Recuerdos de la SAFA: El “Grand Tour” del 67

 El “Grand Tour” del 67

(“Grand Tour”: Dícese del largo viaje que realizaban los jóvenes aristócratas británicos de los siglos XVII y XVIII por toda Europa, especialmente Francia e Italia.)

Antes de los exámenes trimestrales previos a las vacaciones de Navidad, nos reunieron en el aula de estudio nuestros tutores, el Padre Oviedo y D. Bernardo, y nos propusieron algo que primero nos sorprendió y luego nos entusiasmó: hacer un viaje de fin de curso por algunas ciudades de Andalucía. Así, a bote pronto, nos pareció un regalo divino: la mayoría de nosotros no había hecho más viaje digno de tal nombre que de nuestro pueblo a Úbeda. Llenos de entusiasmo, apenas acertamos a preguntarles más detalles, pero ellos lo traían todo muy pensado. Nos lo decían en ese momento por dos razones: para que recabásemos la autorización de nuestras familias en las vacaciones y para que empezásemos a organizar los detalles; sobre todo, la financiación. Lo primero, cosa fácil: la mayoría volvimos de las vacaciones con un permiso firmado. Bueno, algunos no lo trajeron y discretamente no quisimos preguntar el porqué (ya suponíamos que las disponibilidades económicas de muchos no estaban para tales dispendios), pero pronto nos juntamos una cincuentena de entusiastas viajeros.

Entusiasmo a la ida y cansancio a la vuelta. Obsérvese la fila central de sillas en el pasillo.

Lo primero, el coste. D. Bernardo propuso que, para facilitar el desembolso a las familias y evitar tener que hacerlo en un solo pago, cada mes aportásemos una cuota a la medida de las posibilidades de cada cual y calculó como adecuada la cantidad de 50 pesetas mensuales. No era cantidad pequeña: esa era la asignación que mi casa me mandaba cada mes para todos mis gastos. Pero dos duros arriba o dos duros abajo, todos fuimos aportando lo que podíamos. El P. Oviedo me encargó que llevase la contabilidad de las cuotas, con no poco susto por mi parte.

Después, el autobús. Y ahí surgió la sorpresa: el P. Prefecto dijo que él tenía un conocido y que nos conseguiría un autobús a buen precio. Dicho y hecho. No solo eso, es que además era un vehículo bastante nuevo para lo que estábamos acostumbrados a usar. El problema: solo tenía 41 asientos, cosa normal entonces. La solución: llevaríamos 8 sillas plegables, de madera, en el pasillo (si nos hubieran pillado los picoletos de hoy, se nos hubieran fundido los plomos), con la consigna de agachar bien las cabezas si avistábamos una pareja de la Guardia Civil por las proximidades.

Todo lleno de contento, mientras esperaba a que empezase la película en el cine de los talleres, le conté la buena nueva a mi paisano y amigo Rafael, que cursaba el último curso de Magisterio, y me llamó la atención que no se sorprendió lo más mínimo:

– Mi hermano mayor ya hizo un viaje fin de curso, pero fueron a Madrid y sitios cercanos.

-¿Y cómo fue eso? ¿Cómo se lo pagaron?

-Cada uno como pudo. Muchos fueron a la aceituna varios fines de semana, y aunque volvían desriñonados, lo compensaba la satisfacción de que cada vez tenían más cerca ese fantástico viaje. Otros se buscaron un trabajillo, hicieron rifas, incluso obras de teatro cobrando la entrada. En fin, se buscaron la vida. A mi hermano le ayudó mi abuela, que tenía unos cuartos ahorrados.

-¿Y les salió bien?

-Bastante bien, aunque con estrecheces. El primer tramo, de Linares-Baeza a Madrid, lo hicieron en el exprés nocturno que era más barato. Como además era mediados de Junio, no tuvieron los problemas de frío habituales en aquellos trenes sin calefacción.

-¿Fueron a una pensión o qué?

-¡Qué va, qué va! Su profesor, con la ayuda del Rector, les buscó acomodo en un colegio de jesuitas de Madrid que para esas fechas tenía camas libres. Lo de la comida ya era tema aparte, pero los safistas siempre han tenido un estómago blindado, así que los bocadillos baratos fueron la base alimenticia la mayor parte del viaje. En Valladolid, patria chica de su profesor, comieron en un colegio religioso y quedaron más que satisfechos del menú.

-¿Qué visitaron?

-Bueno, creo que todo lo visitable de Madrid, incluyendo el Museo del Prado y el Palacio Real; pero lo que más les asombró fue moverse por una gran ciudad con avenidas llenas de coches y anuncios enormes de películas en la Gran Vía.  También se apuntaron a una excursión al Escorial que les impactó por sus dimensiones. Recuerdo que mi hermano me dijo: Rafa, ¿tú te acuerdas de cómo te impresionó el colegio cuando lo viste por primera vez? Pues imagínate diez veces el colegio, y todavía es más grande…!

El acueducto de Segovia con tráfico rodado y el Escorial sin turistas

-¡Pues sí que debe ser grande! Y ¿qué más?

-No faltó una visita al Valle de los Caídos, donde tuvieron que asistir a una misa larguísima en aquella basílica que les sobrecogió a todos por sus dimensiones y su frialdad. Para compensar el impacto, al día siguiente los llevaron a la Granja de San Ildefonso donde disfrutaron mucho del paseo por los jardines y la visión de las fuentes.

Se me olvidaba que también fueron a Segovia, donde mi hermano no se creía que estuviera tocando con sus manos las piedras del acueducto que había visto en los libros de historia.

-¿Y tenían un autobús para esos viajes?

-¡Qué más hubieran querido! Algunos recorridos los hicieron en auto-stop y cuentan que tuvieron bastante suerte porque en aquella época, en que muy pocos tenían coche, era bastante usual ver gente haciendo dedo en el arcén y los conductores no tenían problema en parar y recoger a un viajero. Mi hermano me contó que en el trayecto a Segovia un camionero recogió a tres en su Pegaso y les dijo que dos de ellos debían esconderse si veían a una pareja de la Guardia de Tráfico por la carretera; sobre todo, en la subida y bajada del puerto de Navacerrada.

Esa conversación con mi amigo Rafa me entusiasmó sobremanera.  La verdad es que según se acercaba la fecha más y más acelerados estábamos todos con el tema. En las reuniones de organización con el P. Oviedo y D. Bernardo surgían todo tipo de preguntas y propuestas, algunas verdaderamente cómicas.

Y  tras la rimera de exámenes finales, llegó el día ansiado, en que nos plantamos en la explanada con nuestras maletas. Pero eso no era todo el equipaje, ni mucho menos. Aunque el P. Oviedo había gestionado que algunos colegios de jesuitas nos acogieran y el Rector nos había echado una mano en todo lo que pudo, no teníamos cama para todas las noches; así que echamos mano de las tiendas de campaña del colegio, que se usaban para excursiones diversas. Eran de lona, medio militares, con palos de madera y un lío de cuerdas (vientos, los llamaban) y clavos. Y para ahorrar en comidas D. Bernardo se procuró una enorme paellera, con sus trébedes y todo (yo lo llamé trípode, pero me dijeron que eso era una catetez, que lo suyo era llamarlo trébedes). Todo eso se amontonó en una pirámide de chismes junto a la entrada.

Cuando llegó el autobús, se armó un guirigay: todos queríamos coger asiento, todos queríamos subir nuestra maleta, todos queríamos salir pitando. D. Bernardo puso orden y el P. Oviedo nos dividió: los fuertotes, a subir equipajes y arreos a la baca; los más ágiles, en el techo para colocar los bultos e ir amarrándolos bien a las barras metálicas y los demás, a no estorbar. Cuando todo estuvo bien pertrechado nos permitió subir. Y allí que nos repartimos en plan m… el último: el que fue rápido y tuvo suerte, pilló asiento; los últimos, a las sillas de madera del pasillo. El cura nos dijo que cada día se mantendría el asiento toda la jornada, pero que cada mañana rotaríamos. Nos pareció una decisión sensata.

Cuando el autobús arrancó y enfiló la carretera de Jódar ya surgieron las primeras canciones:

“Qué buenos son
los padres jesuitas!
Qué buenos son

que nos llevan de excursión!”

Pasado Jódar, al entrar en las zonas de curvas de Mágina, los cantos se convirtieron en tremendos mareos y hubo que hacer una parada (que se repetiría cerca de Diezma) para que medio autobús echase el desayuno en la cuneta.

En ruta. Don Bernardo de copiloto.

Al pobre Pedro “el lobo” le tocó aguantar las bromas de Juanito Cuesta, que primero le cogió una bolsa que llevaba con sus arreos a la cual llamó “el cenacho” y se dedicó a lanzarla a los asientos de atrás, y estos a devolvérsela con gran susto de su propietario. Peor fue cuando le  quitó una cámara fotográfica con su funda de cuero, que no sabemos por qué decidió bautizarla como “la Pelton” y siguió el mismo camino de va y viene del “cenacho”. Menos mal que Pedro era hombre de paciencia infinita, que con otro se hubiera llevado un guantazo.

Bien entrada la tarde, tras subir un repecho, se abrió ante nosotros el valle del río Andárax, en cuya desembocadura se implanta Almería, nuestro primer destino. Pero lo que primó fue el grito de Román:

-¡El mar! ¡El mar!

Y allá que se precipitaron un montón de compañeros, saltando entre las sillas portátiles del pasillo, amontonándose en la parte delantera del autobús para ver el mar. Normal, varios no lo habían visto jamás. El chófer nos echó la bronca y D. Bernardo nos mandó sentar a todos. La excitación estaba por las nubes.

Almería. En la playa, ante “el cable inglés” y reponiendo fuerzas.

Llegamos casi anocheciendo a una residencia de los jesuitas, que nos alojaron en una sala grande donde habían puesto unas colchonetas en el suelo. Pero el cansancio del viaje no nos impidió salir a ver mundo y callejear por la ciudad. Incluso algunos fueron a un cine de verano que había en las proximidades a ver “Los siete magníficos”, que les habían dicho que se rodó en Almería. Pues ninguna de las dos cosas: ni “Los siete magníficos” fue rodada en el desierto de Tabernas (en realidad, se rodó en México) ni la película que proyectaban era esa, sino una secuela petarda y chusca, llamada “La furia de los siete magníficos”, donde sí aparecían unas pocas escenas almerienses, pero la mayoría se rodó en los alrededores de Madrid.

A la mañana siguiente nos faltó tiempo para bajar a la playa, al lado de una enorme estructura de hierro, por la que circulaban vagones de tren que vertían mineral en un barco atracado. Nos dijeron que lo traían de unas minas a cielo abierto en Alquife, en Granada, que de hecho habíamos pasado muy cerca de ellas viniendo hacia aquí.

De nuevo en ruta, fuimos siguiendo la carretera de la costa llena de curvas y sorteando barrancos que, aunque nos regalaban unas vistas espléndidas sobre el mar, nos daban un poco de repelús de solo pensar que nos saliésemos de la carretera.  A la hora de comer no habíamos pasado de Adra, así que improvisamos una parada en un pinar frondoso, cerca del mar, e inmediatamente seguimos ruta para que no se nos hiciera de noche antes de llegar a Málaga.

Lo conseguimos y nos presentamos en las puertas del Colegio SEK (San Estanislao de Kotska) de los jesuitas, donde había espacio para dormir aunque no para todos: una treintena dormiría en unas habitaciones donde habían colocado colchonetas y los demás en una sala. A nosotros nos daba lo mismo, tal era el cansancio. Pero no fue una experiencia del todo agradable: en principio nos íbamos a alojar en el internado del colegio ICET (Instituto Católico de Estudios Técnicos) que había puesto en marcha el P. Ciganda (a quien conocíamos por su labor de gestión de obras de la SAFA y de su financiación). Pero el internado aún estaba lleno porque sus alumnos, de familias muy modestas, permanecían allí hasta finales de junio y por tanto no pudimos hacer uso de sus instalaciones, que posiblemente fuesen más modestas, pero seguro que mucho más acogedoras que las del SEK, un colegio de mucho mayor nivel económico donde nosotros éramos unos parias a los que no se recataron en señalar que nos acogían esa noche en un ejercicio de caridad…

Málaga. Mirador del Gibralfaro y descanso en el Parque.

Por la mañana subimos a la Alcazaba y al Gibralfaro, tras cuya visita nos asomamos al mirador anejo al Parador (donde no nos dejaron entrar pese a ser un espacio público, para no molestar a los clientes alojados) y nos extasiamos con la impresionante vista de la bahía de Málaga.

Pronto seguimos viaje a lo largo de la Costa del Sol, entonces en su época de desarrollo inicial, hasta llegar al Hotel Calahonda, en Mijas-Costa, donde nos acogieron con largueza porque mi madre trabajaba allí de gobernanta.

Acogida en el Hotel Calahonda y preparando el campamento.

Aparcamos el autobús en el pinar y bajamos corriendo a la playa. Chapuzones, ahogadillas, barrigazos contra las olas, juegos en la arena… Un gozo inmenso para chavales de secano. D. Bernardo se puso a preparar un arroz mientras Antonio y Pedro se dieron cuenta de que en las rocas desde las que nos tirábamos había muchos mejillones, con lo que dijeron: “¡ya tenemos el aderezo para el arroz!”. Allá que todos nos lanzamos a arrancarlos (con los previsibles cortes y rasguños), pero eso hizo que nos supiese más rico el arroz. Al atardecer nos dimos una reconfortante ducha caliente en unas habitaciones que nos dejaron en los bungalows de la playa y montamos el campamento en el pinar. Dormimos como troncos.

Playa del hotel Calahonda. Juegos en la arena y en las rocas de los mejillones.

Por la mañana, temprano, reiniciamos camino. Yo iba como en una nube: mi madre me había deslizado 300 pesetas en el bolsillo y el recepcionista, que era medio primo mío, me pasó un cartón de Winston bajo cuerda que todos disfrutamos el resto del viaje.

La siguiente parada, en La Línea. El motivo: queríamos pasar a Gibraltar y, pese a los argumentos del P. Oviedo (que afirmó que si hacía falta se ponía el alzacuellos de cura), la policía de la frontera (la Policía Armada, los temibles grises) dijeron que nanai. Así que nos bañamos en la playa de Poniente y después seguimos ruta hacia Cádiz.

En la playa, con el P. Oviedo y con D. Bernardo.

La parada prevista era en El Puerto de Santa María, en el colegio jesuita de S. Luis Gonzaga. Pero al parecer era demasiado para nosotros: nos dijeron que no tenían donde alojarnos (lo que causó un enorme enfado al P. Oviedo, que venía convencido de que nos harían un hueco. Además, hay que recordar que él, pese a su aspecto físico de sueco, era de allí y allí había estudiado antes de ir al Seminario), así que volvimos a montar el campamento. ¿Y dónde? Pues en la playa de Valdelagrana, una maravilla de la naturaleza: un pinar inmenso, unas dunas increíbles, una arena finísima, una playa anchísima con unas olas estupendas. Además, las mareas atlánticas nos sorprendieron: la bajamar nos dejó un kilómetro de arena húmeda, magnífica para improvisar un partido de fútbol con un balón de plástico que no sabemos como apareció.

El Puerto de Santa María: el comedor y el dormitorio.

Por la mañana, paseo por la ciudad de la mano del cura Oviedo, incluyendo su centenaria plaza de toros (donde aparcamos el autobús) y las bodegas de Terry, donde nos dieron un obsequio de tres botellitas de sus productos en un estuche. El Churrero (o sea, Carreño) se bebió las tres de golpe y alguna más que pilló de un colega despistado. Resultado: cogió un pedo de cuidado, se perdió, llegó tarde y trastabilleando al autobús. Mientras, D. Bernardo había quedado con un excompañero y se fueron a tomar unos finos. Cuando volvió estaba de lo más dicharachero y se explayó contándonos sus batallitas. Todos alucinábamos con tal desinhibición.

Con este panorama, al muelle, a coger “el vaporcito” para cruzar la bahía. Fue un trayecto que a nosotros nos pareció maravilloso porque para muchos era la primera vez que se subían en un barco. Lo curioso es que nadie se mareó, pese a los avisos del P. Oviedo.

Cádiz: cruzando la bahía en “el vaporcito” y visita a los Astilleros.

En Cádiz nos llevaron a los Astilleros, donde visitamos el “Juan de Austria”, un barco en construcción, de 150.000 toneladas, el mayor de España hasta ese momento. Y la visita se completó con la invitación a comer el “rancho” (así lo llamó el ingeniero que nos atendía) del personal. Comimos de lujo (además de hacerlo por la cara, porque no nos cobraron ni un duro) y nos sentimos muy mayores, sentados en mesas entre tíos hechos y derechos que nos trataban a la vez como hijos y como futuros compañeros.

Tras un paseo por “la tacita de plata” caminamos hasta la Plaza de España, donde nos esperaba el autobús. Como algunos se despistaron y no aparecieron a la hora fijada (con gran cabreo de D. Bernardo) nos entretuvimos admirando el monumento de la plaza. El P. Oviedo nos explicó que estaba dedicado a la Constitución de Cádiz y aprovechó para darnos algunas nociones sobre qué era eso de una Constitución y por qué era tan importante la de Cádiz (nos hizo mucha gracia saber que los gaditanos la llamaron “la Pepa” por haber sido aprobada el día de San José entre vítores de «¡Viva la Pepa!»).

Al día siguiente pasamos por Sevilla para seguir hasta Riotinto, lo que nos hizo mucha ilusión a los que éramos de allí pues podríamos enseñarles nuestra tierra a nuestros compañeros. Paramos en la SAFA de Riotinto donde su Director, el P. Gil, se mostró altivo (cosa habitual en él, yo lo había sufrido en mis carnes) y casi despreciativo con nosotros, lo que propició que D. Bernardo le plantara cara y nos defendiera con contundencia (hecho llamativo pues, al fin y al cabo, el Director del Colegio era un jesuita de alto rango y una autoridad en la SAFA). Tras alojarnos en el comedor – o sea, repartirnos por unas colchonetas puestas en el suelo tras apartar las mesas – fuimos a visitar la Corta Atalaya, una mina a cielo abierto que a todos impresionaba por sus dimensiones (y que sería nuestro destino laboral si no aprobábamos todos los cursos, no se nos olvidaba…).

Riotinto: misa en la capilla de la SAFA y visita a la Corta Atalaya.

El día siguiente era domingo; así que tuvimos, sí o sí, misa en la capilla de la SAFA, con lo que salimos un poco tarde hacia Sevilla, donde pretendíamos visitar varios monumentos. Pero el monumento que más recordamos fue la fábrica de la Cruzcampo, donde, tras enseñarnos sus instalaciones nos pasaron a una gran sala donde nos sirvieron cañas de cerveza fresquita ante largas mesas llenas de platos de queso, patatas fritas… y jamón! Los platos no se acababan nunca, y nosotros trasegábamos y bebíamos sin tomarnos un respiro. El P. Oviedo se las vio venir y cortó el ágape, porque algunos ya mostrábamos síntomas de una euforia excesiva.

Sevilla: visita a la Cruzcampo y descanso en el Parque.

Esa tarde visitamos la Catedral, y cuando el P. Oviedo nos dijo que a la Giralda se subía sin escaleras, mediante una rampa, no lo creímos y le preguntamos el porqué. Nos dijo que fue una decisión de Al-Mutamid, el rey almohade de Sevilla, para poder subir a caballo, lo que nos pareció aún más chocante. Y varios nos apuntamos a pagar la entrada y subir. Y era verdad, no había escalones. La vista de Sevilla desde el mirador del cuerpo de campanas nos pareció maravillosa y bajamos a nuestro pesar porque desde abajo, en el Patio de Naranjos, el cura nos hacía señales de que había que seguir la visita. Huelga decir que la cuesta abajo, con los efluvios cerveciles, la hicimos derrapando en las curvas…

La Plaza de España nos impactó: tan grande, tan bella, tan armónica. Hubo quienes se alquilaron una barca y mostraron sus dotes de argonautas casi naufragando en cada palada de remo, y quienes nos dedicamos a seguir los murales de azulejos que mostraban todas las provincias españolas.

Nos alojamos en el colegio Portaceli de los jesuitas. Y nuevo disgusto para el P. Oviedo a quien habían asegurado que nos acogerían fraternalmente. Lo que no le dijeron fue el cómo: en una sala y un pasillo anexo, sin colchonetas ni nada, unas mantas en el suelo y vas tirando… El cura se puso hecho un basilisco; fue a buscar al Director y volvió aún más cabreado. Además del maltrato hacia nosotros, le dolió que lo engañaran así, porque  él había sido profesor en ese colegio los dos años anteriores a su llegada a la SAFA.

A la mañana siguiente, tras el jolgorio de tantos días, la melancolía: hora de despedirse, pues los provenientes de Cádiz, Riotinto y Montellano nos quedábamos en Sevilla por ser la manera más fácil de coger un transporte a nuestras casas. El resto volvía a Úbeda. Los de Cádiz se fueron a la estación de tren de San Bernardo y los demás nos fuimos al Prado de San Sebastián, donde estaba la estación de autobuses. En el andén, cada uno a su autobús: los de Montellano, a Los Amarillos; los de Riotinto, al de Casal. Yo, solo, me subí a la Alsina con destino a Marbella, donde pasaría el verano trabajando de camarero en el Hotel Calahonda.

Adiós a los compañeros. Estación de tren de Cádiz o de San Bernardo.

Para nosotros ese viaje se quedó grabado en nuestra retina y nuestros corazones. Si los jóvenes ingleses del siglo XIX pasaban a la madurez tras hacer el “Grand Tour” por Francia e Italia, nosotros lo conseguimos con una simple vuelta a Andalucía, pero seguro que aprendimos más que esos empingorotados cachorros de la nobleza victoriana.

 

 

Autor: José Luis Rodríguez Sánchez

Presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos de Magisterio de la SAFA de Úbeda (AAMSU)

7 opiniones en “Recuerdos de la SAFA: El “Grand Tour” del 67”

  1. Estupendo y trepidante vuestro viaje de estudios, José Luis. Gusta leerlo de corrido…
    Enhorabuena por tu buena memoria con todo lujo de detalles desde hace tantos años…
    Y a seguir contándonos historias safistas interesantes…
    Un abrazo

  2. Magnífico relato. Impresiona la riqueza de detalles que guarda tu memoria después de más de cincuenta años. Más que un recuerdo parece un «diario de viaje». La memoria es asombrosa para conservar lo que se vive envuelto en emociones.
    Enhorabuena y gracias por compartir aquellas experiencias, que siempre me emocionan.
    Un abrazo.

  3. Don Bernardo me «adjudicó» algo muy importante…, el abrelatas (pues sin el mismo no abrirían las latas para la manduca campamental). También (creo que en el Porta Celi) me dejó meterme en la funda de su saco de dormir lo que me costó al acudir al autobús por la mañana una gran bronca pues allí, en la gran sala donde nos pasamos la noche, me la había dejado.

  4. J. Luis, el sábado a la mañana estuve viajando por Andalucía y viviendo una de las mejores experiencias de mi vida y todo gracias a esa descripción que con tanto gusto, y tan real hiciste de nuestro viaje fin de curso de 2 de oficialia
    Muchas gracias amigo
    Luis Villar Molina

  5. Como siempre José Luis, que gran alegría recordar este gran primer viaje de estudios.
    Algunos de tus detalles no los recordaba, aunque si recuerdo algunas otras cosas de el, que supongo que por diversos motivos a algunos nos chocarán más.
    Muchas gracias y un fuerte abrazo.

  6. José Luis, nos has hecho rememorar y revivir aquellos días hace ahora once lustros, y que nuestra memoria colectiva sea una caja de resonancia.
    Ya le pedí perdón a Pedro un día que hablamos por teléfono, por haberle «revoleado la Pelton» , que creo recordar que fue su paisano Guillermo Cumbrero el que bautizó con ese nombre la máquina de fotos. Nombre de una turbina que habíamos estudiado en física ese curso. Fue un gran acierto que el oso Yogui y don Bernardo tuvieran la determinación de hacer aquel viaje , en la que unos adolescentes con pocos recursos económicos tuvimos la gran suerte de llevar a cabo. Estoy seguro que los alumnos de la alta alcurnia jesuítica (Portaceli y San Estanislao de Kostka) no tuvieron unos educadores de la talla que nosotros sí tuvimos.
    Enhorabuena y gracias por tu tiempo dedicado a recordarnos aquel Tour de los «tiesos».

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