Recuerdos de la SAFA – 46: Mi amigo, el feo.
En las escuelas de aquel tiempo, casi todos los cursos tuvieron su “feo”, como todos tenían su “gordo”. Nuestro curso también. Teníamos un “feo” que merecía el apelativo, pero nuestro “gordo” era más fruto de nuestra maledicencia que de su peso excesivo. Nuestro “feo” se ganó el mote por su desaliño y sus visajes faciales, pero nuestro “gordo” lo era a fuerza de ser buena persona y porque el agua le alimentaba (eso se decía entonces, porque la comida del Colegio no era como para producir obesidad mórbida).
Nuestro “feo” tenía unos ojillos entrecerrados y una mirada honda y afilada que nos taladraba con unas pupilas verdegrisáceas que brillaban tras sus pestañas pitañosas. Nuestro “gordo” tenía la expresión franca, con ojos grandes de mirada serena y afectuosa que irradiaban una gran paz de alma y una plácida satisfacción.
Nuestro “feo” estaba siempre en guardia, lo mismo en la fila para entrar al comedor que en el partido de fútbol, donde disputaba la pelota como si le fuera la vida en ello. Nuestro “gordo” sufría en silencio nuestras bromas pesadas, con paciencia infinita, sin quejarse nunca ni acusarnos jamás.
Nuestro “feo” tenía la voz agria, prematuramente madurada, con un tono cáustico que desentonaba en los ensayos y hacía que D. Isaac le dijera:
-“Tú, callado”
Nuestro “gordo”, que nos sacaba una cabeza a la mayoría, tenía una voz atiplada que le permitió permanecer en el coro en el grupo de voces infantiles cuando los demás ya cambiábamos a tenores o barítonos.
Nuestro “feo” tenía una enfermedad dérmica que le producía excoriaciones en las manos y en los pies, que él acrecentaba mordisqueando la membrana interdigital del pulgar y el índice de sus manos, simple acto reflejo de consuelo frente al escozor que debía sufrir, agravado por los sabañones que el infame frío que sufríamos provocaba en muchos de nosotros. Para terminar de arreglarlo, en nuestra maldad juvenil, le decíamos que se comía las pupas y que tenía los colmillos afilados como los vampiros.
Nuestro “gordo” tenía piel blanca y lechosa, y sufría mucho con los fríos invernales, padeciendo los temidos sabañones en las manos, que se le quedaban agarrotadas y no podía apenas empuñar el tiralíneas en Dibujo, aunque peor eran los que le salían en las orejas, negros violáceos y prominentes y hasta en las aletas de la nariz. Todo lo llevaba con cristiana resignación, nunca se quejaba, nunca se excusaba, nunca hacía otra cosa que frotarse las manos con denuedo y proyectar sobre ellas su débil aliento.
Yo compartí con nuestro “feo” el pupitre doble del estudio, pues íbamos uno tras el otro en la lista alfabética. Pronto comprobé que tras esa fachada que nos parecía tan desagradable, había un alma profundamente desgraciada.
Era de un pueblo pequeño de la Campiña Sur de Sevilla, y había sido seleccionado en su centro SAFA como sustituto de otro cuya familia había rechazado la plaza. Provenía de una familia desestructurada y muy, muy humilde. Cuando recibíamos los paquetes de comida, unos más que otros y algunos más generosos que los nuestros, él nunca oía su nombre entre los destinatarios. Cuando abríamos los paquetes en el internado él siempre se quedaba a un lado porque no tenía nada ni esperaba nada. Un día le ofrecí un trozo de la lata de carne de membrillo que había recibido, y se le iluminaron los ojillos entrecerrados, aceptándolo sin esa falsa modestia tan en boga. Sencillamente dijo “sí” y extendió la mano. Desde entonces, cuando me llegaban los pequeños paquetes de comida (mi familia no estaba para muchos dispendios: una lata de leche condensada “La Lechera”, una tableta de chocolate “Virgen de los Reyes”, la carne de membrillo, unas latas de conservas o de foiegras, un choricillo y poco más) siempre nos juntábamos y compartíamos algo. Como él sabía de mis estrecheces, no pedía más que lo que sabía que yo le podía dar, y lo agradecía sin aspavientos.
Entonces solo teníamos dos pares de zapatos: unas botas lo más recias que se pudiera encontrar para el día a día (normalmente, unas Segarra que eran duras como piedras y que tardabas un año y mucha grasa hasta doblegarlas) y unos zapatos negros para los domingos (en mi caso, unos Gorila que me duraron hasta que el crecimiento de mis pies imposibilitó poder meterlos en ellos). Mi amigo sólo tenía unas botas negras, rígidas, reforzadas en puntera y talón y con los cordones empalmados con nudos toscos, que mejoraba los domingos con un buen toque de betún. Cuando necesariamente tuvo que llevarlas al zapatero que había a la salida de los talleres, me pidió prestados mis zapatos mientras durase la reparación. Nuestro ángel de la guarda, el P. Mendoza, se enteró no sé cómo y a los dos días se presentó con un par de zapatos de su talla.
Ya en Oficialía, cuando nos llamaron para hacernos la típica foto de curso, me dijo: “No tengo corbata”. “No importa, -le dije- se la pedimos a uno de los mecánicos, que se hacen la foto un poco antes que nosotros”. “Pero es que tampoco tengo camisa limpia, la eché a lavar”. “Pues eso va a ser un poco más complicado, pero lo arreglaremos”. Al final, entre unas cosas y otras se hizo la foto tal cual, con el jersey.
En clase tenía muchas limitaciones, pues en su casa nunca tuvo ni un libro que leer ni un sitio donde hacer los deberes. Es más, su padre pensaba que era una pérdida de tiempo tanto estudiar, y que ya tenía edad para ayudar en las tareas del campo. Cuando estudiábamos yo le veía concentrarse en el libro, mesarse los cabellos crespos con rabia, repetir en voz baja una y otra vez la frase a memorizar y desesperarse al comprobar que no lograba retenerla. Más de una vez me pedía que le echara una mano en el recreo, porque había cosas que “no se le metían en la cabeza”. Nos buscábamos un sitio tranquilo en el murete del patio de deportes de Oficialía y nos dedicábamos a desentrañar sus enigmas. Como yo no era precisamente un lince para las Matemáticas intentábamos cazar a alguno más espabilado en esa faena. Me sorprendió cuando un paisano suyo, a nuestra demanda, se negó a ayudarle con una frase despreciativa que afortunadamente he olvidado.
En el taller de Dibujo estábamos uno tras otro, en la fila de la derecha, pero cuando teníamos que hacer láminas de Dibujo básicas, que no se hacían en el taller con las mesas enormes y abatibles sino en el estudio comunal con sus pupitres compartidos, teníamos un problema: era zurdo y se sentaba a mi derecha, con lo que nos estorbábamos mutuamente porque nuestros codos se chocaban a menudo. Pedimos a nuestro tutor si podíamos intercambiar los pupitres, y nos dijo que nones, cada uno en su sitio, qué era eso de cambiarse a gusto de cada cual. Yo me quedé cortado, pero mi amigo agachó la cabeza y vi cómo de sus ojos contraídos surgían sendos lagrimones. En la cena me acerqué al Hermano Peco y le conté nuestras cuitas, y nos dijo:
– “No os preocupéis, cuando tengáis Dibujo os cambiáis de pupitre. En el resto, seguid en el sitio asignado.” Problema resuelto en segundos. Así era la SAFA, para lo bueno y para lo malo.
No era un compañero con muchas habilidades sociales ni disfrutaba de muchas afinidades entre los compañeros, pero la verdad es que eso no parecía importarle mucho, por su actitud retraída y hosca. Normalmente no prestaba atención a las torvas bromas que le hacían por su aspecto, pero en alguna ocasión vi como se le “cruzaban los cables” y reaccionaba con violencia cuando alguno excedía los límites del improperio. Entonces entrecerraba aún más sus ojillos, agachaba la cabeza y proyectaba su enfado en un arrebato de furia contra el ofensor, daba igual si le superaba en estatura o tamaño. Las peleas no eran frecuentes en el colegio, aunque desde luego no era algo descartable entre tanta testosterona junta. Eso sí, nunca llegaban a oídos de la superioridad porque significaba la expulsión de ambos contendientes.
Mi amigo “el feo” tenía bastantes dificultades en algunas asignaturas, como casi todos. Pero él era muy consciente de sus limitaciones y de la amenaza de la azada si volvía al pueblo, por lo que se aferraba a los libros, clavaba los codos en el pupitre y no levantaba la vista del texto hasta que el inspector avisaba de la hora. Cuando salíamos del estudio hacia clase, en la fila ya iba con la mirada baja y se sentaba en su puesto, azorado y rehuyendo mirar al profesor, en un intento de no llamar la atención para evitar salir a la pizarra.
Se entregaba con ardor a las tareas, incluido el deporte. Ambos formábamos parte del equipo del curso, yo como portero y él como defensa. En un partido contra Maestría nos mandaron un centro envenenado y yo salí a blocarlo por alto. La oposición de los delanteros hizo que se me resbalase el balón y se colase en la portería. Lo que aún me sorprende es la vehemencia de Fernando, delantero en nuestro equipo, que me reprochó el fallo a grandes voces, mientras que mi amigo “el feo”, defensa lateral del lado de donde había venido el centro, me dijo con una media sonrisa:
-“No te preocupes. La próxima vez, no intentes cogerlo, despeja de puños”.
En el comedor, más de una y más de dos veces, cuando nuestros estómagos se negaban a engullir aquellos desabridos alimentos, nos cambiaba el plato con disimulo y se zampaba las lentejas, las migas o el bacalao, de la forma más natural. Él colmaba su inveterado apetito y a nosotros nos evitaba un castigo.
Curiosamente, mi amigo “el feo” y mi amigo “el gordo” se sentaron juntos en el autobús al empezar el viaje que hicimos por Andalucía, y ya no se separaron: juntos en la tienda de campaña, en los dormitorios de los colegios jesuitas, en las mesas de comedor, en las colas de los bocadillos…
En años siguientes nos fuimos despegando. No es que hubiésemos sido íntimos nunca, pero la deriva natural de compartir camaretas o pupitres, o salir juntos o tener gustos afines, hizo que cada uno construyese su propio mundo afectivo. Yo veía cómo se recluía más y más en sí mismo, pero no parecía importarle, antes al contrario. Le invité a salir juntos algún domingo pero rehuyó el paseo. Terminando Oficialía íbamos por carriles paralelos, porque yo me había creado un grupo íntimo con Moli y Naranjito y él iba a su bola…
Ya en Magisterio, mientras estaba en su pueblo en las vacaciones de verano, llegó a su casa una carta de pocas líneas que le cambió la vida, por incluir la frase fatídica: «el alumno no había superado los niveles exigidos», lo que puso fin a su carrera. Cuatro líneas que llenaban de afrenta y de vergüenza a una familia humilde, añadiendo una mancha a su historial. Razones para alentar murmuraciones e insidias en aquellos ambientes de envidias y recelos.
— ¿Te has “enterao”? Al muchacho de fulanita lo han “echao” del colegio.
— ¿Sí? Por algo será, que los jesuitas son “mu” listos! A saber qué habrá hecho...
Habladurías. Infamias. Incultura. Mala leche, en suma.
Desde entonces, le perdí la pista por completo. Cuando preguntaba a su paisano Fernando siempre me respondía con evasivas. En la celebración del 25º aniversario de la promoción, le pregunté por él a otro paisano suyo, Pepe Infantes, bonachón y algo despistado:
– “Se metió a Guardia Civil, y lo destinaron al País Vasco. Allí murió”
Transcurridos tantos años, en la seguridad de que no podrás oírme, nunca habrá palabras suficientes para disculpar los malos ratos que te hizo pasar la vida, ni los sinsabores que te acompañaron en tus años del Colegio.
Como nos enseñaron nuestros jesuitas, S.T.T.L.
Que la tierra te sea leve, amigo mío.
Emotivo relato. Me ha gustado.
Historias como esta, sin ser frecuentes, tampoco eran raras. Conocí varias, todas coronadas por intervención final de esa desgracia de prefecto que tuvimos que padecer durante tantos años, entre la insensibilidad e incuria de los irresponsables que dieron al Navarrete un puesto para el que nunca estuvo preparado ni tuvo las condiciones humanas e intelectuales necesarias. Siempre con la amenaza de expulsión por encima de nuestra cabezas. Empezaba con un rumor pequeñito, que iba subiendo. «Creo que se prepara un expulsión». «¿Me tocará, no me tocará?» Tuve claro que si ese sádico me hubiera expulsado, yo por mi casa no habría aparecido.
Llegué a conocer casos de expulsados, de los que nunca hablamos; pocos gozaron de una segunda oportunidad, aunque no tuvieron un final tan desgraciado como el feo de tu curso. Gracias por una narración tan difícil de entender por un joven de hoy. Nosotros fuimos educados en el dramatismo; sin duda.
Tremenda historia.
José Luis, te has cuajado un artículo muy interesante y trabajado (como la mayoría de la colección que nos brindas), aunque sumamente triste por su comienzo, desarrollo y final. ¡Enhorabuena, sigue ilustrándonos con tu buena pluma!
Es penoso, pero los grupos de los seres humanos siempre tienden a tener su feo o desgraciado sobre el que cargar las culpas, siendo motivo de burla o hazmerreir. La venalidad del ser humano no tiene parangón. Lo tienes hasta en los parvulitos que siempre pegan o vilipendian al diferente o al más pequeño o al que está más falto en habilidades o valores… Cuánto no, los adultos…