Mentiras históricas comúnmente aceptadas (V)

El origen de los nombres de los días proviene del calendario juliano (de Julio César, siglo I a.C.), en el que se asignó a cada día un nombre de planeta:

Dies Lunae, “día de la Luna”.

Dies Martis, “día de Marte”.

Dies Mercurii, “día de Mercurio”.

Dies Iovis, “día de Júpiter”.

Dies Veneris, “día de Venus”.

Dies Saturni, “día de Saturno”.

Dies Solis, “día del Sol”.

Pero la Iglesia católica dedicó este días a Dios, al Señor (en latín, “domenicus”), de ahí su nombre actual. Sin embargo, en inglés sigue conservando su antigua forma: sunday (día del Sol).

Julio César no nació por cesárea. Los historiadores creen que no fue así, porque su madre murió cuando él ya había cumplido los 30, en una época en la que las mujeres no solían sobrevivir a esta operación. Dicha intervención debe su nombre a una ley (Lex cesarea, de “caesus”: cortar, rajar, promulgada por el rey Numa Pompilio 700 años antes del nacimiento de César), para que los bebés fueran extraídos de los vientres de sus madres, si estas fallecían a partir del séptimo mes de gestación.

Su coetánea, Cleopatra, también ha sufrido la manipulación de la historia. Tengamos en cuenta que buena parte de los datos provienen de cronistas romanos que ejercieron de propagandistas de Octavio Augusto, su enconado enemigo. Por ello, la retrataron como una furcia; y a su amante, Marco Antonio, como un beodo impenitente. El mismo Plutarco, al describir su encuentro en Tarso, la retrata como una mujer ávida de lujuria, la gran ramera de Babilonia. Shakespeare aportó cosmético a la historia, y Hollywood lo empeoró, queriendo crear una melosa historia de amor. La realidad es más pedestre: era una mujer muy inteligente, que dominaba perfectamente el griego y el latín, amén de los idiomas de su imperio, que llegó al poder por encima de su hermano Ptolomeo XIII, con el apoyo (mutuo) de Julio César, y cuyo objetivo era crear una dinastía que uniese los destinos de Egipto y Roma, con capital en Alejandría. Por cierto, lo de su nariz era una exageración, como lo atestiguan las 22 monedas que se han hallado en Alejandría.

Los vikingos no llevaban cascos con cuernos. Fue una invención del pintor sueco Gustav Malstrom en las ilustraciones que realizó en 1820 para una saga (poema épico). Su propósito era retratar a los feroces guerreros del norte como seres casi demoníacos. Sus cascos eran del tipo godo, con protector nasal y un refuerzo longitudinal.

 

Un santo que no lo fue tanto: san Hermenegildo (fue canonizado a instancias de Felipe II, diez siglos después). La verdad es que era hijo del rey visigodo Leovigildo, y como él, seguidor de Arriano. Las luchas intestinas eran la marca de la monarquía visigótica, por lo que lo envía a Sevilla, a controlar a los levantiscos habitantes de la Bética, mayoritariamente católicos. Allí se casa con la princesa franca Ingunde, católica, que lo convence de pasarse a esta fe, para así liderar la revuelta de los béticos, con la ayuda de sus vecinos, los bizantinos de la Cartaginensis. Derrotado, y ante el riesgo de sublevación, es trasladado a Tarraco, donde será decapitado. No se conoce de él ningún milagro ni prodigio, ni siquiera una exaltada confesión de fe. Sólo el oportunismo político.

Su hermano, Recaredo, le sucedió, y proclamó al catolicismo como la religión del reino, con gran cabreo de los obispos arrianos, que no dejaron de conspirar y sublevarse. Y la caridad cristiana brilló por su ausencia. Veamos qué le hizo al duque de la Cartaginensis: «…fue interrogado con látigos, y luego le arrancaron el cuero cabelludo como signo de su vergüenza; luego le cortaron la mano derecha y lo pasearon en asno por Toledo…».

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