Por Fernando Sánchez Resa.
No tuve la suerte de asistir a la presentación de la novela Tiempo de derrotas, de José Ángel Sevilla Sanz, el 16 de diciembre de 2016, como hubiera sido mi deseo, pues, según me contaron, fue un completo éxito en el que todos los intervinientes supieron analizar, encumbrar y teatralizar la novela que, ese día, veía luz oficial; y, además, como broche de oro, actuó el conjunto musical Arquitrabe, que en repetidas ocasiones he tenido la fortuna de escuchar en Úbeda y Baeza, por lo que la jornada debió ser redonda y memorable y más en el marco incomparable de la Sala Julio Corzo del Hospital de Santiago de Úbeda. Todo parto literario, si es bien acogido por familiares, compañeros y amigos, es más dulce y feliz. Mas, como lo que importa es su adquisición y lectura, voy a comentarlo en profundidad, tras doble lectura sosegada, porque la primera vez no pude hacerlo. “Nunca es tarde si la dicha es buena…”.
Su prosa es al estilo de la de Muñoz Molina, resaltando su peculiar martilleo de la idea fijada en cualquier párrafo hasta acabarlo, introduciéndola con frases cortas y/o adjetivos, separados por punto y seguido; y aunque el título afirme que es tiempo de derrotas, intuyo -desde el principio- que es una revancha literaria del autor, al constatar que la izquierda perdió una guerra cuando en realidad, con la democracia, sus descendientes lo han ganado casi todo.
Hace unas descripciones magistrales. Se nota que su autor es gran lector y contador de historias orales y escritas, demostrándolo ya en esta primera novela. Entiendo que es un trasunto del autor que hace memoria de toda su vida, especialmente de su infancia, para usarla como revulsivo y vengarse de las derrotas pasadas. Hay multitud de frases, proverbios y giros que todos los ubetenses de su generación (1954), que también es la mía, una familia trabajadora y obrera, hemos asimilado y oído en nuestras casas y ambientes, como “tite y cuarta una berroncha…”.
Me ha hecho revivir mi infancia (sin ser hijo de rojo o franquista, pero sí de obrero pobre), que es parecida a la del protagonista anónimo de la novela: un hijo de una familia roja ubetense (aunque nunca se nombra esta ciudad) que cuenta el calvario de vida que ha llevado, por culpa del aprovechamiento continuado del otro bando vencedor de nuestra contienda civil del siglo pasado, elaborando un duro alegato de esa unión iglesia-estado contra el vencido y utilizando abundantes personajes, aunque siendo dos los principales: Ramiro, el hijo del sargento Herrera, y el contador de la historia que, aunque no nos desvele nunca su nombre, es el álter ego de su autor, hablándonos en off.
Con un vocabulario selecto y de altura, la narración está dividida en párrafos largos y no en capítulos numerados al uso tradicional, por los que va discurriendo la trama como un vendaval que coge distintos aires que van arrasándolo todo, lanzando frases lapidarias y con mucha enjundia: “El preludio de la superstición que la ignorancia cimenta y la religión madura”.
Hace una fiel y exacta descripción del terremoto que tuvimos antaño en Úbeda (yo lo viví y recuerdo varios en mi infancia), con frases cortas y contundentes, para conseguir arrancar del lector su sorpresa y petrificación. Usa abundantemente frases en cursiva como hitos de la narración, que recuerdan frases hechas de nuestra infancia o de nuestro haber discursivo ubetense, añadiendo un fértil vocabulario a nuestro ubedí básico conocido.
Hay, a su vez, un evocación constante de olores, sabores, sensaciones, historias del pasado de la Úbeda rural, de su estío y de las estaciones del año, de nuestra infancia, con frases cortas y sugerentes, provocando siempre el guiño mental, la chispa inteligente de todo lo que vivimos cuando éramos pequeños, con proverbios e historias en cursiva para mostrar la metáfora, el hipérbaton, la metonimia…, y acelerar su imagen y comprensión.
Hay cosas, como cuando un chiquillo se cayó al pozo -Ballesteros creo que se llamaba (en la novela, Vicentillo)-, haciendo los cimientos de los pisos de Vista Alegre en unas antiguas eras cercanas a la calle Llana de San Nicolás, donde yo vivía y aprendí a montar en bicicleta y esconderme entre las ortigas…, que, leyéndolo, me lo ha recordado vivamente.
Pepe Ángel, con su literatura peculiar, se toma la revancha del vencido y analiza el ambiente gris de la escuela de su infancia, teñida de odio y tristeza, rememorando y recopilando (con fraseo ágil) la historia vivida en aquella escuela infantil de los jesuitas-Safa de Úbeda (aunque él no la menciona).
Es una novela en la que su autor, con la excusa de contar su pasado infantil va tomando revancha de sus miedos y recuerdos de la guerra, poniéndolos en boca de sus familiares y conocidos, con metralla ideológica y dialéctica acendrada, para poder conseguir su autor ese proceso catártico, tan necesario para quedar en paz con uno mismo. Pepe Ángel sabe recrear magníficamente su ciudad, dándonos imágenes para recordar, siempre con el marchamo de la generación del 54 del siglo pasado, retratando la Úbeda gris de la posguerra bajo la perspectiva del rojo, señalado con el dedo por los ganadores de la contienda (mediante “silencios locuaces”)…
También, su autor, sabe recrear sueños y ensoñaciones mostrando ese escurridizo mundo, dando significado a cada uno de sus símbolos. Largos párrafos dan fe de su buen conocimiento del campo o la ciudad que le servía de entretenta en las bochornosas tardes del verano, siempre mostrando -a las claras- que la vida de nuestros padres y abuelos fue mucho más complicada y espinosa que la nuestra, ya que se sacrificaron por nuestro bienestar a costa del amor que sentían hacia nosotros.