Por Fernando Sánchez Resa.
Ya me encuentro instalada en una residencia de ancianos de mi localidad de nacimiento y donde he desarrollado toda mi vida, pues no quería marcharme lejos de ella, quedando desenraizada, perdiendo así la posibilidad de que me visiten (cuando lo estimen oportuno y el tiempo se lo permita) mis escasas amistades y los familiares más cercanos e íntimos que son, a esta edad, los verdaderos acompañantes y sustentadores de mi vida, tanto física como emocional.
He comprobado que vale un pastón mensualmente -esta bonita residencia- en la que me encuentro (corroborando que cualquiera no lo puede asumir, si no tiene ahorros o capital para ello) y que tiene jardín y arbolado cercano para poder distraer plácidamente el cuerpo y la mente de los que aquí nos encontramos, más o menos a la fuerza, no nos llamemos a engaño, pues si realmente tuviésemos mayor salud y menor edad, saldríamos corriendo hacia nuestra amada casa que es la que, en verdad, nos vivifica y recuerda tantas andanzas agradables.
La instalación en ella ha sido poco traumática, porque yo ya venía mentalizada a ello (y además, no quería armar el espectáculo finalmente…); pero siempre te sorprenden situaciones nuevas y algunas personas, no demasiado amables, que te miran y tratan, si no con desprecio (a veces), pero sí con cierta altivez como diciéndote «Te ha tocado esto por tu mucha edad y te has de aguantar…».
Hemos elegido una habitación individual, pues mis hijos y yo así lo hemos visto conveniente; de esta manera dispondré de más autonomía personal, aunque en detrimento de no tener compañía cercana, que también tiene sus ventajas e inconvenientes. Ya me la procuraré cuando vaya al local de reunión-televisión u otros lugares en los que pretenden levantarnos el ánimo teniéndonos entretenidos (con gimnasia, psicoterapia, etc.).
Me ha impactado de veras ver llorar amargamente -y en público-, ante los residentes y cuidadores, a una mujer -cual si fuese una chiquilla que la han llevado por primera vez al colegio- mientras contaba entre hipidos que era penoso no poder haberse instalado en una de las cuatro casas que sus hijos casados poseen, pero que sus esposas no les han dejado, porque era la suegra la que venía a revolucionar sus respectivos hogares. «¡Mis nueras no me quieren!», exclamaba, una y otra vez, amargamente…
Es realmente triste que esos varones por los que tanto se ha desvivido esta mujer no tengan la hombría de afrontar esta nueva situación de otra manera y hayan preferido que no peligren sus matrimonios ante la entrada en sus casas de un familiar “extraño”, conformándose con visitarla esporádicamente y traerle algunos productos de la huerta para paliar su desamparo… ¡Paradojas que tiene la vida! Muy duras, por cierto.
Pero a todo hay que hacerse y este ha sido uno de los primeros platos desagradables que he tenido que tomar. Menos mal que tengo unos hijos competentes (por ahora) que me visitarán a menudo sin dejarme abandonada y yo, que todavía estoy en mi sano juicio, no he querido ponerlos a prueba intentando instalarme en cualquiera de sus hogares. ¡Todavía tengo memoria de cómo me hice cargo de mis padres acogiéndolos en mi propio hogar con el consentimiento expreso de mi marido…! Parece ser que eran otros tiempos, no tan modernos con los que me ha tocado vivir en mi vejez.
He tenido la suerte de que estemos en primavera y que la naturaleza florezca por doquier. Tendré el gusto de aspirar los múltiples aromas de todas las bellas flores que hay en este jardín residencial, aunque no quiero obsesionarme al recordar las muchas macetas que tenía en mi hogar, pues he tenido que irlas recolocando o regalando a familiares y amigas, ya que a esos seres vivos, a los que tanto he amado y mimado, les he dedicado -durante muchos años de mi vida- mi mayor celo, para que no sufran dejadez y agonía tempranas, aunque tengan que pasar por el mismo trance que yo estoy pasando: mudarse de casa y emprender una nueva vida que les deseo dichosa…
Sevilla, 10 de marzo de 2019.