Este año -al residir en Sevilla- no pensaba acudir al XXIII Festival de Música Antigua de Úbeda y Baeza -con gran pena y dolor de corazón, por cierto- por las labores propias de mi cargo de abuelo; pero como mi segunda hija nos tentó -a su madre y a mí- invitándonos a que asistiésemos a determinados conciertos, los días 6 y 7 de diciembre, tanto en Baeza como en Úbeda, pues merecía la pena, claudicamos e hicimos el esfuerzo de escaparnos al boyante turismo de interior de nuestras patrimoniales ciudades. Sintiéndonos halagados y agradecidos por la sincera invitación de Mónica, vimos la ocasión propicia de disfrutar intensamente de su compañía -y de la de Emilio-, gracias al soñado puente de la Constitución y la Inmaculada, con el diciembre soleado que nos regaló la climatología; y que ya se ha constituido en excusa perfecta para que sendas ciudades se llenen plenamente de gente guapa y viajera que busca y encuentra música antigua, monumentalidad, arte culinario por excelencia y otros pingües y variados motivos para visitarlas y pernoctar en ellas.
Por eso -de entre el joyel de conciertos que su ínclito director, Javier Marín, junto a sus más íntimos colaboradores, nos ofrecían en esa nueva y flamante XXIII edición dedicada a Italia Global: de la Península Ibérica al Nuevo Mundo-, escogimos dos joyas preciadas, más la representación músico-teatral, en el teatro Montemar de Baeza, a media noche, para darnos el gustazo de saborear buena y escogida música, con el propósito de llevarnos ese regalo inmaterial; y de paso hacer sencillo turismo mientras departíamos con familiares y buenos amigos todo lo que aconteciese.
Esa es la razón por la que voy a comentar lo que sentí y gocé -¡qué importantes son los sentimientos y las emociones en cualquier ser humano que se precie; y más cuanto se va envejeciendo!- en la irrepetible y majestuosa Sacra Capilla de El Salvador, el pasado sábado (día 8), con el conjunto polifónico “The Marian Concert”, como ariete;aunque -de pasada- me referiré brevemente a los otros dos eventos que también presencié. Uno, musical: Europa Galante, en el Auditorio de San Francisco de Baeza, con una maestría y sonoridad soberbiales, interpretando tríos, cuartetos y quintetos de Luigi Boccherini; y otro, músico-teatral, en el Teatro Montemar de Baeza, titulado Chiaroscuro, que fue un Tableaux Vivants con cuadros de Caravaggio y música barroca en vivo que tanto me impresionaron por su colorido, fidelidad, sonoridad y aparente improvisación de los tres actores que lo llevaron a feliz término; sin olvidar que la música antigua, barroca o del tipo que sea, entreverada de buena compañía y mejor yantar, son el antídoto ideal para olvidar penas y problemas, trocándolas -milagrosamente- en alegrías, al menos momentáneamente; y que suelen perdurar en nuestra memoria más de lo que creemos.
Por eso, he de mencionar la opípara cena del viernes, día 6, en la Taberna “El Pájaro”, de Baeza, y las diferentes y sabrosas comidas en el Restaurante “El Seco”, de Úbeda, del resto de los días, que han colmado todas mis expectativas gastronómicas al saborear guisos y platos autóctonos de esta bendita tierra giennense, que cuanto más lejos me encuentro de ella más la añoro, aportando un insoslayable aditamento a este glorioso periplo musical experimentado.
La reja de Francisco de Villalpando, separando físicamente la nobleza de antaño del vulgo aficionado, no impidió que sus ondas musicales fueran democráticamente repartidas a cada uno de los atentos y entendidos oídos de los asistentes, colmando todas las expectativas esperadas para este concierto bajo la cúpula y el epicentro de la Sacra Capilla de El Salvador.
Con un programa musical escogido y atractivo (Tras las huellas del dolor: Allegri, Palestrina, Macmillan, Jackson), aunque duro y difícil de ejecutar, y más las dos piezas del siglo XX, pues todas se fueron amalgamando en 5, 8 o 10 voces, entreverando canciones o composiciones bonitas y complicadas con otras dos piezas polifónicas, con disfonía manifiesta, siempre complicadas pero fáciles de ejecutar, solamente por privilegiados de la voz y del talento -como los que teníamos delante-: un grupo inglés de jovencísimos intérpretes, con Rory McCleery dirigiéndolo, que nos regalaron 75 minutos de auténtica maravilla musical.
Esas escogidas voces -tanto masculinas como femeninas-, con sus timbres de voz tan melodiosos y bien acoplados, lanzaron mensajes subliminales bajo su cúpula o desde el coro al pueblo llano congregado a sus pies; materializaron en música sacra la Transfiguración del Monte Tabor ya representada en el altar mayor por Alonso de Berruguete, y al resto de imágenes sagradas de esta tumba funeraria, recibiendo todos el maná de sus angelicales y cadenciosas voces, cual alimento necesario e imprescindible para calmar conciencias y desasosiegos, haciéndonos salir -por un tiempo- de ese tráfago diario en el que nos encontramos irremisiblemente presos.
Ese oasis de paz que gozamos todos los asistentes, durante una hora y cuarto, seguramente será venero de amor dosificado que durará tanto como cada oyente atento y sorprendido quiera prolongar.
La sonoridad fabulosa de este recinto sagrado quedó resaltada -aún más- mediante esas jóvenes y especiales voces, al imprimirles una diletante fragancia mediante unas composiciones del pasado, imbuidas de una savia nueva, cual oleaje que viene y va, conquistado a los melómanos más o menos exigentes que llenaban a rebosar ese recinto sagrado.
¡Qué dificultad añadida en casi todas las composiciones, aunque especialmente en las dos contemporáneas, en las que la discordante sonoridad de la polifonía dodecafónica sonaba a veces como una piedra despeñada por el precipicio que iba golpeándose con fuerza y contundencia hasta aterrizar en el líquido elemento marino u oceánico de las impresiones que la acoge, diluyéndola -al fin-. Con cálido y sincero aplauso -el entendido público- premió a sus intrépidos intérpretes. Finalmente, regalaron un bis de un villancico italiano de antaño, con dedicación expresa para todos los que tuvimos la suerte de escucharlo. Radio Clásica quiso grabar el concierto, para poder oírlo cuando toque, y revivir todo lo que aquí yo he explicado.
Doy mi más sincera enhorabuena a The Marian Consort, porque su director, Rory McCleery, supo desmadejar fenomenalmente -con sus manos- la complejidad de sus compases y composiciones, unificando los variados timbres y diferentes alturas vocales en una conjunción armoniosa inenarrable.
No hemos de olvidar a la dirección del festival, por su empecinado y acertado empeño al ir subiendo el listón de calidad y valía en cada edición, siempre aspirando a su excelencia, trayendo conjuntos musicales cada vez más cotizados y sorprendentes. Úbeda y su Sacra Capilla de El Salvador deben sentirse felices y orgullosas por saber congregar a tanta gente amante de lo bueno y sutil en estas fechas decembrinas.
Ya espero -con ansias desbordadas- la próxima edición para atesorar el suave néctar que solamente se liba en ese par de ciudades patrimoniales que exhalan cultura e historia renacentista por sus cuatro costados.
Los once componentes de “The Marian Concert” fueron piezas irremplazables de un tablero musical y estético difícil de igualar, ya que, en aquella especial noche, hicieron que me sintiese como si estuviese en el mismísimo Cielo…
Úbeda y Sevilla, 16 de diciembre de 2019.