos comportemos instintivamente como el resto de los animales o seres vivos sexuados. Y a tirar “palante”… hasta que el cuerpo aguante; pues vivir es poco más de dos días y supongo que con lo bien que piensan hacer las cosas nuestros políticos y los propósitos de enmienda tan espectaculares que prometen nos van a dejar las residencias de ancianos, mal llamadas en otras épocas de la tercera edad, de dulce y expeditas para que los pobres viejos transiten en su última etapa de la vida de una manera gloriosa y reconfortante, lejos ya del plan carcelario y súper tutoriado -como al principio de la pandemia- que llegaron a no tener (algunos) ni derecho a recibir asistencia médica, pues al ser demasiado mayores (habiendo pasado de los ochenta) era mejor elegir a un joven para que se curase del dichoso virus de la Covid, mientras que cualquier viejo iba a morir antes que después. Fue muy duro todo aquello ¿verdad? Esperemos que no se repita, aunque me temo que no caerá esa breva…
Por eso, no nos debemos preocupar, puesto todo eso lo van a cambiar para siempre ya que los protocolos serán maravillosos, teniendo en cuenta el trato humano y empático que se merecen nuestros ancianos de cualquier época. Habrá que aprovechar la ocasión, pero como yo no me fío de nuestros políticos de profesión, pues la mayoría hace bandera de la mentira y el engaño prometiendo cosas que luego no van a cumplir, prefiero seguir en mi casita como bien pensaron mis hijos antes de que se liara la que se lió con la dichosa pandemia de la Covid…
Por ello, me van viniendo recuerdos deslavazadamente que no tengo más remedio que plasmar, cual urgencia hospitalaria, en este memorándum de lo que me ha acontecido a mí o a mi familia más o menos cercana.
El otro día felicitaba por teléfono a una amiga que cumplía 95 años y nos admirábamos ambas de lo mucho que habíamos cambiado, no sólo en lo referente a aquel cuerpo serrano de nuestra juventud y madurez, sino en las conversaciones que teníamos antaño, ya que ahora hemos cambiado de temas varios, incluyendo la crítica acerada y sin contemplaciones a todo lo que se mueva, por asuntos de enfermedades o medicinas y como colofón de lo mal que está el mundo puesto que ya nada tiene solución, al menos para nosotras. Mejor lo dejamos para nuestro próximo destino…
Recuerdo nítidamente cuando una amiga mía del cole o, mejor dicho, de la escuela, como le llamábamos entonces, a la hora de escribir su primer apellido ponía “Tegada” en lugar de Tejada. Y ella, como era tan intrépida y decidida, para responderle a su abuelo que le afeaba su equivocada ortografía, ni corta ni perezosa argumentó que así lo ponían en su colegio y se quedó tan pancha. Lógicamente aquél, aunque fuese cariñosamente, le espetó a bocajarro «eres una sinvergüenza… »
Recuerdo que siendo yo ya una niña crecidita, pues siempre me gustó entretenerme con las muñecas y los juegos propios de mi sexo, aunque ahora eso no se lleve, me ausenté de mi domicilio para hacer un mandado y cuando volví me llevé la desagradable sorpresa de que mi tía le había dejado jugar con mis queridos juguetes al niño de la visita, en mi cuarto, nada menos, por lo que no tuve más remedio que decirle agriamente:
– Y a este chiquillo “pelonchón”, ¿quién le ha dejado jugar y revolverme mis juguetes…?
Otra anécdota graciosa (o al menos a mí así me lo parece) y que se me quedó por siempre en la memoria es lo que le dijo a su madre, mientras lo bañaba, mi primo Ramón cuando se vio por primera vez el ombligo:
– ¡Adiós madre, un chiquillo me ha dado una pedrada aquí…!
La madre del tío Ramón acostaban a todos los hermanos muy temprano y un día que no estaba ella se les hizo de noche mas cuando salieron a la calle a esperarla lloraban a moco tendido, desesperados y asustados porque no sabían lo que era la noche. Nunca la habían visto ni nadie les había advertido de ello…
Otra anécdota, aunque mucho más luctuosa y triste es la siguiente. A mi primo Fernando lo mataron las bombas -en la incivil guerra del 36- en Jaén capital y solamente lo identificaron por el cinturón, pues quedó irreconocible, ya que, poco antes, su madre había salido de la visita que realizaron ambos mientras él se había quedado con esa familia, con tan mala fortuna…
La hija del maestro que yo tuve de pequeña, un día fue castigada por su mal comportamiento y como aquél quería darle un correctivo ejemplar le dijo a su criado que no fuera ese día a la casa para almorzar al medio día, pues estaba arrestada. Y ella, tan cuca, como se lo esperaba, se había echado un buen chorizo con un gran pedazo de pan, que se los comió en cuanto se quedó sola y luego se echó una reparadora siesta. Finalmente dijo:
– Este moñete lo tengo aplastado porque me he echado una buena siesta…
Yo, a pesar de ser tan intrépida y valiente como me tengo, cuando se murió uno de mis abuelos, como se les ocurrió forrar de negro toda la habitación, además de que él tenía un bigote grande y retorcido y era muy serio, me negué a entrar por el miedo que aquello me producía, por lo que me apalanqué en la puerta y no hubo persona ni razones que me convencieran para ver, por última vez, a mi difunto abuelo…
Antiguamente empezó a recogerse la basura de otra manera a la que se hace hoy en día, con esos súper camiones mecanizados. Por entonces había un mulo de recogida de basura que nada más entrar en la calle San Cristóbal iba enfilado a casa de Maruchi (mi buena vecina, que en paz descanse) para que le diera el trozo de pan correspondiente que todos las veces le regalaba. Y, si estaba la puerta cerrada, el mulo daba golpes en el acerado insistentemente, aunque se lo recriminara el basurero a voces, una y otra vez…
Aún más curioso es cuando me acuerdo de la gata y la perra que convivían en nuestra casa, cuando yo todavía estaba soltera. Era digno de ver cómo cogía la perra a la cría de la gata cuando ésta se iba de picos pardos y abandonaba la camada. Cuando volvía, la perra le regañaba a la gata, ladrándole, desde lo alto de la escalera, por su mal comportamiento, hasta que en un descuido la verdadera madre le robaba a su hija -que no quería soltar la perra- pues quedaba patente que ésta era mejor madre.
Y para terminar este anecdotario me acuerdo -con nostalgia- del palomo que crié cuando se cayó de un nido. Me conocía muy bien y yo le tenía mucho cariño; por eso, siempre me saludaba cuando entraba en la habitación en la que se encontraba. Lo salvé una vez que se cayó al lebrillo con agua y por poco se ahoga, pero no pude salvarlo la segunda vez, pues yo no estaba presente, por lo que murió ahogado desgraciadamente. Lo lloré durante un tiempo con gran pena. ¡Qué dura es la vida, con lo que yo lo quería!
Torre del Mar, 22 de julio de 2022.
Fernando Sánchez Resa


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