Érase una vez un inocente parvulito que tenía una visión mágico-fantástica del mundo y al que le sobraba imaginación. También poseía una enorme energía física, con ansias desbordadas de divertirse, lo que le permitía fantasear la realidad y hacer uso interesado de los materiales que encontraba a su alrededor.
Por eso, uno de sus juegos preferidos era construir una cabaña, cada día, (con el permiso de sus papás o abuelitos; si es que no podía conservar la antigua), tratando de que se acoplara -como anillo al dedo- a su dispersa imaginación; y, de camino, colmase toda su dicha infantil para poder transitar y esconderse en ella, mientras sus padres o abuelos hiciesen como que no lo encontraban, con gran regocijo y satisfacción por su parte.