Por Mariano Valcárcel González.
Vamos a despejar un poco el terreno, tan embarrado que lo tenemos y lleno de maleza que, como mínimo, ya hemos agarrado fiebres palúdicas.
Sanear y desecar, que se hacía años anteriores con la primera charca que se presentase, porque no había todavía ecologista que dijese que eso no se podía hacer y el arroz o el algodón allá que se plantaban. Pero déjenme proseguir por el campo de la metáfora que, para lo que quiero, me viene que ni pintado.
De cuarenta años acá (vida constitucional) se ha ido tirando en un alarde, a veces voluntarista, a veces ventajista y siempre tendente al conservadurismo; quiero decir -con esto- tratar de que la cosa pública y el entramado de los supuestos tres poderes siguiese bien controlado para que no hubiesen sorpresas ni saltasen las costuras de tan delicado tejido institucional. Tanta cautela y prudencia llegó a convencer a muchos de que el sistema aguantaría sine die y no habría que ni poner ni quitar una coma.
Con esta felicidad que da el creerse intocable la tribu política de partidos, visto ya que la alternancia tipo restauración funcionaba (el gran sueño de Fraga), se preocupó bien poco de ir poniéndose al día según las necesidades y las vicisitudes de los tiempos y sí más en ir ocupando y acaparando los huecos y puestos que se ofrecían en reparto; y, si no existían, se los inventaron. Y como aquello empezó a asemejarse a Jauja, no se cortaron ni en meter mano en las faltriqueras públicas, que el dinero público no era de nadie (pero sí para ellos).
Crearon un monstruo donde no deberían, tal que al Frankestein, que se le fue la mano con el suyo. Donde todo podía haber funcionado para bien y mejora del país, fue tal la torpeza y la desidia (y la corta mirada política) que fue empeorando a ojos vistas de las gentes, aunque ni por asomos se quisiesen dar cuenta o lo admitiesen quienes habían ese deber. Como si la cosa nunca fuese con ellos.
La división de poderes se quedó en mera bambalina. El Ejecutivo, siempre controlando los demás, unas veces desde los parlamentos y otras también desde la confluencia de intereses de miembros del judicial (incluso porque han venido siendo nombrados por el primero). Boquiabiertos nos quedamos ante las últimas evidencias, ya descaradas.
Con el llamado “Estado de las autonomías”, la cosa ha llegado a mayores. Algo pensado para la mejora del servicio público y cierto grado de autoestima en diversos territorios (a la vez que trataba de poner linimento en la siempre herida abierta de las llamadas “históricas”), se ha transformado en un tumor que devora recursos, ralentiza servicios, entorpece intercambios y el libre desplazamiento de personas, amén de generar clarísimas desigualdades entre unos españoles y otros, según el territorio en el que habiten.
Y esto se va convirtiendo en el Patio de Monipodio por un lado y la Torre de Babel por el otro.
Ante este panorama, que algunos me desdecirán con argumentos de buenismo interesado, no cabría más que admitir las disfuncionalidades y, luego de estudiarlas a fondo, ponerse a corregirlas. Tal vez dolorosa operación, pues la infección ya es muy avanzada; pero cual cuerpo dependiente de la adicción, si quiere desengancharse ha de sufrir periodos duros de abstinencia; de lo contrario, sucumbirá por culpa de lo que, en apariencia, más le había servido como estímulo y bienestar.
A la administración autonómica le sobran cosas. Por lo pronto personal. Personal, como ya escribí, con misiones peregrinas, a veces inentendibles e incluso inservibles, que están ahí para servir de comederos para los adictos (y muchas veces inútiles de necesidad); porque también se duplican las competencias y los servicios con los de la Administración Estatal, lo que lleva a constituir una maraña burocrática que invalida totalmente la idea para la que fueron creados los entes autonómicos. Le sobran legislaciones territoriales, en contradicción con las de otros territorios e incluso del Estado, lo que conlleva falta de uniformidad en servicios, estándares y modelos de acción o burocráticos, y que llevan a la discriminación nunca positiva entre ciudadanos. Descoordinación tremenda que impide dar un buen servicio, no solo territorial sino también interterritorial, y que sufren las personas (véase el caso de la sanidad, las policías existentes, la acción inmediata ante catástrofes…), y la sufren las empresas y todo tipo de actividad económica o científica; no digamos ya si en líos judiciales y de aplicación de derecho.
¿Con esto abogo yo por la supresión de las autonomías? No, por cierto. Porque el sistema está ya tan desarrollado que, irse a desmontarlo de un tirón y por las malas (que no creo fuese por las buenas), ha creado mucha infraestructura y costumbre, incluyendo –claro- a esas de “derecho histórico”, tan suyas. Pero reevaluarlo, repensarlo y reestructurarlo para que funcione mejor y con muchos menos costos, y sin los perjuicios evidentes, es ya caso necesario; y quienes no quieran verlo así, peor será para nosotros. Porque es argumento utilizado como proyectil letal por la ultraderecha, sea naciente o subyacente. Y efectivo entre las gentes.
Muestra palpable de la ineficaz aplicación de lo anterior es la existencia de un Senado (llamado cámara alta), cuya función hasta ahora ha sido o permanecer adormecido (nido de premiados en la sopa institucional con una especie de retiro bien remunerado) o instrumento de obstrucción, si el partido gobernante no es el de su mayoría senatorial. Eso de cámara de representación autonómica y colegiada de presidentes autonómicos (supuesta misión constitucional) se quedó en agua de borrajas, en el limbo de las buenas intenciones nunca en verdad ejecutadas, porque no interesan.
Aclarar, definir y marcar las competencias, una imperiosa necesidad. Marcar unos estándares de administración común a todos, otra. Aunar criterios y condiciones, sobre todo en lo que atañe al servicio ciudadano interterritorial, imprescindible. Definir Estado y su distribución, con la fijación correspondiente que evite intentos de ruptura, de vital importancia. Solo así se podría frenar el deterioro y el apoderamiento de estas necesidades, aumentado con la apelación a la unidad rota, por la ultraderecha y sus compañeros de viaje.
Desde luego, el vaciado de contenido de la Constitución (solo invocada según para qué pocas cosas) especialmente en su parte social, no ayudará a mantenerla. También una propaganda eficaz en acción denunciante la pueden realizar (y realizan) quienes quieren acabarla.
Este es el verdadero dilema y el verdadero peligro. Cosas accesorias como cierto folclorismo rancio y que solo por la inercia del tiempo se acabará, o la apelación religioso-católica también de resabios muy pasados y que la realidad social va desmintiendo, o la lucha por la exclusividad de símbolos, de todos considerados como propios de la derecha, con una política realista de la izquierda se acabarían.
Intentemos, como ya escribí, pensar un poco. Nos jugamos bastante si no lo hacemos a tiempo.